miércoles, agosto 27

Seguimiento de Xto

Gracias a José María por estos párrafos de dicha. Y a Rodrigo Guerra por enviárselos. 

"Una persona sigue siendo cristiana mientras se esfuerce por prestar su adhesión central, mientras trate de pronunciar el sí fundamental de la confianza, aun cuando no sepa situar bien o resolver muchas particularidades. Habrá momentos en la vida en que, en la múltiple oscuridad de la fe, tendremos que concentrarnos realmente en el simple sí: creo en ti, Jesús de Nazaret; confío en que en ti se ha mostrado el sentido divino por el cual puedo vivir mi vida seguro y tranquilo, paciente y animoso. Mientras este presente este centro, el ser humano está en la fe, aunque muchos de los enunciados concretos de ésta le resulten oscuros y por el momento no practicables. Porque la fe, en su núcleo, no es, digámoslo una vez mas, un sistema de conocimientos, sino una confianza. La fe cristiana es ".

Josef Ratzinger, Fe y futuro, DDB, Bilbao 2008, p.p. 31-32.

"Los fariseos quieren que los demás sean perfectos, lo exigen. No saben hablar de otra cosa. Pero Yo soy menos exigente, dice Dios. Porque Yo sé bien lo que es la perfección y no exijo tanto a los hombres. Precisamente porque Yo soy perfecto y no hay en Mí más que perfección, no soy tan difícil como los fariseos. Soy menos exigente. Soy el Santo de los santos y sé lo que es ser santo, lo que cuesta, lo que vale. Son los fariseos los que quieren la perfección. Pero para los demás. Encuentran siempre indignos a los demás, encuentran indigno a todo el mundo. Pero Yo, dice Dios, Yo soy menos difícil, y encuentro que un buen cristiano, un buen pecador de la común especie es digno de ser mi hijo y de reclinar su cabeza sobre mi hombro".

Charles Peguy, Palabras cristianas, Sígueme, Salamanca 2002, p. 41

jueves, agosto 21

La voz no es de mi general (segunda entrega)

Arcángel.– No, Néstor. Es interesantísima. Continúe, por favor.
Pecador.– Conste que usté me lo está pidiendo… Mi general y yo desayunábamos, comíamos y cenábamos juntos en la casa al centro de todos los batallones. Pasó otro mes y el general recibió un telegrama urgente. Se puso serio, como una roca, y empezó a repartir enmiendas. A una división le ordenó que partiera al sur, cuanto antes. A unos doscientos hombres los mandó a guerrear al norte. A El Flaco lo envió al oeste. Y él mismo se dirigió al este. “Tú, Néstor, te vienes conmigo”. Le juro que esa vez, si hubiese estado el mismísimo diablo parado al lado del general, no se habrían notado muchas diferencias. Sus ojos ardían como arden los carbones, y estaban negros, bien negros como la obsidiana. No le exagero. Quién sabe qué habría en ese telegrama urgente que a todos despachó deprisa. “¿Sabe cabalgar, Néstor?”. “Ay, mi general, pues claro, ni que fuera qué”. Cabalgué a su lado todo el tiempo. Liderábamos la marcha. Mi general, soberbio como un pavo real inflado, y yo encorvado junto a él. “¡Alto!”, gritó cuando dimos con un bosquecillo más o menos tupido de árboles. “Nos quedaremos aquí hasta que recibamos noticias”. Y nos quedamos ahí. Otra vez a comer pollito rostizado y arroz. “A ver, Néstor, si muy muy. Dispárale a esa ardilla. Aquí tienes mi pistola”, se la quitó del cinto y me la tendió. “No, mi general, ya le he dicho que yo no tengo manos, ¿pero qué tal le llevo la cuenta del parque?”. “Pues la llevas a puro tiento, mi Néstor, porque dudo que sepas contar hasta diez”. “¿Qué pasó, mi general? Soy indio pero no pendejo”. Nos reíamos esa madrugada con el pulque cuando un mensajero desarrapado nos trajo las noticias. “Y ahora ¿a ti qué te sucedió?”, comentó el general al ver al mensajero hecho un nudo de nervios. Llevaba la ropa hecha jirones, las rodillas ensangrentadas y aún jadeaba por la carrera. Hizo falta una hora para que se repusiera y le pudiéramos sacar una palabra. “M-mi general, m-mi general. Allá, allá… Nada, pos que allá capturaron a los nuestros. Y hoy, mi general, los hicieron pasar por el paredón”. Habían fusilado a El Flaco, mi cuate… El general rechinó los dientes. Sólo yo, que estaba juntito de él, lo oí. Rechinó los dientes de pura ira. “Tá bueno. Ahora lárgate, que te den de comer”, despidió al mensajero y se volvió hacia mí. “Vente, Néstor, cárgate un fusil y tres cajas de pólvora”. Me llevó a las lindes del bosquecillo donde acampábamos y en la distancia, a pesar de la negrura, advertí la sombra de un pueblo. “Esos cabrones van a pagar caro la muerte de El Flaco. Escucha, Néstor, lo que vas a hacer: te vas a ir al pueblo que ves allí, te metes como si fueses un borrachín perdido. Vas desperdigando la pólvora y el aceite, así como que no quiere la cosa. Luego te sales del pueblo, te alejas una distancia prudente, y disparas a donde tú sepas… Este pueblo hoy será cenizas, Néstor. Tú lo harás cenizas… Lo que nos obligan a