jueves, mayo 29

Bóreas (segunda entrega)

Lucas Cranach, el viejo. Melancolía.


Pasado un tiempo, me aburrí. Decidí salir a caminar; demasiada lectura me embota. Necesitaba un paraje bello que resarciera el daño estético causado por las miserias callejeras que había contemplado. Pensé en Chimalicoc, lugar de casas solariegas, abundantes árboles y calles empedradas; una de las zonas de mayor solera del sur de la ciudad.



Salí a la calle; tuve que fruncir el ceño porque el sol mortecino que aún reverberaba en los coches estacionados fuera de la librería hería mis ojos. Pensé: “Tener los ojos azules me obliga a entrecerrarlos todo el tiempo; esta maña de raza me acelerará la aparición de arrugas en la cara. Y si a ella le sumo mi carácter apasionado, que me posesiona en forma de mil líneas de expresión… Acéptalo: tendrás sendas arrugas a los 35… ¡Bah! ¡Vanidad de vanidades!… Eso ni yo me la creo. Con lo vanidosillo que soy…”



Pero el pensamiento, alado y vagaroso, pronto voló de ese montículo de especulaciones para posarse en otro más alto: “¿Por qué estoy triste continuamente?... La tristeza, supongo, se genera por juzgar a toda la realidad y sus relaciones desde unos ideales forjados quién sabe dónde y quién sabe por qué: el amor ideal, la novia ideal, la casa ideal, el empleo ideal, el futuro ideal. Es una continua competencia con uno mismo por conseguir las “Ideas”, y siempre se termina frustrado. Es una vida volcada a lo futuro, a lo inalcanzable… Montado en ilusiones que nunca se encarnan y no se encarnarán, pues no existen, todo aburre… Es preferible la aurea mediocritas horaciana, y ser feliz, que pretender la llegada de una aurea aetate, y vivir eternamente enajenado por el retraso de su reino… ¡Cómo perdemos de vista las dulzuras del presente, y entre ellas a Dios mismo, cuando sólo nos dedicamos a batallar con los fantasmas de la melancolía o de la expectación, comparables a prostitutas trasnochadas que pretenden con todas las mañas posibles atraer por completo la atención de sus clientes!”. Bien sabía Horacio de los peligros de este par de mujeres venales, cuando recomendaba: “Carpe diem!”, ¡aprovecha el día!



Silencio interior. Ruido exterior de ventisca. Tranquilidad. Seguí caminando. La tarde caía lerda, con nubarrones que proclamaban lluvia. La naturaleza comenzaba a inquietarse: anhelante y receptiva por la inminente caída de su amante, el agua, exhalaba sin pudor sus lujuriantes perfumes, como mujer que provoca a su hombre con las fragancias que su ropa comparte al ambiente—ella bien lo sabe— en el momento de irse desnudando.



Me puse los audífonos. Comencé a escuchar “Capricho árabe”, hermosa y melancólica composición de Francisco Tárrega para guitarra, en interpretación de Andrés Segovia. “Estos momentos de paz –me dije–se tienen que respaldar con memoria sensible…” “¿Qué particularidad tendrá la guitarra clásica que la hace tan amiga de los sentimientos, sobre todo de la nostalgia? Rasgar las cuerdas con las propias uñas crea una especial intimidad del intérprete con el instrumento, pues hay una entrega mutua, no mediada por nada; se toca la piel con la “piel”, por decirlo de alguna manera. Y eso permite un sonido embebido de humanidad… (Por lo menos esta explicación es plausible para mí en este momento, y con eso basta; otro día meditaré la razón con más tiempo). Es curioso que la guitarra no haya sido tan socorrida por los grandes compositores; ¿se habrá considerado un instrumento “menos noble” que el violín, por ejemplo…? Mas el laúd sí que tenía privanza en el renacimiento…” “Por cierto, qué bien tocan los hispanos la guitarra. Gracias a las peculiaridades técnicas de ésta, pueden trocar en música las inveteradas sensualidades (el vino tinto, el baile, el teatro) de su linaje…”



Comenzó a llover. Había tomado la precaución de no alejarme mucho de mi coche. ¡Qué olores, Dios mío, de vida, de fertilidad! ¡Todavía hoy los puedo evocar! No me quería ir. Subí al coche y me quede mirando la lluvia hipnotizado. “La contemplación embelesada de la lluvia debe ser un resabio de los instintos primitivos del hombre–murmuré a mis adentros–...”



Arranqué el coche. Recordé que aún no había contratado un seguro contra siniestros; llevaba dos meses jurándome que ya lo haría sin falta, pero nada, la negligencia seguía (y sigue) ganando todas las batallas. Al tomar la avenida principal, imaginé mi muerte. (Suelo imaginarme con frecuencia, sobre todo cuando voy en el coche solo, accidentes aparatosos donde fenezco. Me los represento con lujo de detalles: el ruido del golpe, el ángulo, la sensación de cómo se me escapa la vida sin poder hacer nada por asirla, mi rostro deformado por la inercia…) Pensé: “Cuando era pequeño juraba que si me acordaba todos los días de la muerte, no moriría: la muerte solamente se apoderaba —según mi pueril parecer— de las personas que no pensaban en ella. Ahora, por el contrario, sé que el Destino es fortuito: no distingue entre hombres conscientes e inconscientes. ¿Y la Providencia? Ah, claro, la mano divina no podría ser tan cruel: todo era parte de un plan intrincado, sí, pero también sabio. Un orden en el aparente caos. Un orden que supera nuestra inocente mirada temporal… He sentido tantas y tantas veces la sordidez del mundo… Una sordidez difícilmente compatible con una Mano Provisora… ¿En qué consiste, entonces, la Providencia…?”



Tomé un disco compacto al azar y lo puse en el estéreo. Era la Misa n° 2 de Anton Bruckner. Una delicia; ahora sí que podía concebir una Providencia, pese a todo… “La razón dada al hombre es una de las providencias del buen Dios—me dije—. El arte del compositor austriaco lo evidencia, pues la belleza de su música es un auténtico milagro en el que hay una cooperación entre la Divinidad y el hombre… En sus composiciones se alcanza a sentir una tierna caricia de la Mano Paterna...

jueves, mayo 8

Bóreas (primera entrega).

Lucian Freud. "Autorretrato"



Serían como las cinco de la tarde, hora crepuscular y melancólica en esta ciudad. No terminaba de hilar una idea, cuando ya estaba preocupado en otra distinta. Pensé en la propia discontinuidad de mis pensamientos, azarosos, escurridizos. "El pensamiento lo da el azar y el azar lo quita", decía Pascal. De repente me asaltó un fétido olor, mezcla de vahos agrios y dulces, que me hizo salir del remanso interior, donde hablo conmigo mismo y con Dios, al trágico exterior, donde casi siempre estoy solo. Trascendía todo el ambiente a naranjas podridas, aceite requemado de freír carnes cedizas, sudores humanos, periódicos viejos, revistas, perros callejeros… Las últimas caricias del sol recrudecían los olores viejos del suelo, lleno de pringues inmundas. Me acordé de los infiernos de Bosch.


Caí en la cuenta de que me encontraba en una esquina infestada de puestos callejeros. Cuadro espantoso: gente devorando bazofias chamuscadas, hombres-mono promocionando sus chucherías con gritos destemplados y agudos, oleaje de aromas de muerte. Contemplé el primitivo intercambio de monedas –recibidas en las mismas manos que preparan la “comida”– por el alimento de nula sanidad.


“Qué asco me da esta ciudad–pensé–. Para muestra basta un botón, dice la trillada frase popular: pues he aquí el botón. ¡Vaya mierda! ¿Cómo será capaz de vivir esta gente en la inmundicia? ¡Qué odio tan profundo e inconsciente deben tener estas personas hacia sí mismas para comer aquí! De acuerdo: no tienen muchos recursos económicos. Mas eso no los justifica, pues sólo la pobreza extrema orilla a tal corrupción de la limpieza. Y estos señores lejos están de ser pordioseros. Más bien es negligencia, conformismo, ignorancia… ¡Claro que podrían ser más limpios, el problema es que no quieren!”


Uno de los vendedores cruzó miradas conmigo. Captó mi involuntario mohín de repugnancia, provocado por los alientos pútridos exhalados por su ecosistema, y me devolvió la mirada con un movimiento de cabeza en tono agresivo, como diciendo: “¿Qué traes, pinche güero? ¿No te gusta esto? Pues jódete”.


Quité inmediatamente mis ojos de los suyos para evitar cualquier encontronazo, porque aparte de antihigiénicos, estos hombres son agresivos: cualquier cosa les parece motivo de pelea. Salí lo más rápido que pude de la hedionda zona, conteniendo el aire, y doblé a la izquierda para dirigirme a una librería. En la calle que acababa de tomar, me topé con nuevos puestos trashumantes, donde se vendían libros antiguos, discos apócrifos, artículos folklóricos, y con vagabundos que clamaban, pregonando y enseñando sus miserias, alguna caridad. La tristeza ya había logrado prendérseme al corazón con fuertes agujas. Entré por fin a la librería y me dirigí a la sección de novedades. Nada me interesó. Continué mi inspección en la zona de literatura. Demasiados libros. Pensé: “O hay mucha gente aguda, o ya cualquiera publica sus pendejadas”. Decidí, entonces, ir directamente a la zona que estaba organizada por editoriales. “La editorial X –me dije– tiene mucho prestigio, supongo que ha de tener publicadas novelas recientes de buena calidad”. Hojeé unos cuantos libros; algunos me generaron indiferencia; otros, repugnancia.

“No entiendo –pensé– por qué ver estos libros me azora. ¿Será envidia? ¿Impotencia? A ver, tengo que tematizar mi tristeza. ¿Qué es lo que tanto me repugna? ¿La temática de los libros? Sí, la literatura posmoderna es cruda, irreverente, pornógrafa, y difícilmente se encuentra en ella algo que sugiera la trascendencia, la religiosidad… ¿Es realmente eso? No. Sería un fariseo: yo mismo soy crudo, irreverente, pornógrafo y a veces –con profunda pena he de admitirlo–, tampoco mi existencia es indicio de trascendencia y religiosidad. Y no me odio. La razón más bien debe ser el sentirme lejos sensiblemente de una tradición que me hubiera tocado vivir, entender y probablemente amar, pero que, por mi formación ultramontana, no alcanzo a comprender, y por eso la desprecio. Soy anacrónico, supongo… ¿Es válida la distinción entre ortodoxia y heterodoxia?...”


–Le puedo ayudar en algo– dijo uno de los libreros, que contemplaba mi actitud pensativa frente a los libros.


–No, muchas gracias–contesté amablemente–.Sólo estoy echando un ojo.


Continué merodeando por los estantes. Sentía un vacio vago, de profundidad desconocida. Estaba triste, como lo estoy ahora. Decidí ir a la zona de discos. Escogí tres o cuatro, y al final, decidí no comprar ninguno. “¿Ahora qué hago? –pensé–. Si no quiero empezar a vislumbrar la hondura del abismo, tengo que distraerme en algo. Leeré. Probablemente sólo leo para distraerme, para evadirme”.


Me dirigí a la cafetería. Me senté. Pedí un espresso doble. Me lo trajeron al poco tiempo. Saqué el libro que andaba leyendo por aquellos días, La Celestina, de Rojas. Lo abrí en el separador –un trozo de papel–. Probé el café. Amargo y ácido, como había previsto. Parece que la cretina idea de que los cafés expresos tienen que tener, para ser buenos, estos dos calificativos está muy extendida. Comencé a leer. Agudeza tras agudeza. “Este libro es un manual de sabiduría mundana –pensé–. Revela los secretos de la psiqué femenina sin rebozo alguno. Presenta en toda su crudeza la amistad por mera conveniencia, los sinsabores de la soledad, el enajenamiento que genera el amor, los placeres de la carne, los extremos de la envidia... Lo dicho: un auténtico manual de sabiduría secular. Y este cabrón lo escribió a los 25 años. Qué atrevimiento”. Hice algunas anotaciones en mi agenda sobre lo que había pensado. Seguí leyendo.


Al poco rato dejé el libro sobre la mesa y me puse a cavilar sobre la soledad. Unas semanas atrás había visto la película “Fresas salvajes”, de Bergman. Un pensamiento muy vivo estaba impreso en mi cabeza desde aquel día en que la vi: las actitudes egoístas, soberbias, llevan aparejadas su propia condena: la soledad. No hace falta que exista un pena divina que las castigue. En el pecado está la penitencia. El personaje principal de la película, un viejo médico misántropo, insensible y ególatra, pregunta en uno de sus sueños, al caer en la conciencia de los graves errores que había cometido durante toda su vida: “¿Y el Castigo?”. Su guía le responde: “¿El castigo? Supongo que lo de siempre: la soledad”. Continúa el viejo: “¿Acaso no hay Misericordia?”. Y su guía –su conciencia– le replica: “A mí no me pregunte; yo no sé nada de eso”. Fulminante. Me pareció atinadísimo, pues me aclaraba algunas reflexiones vagas que había hecho en torno a un cuento de Hesse, Tedium vitae. El personaje de este cuento, de carácter parecido al viejo médico de Bergman, termina sus días solo. Al perder el amor de una mujer, el cual le había generado una visión alegre y renovada del mundo, se torna obscuro, ensimismado. El mismo mundo que sus ojos enamorados habían contemplado con asombro ahora le aburre, le horroriza, pues se ha convertido en una rutina, una mera repetición de lo mismo. No se cree capaz de volverse a enamorar, y tal creencia, autoimpuesta por falsa compasión, se convierte en su destino. Seguí meditando...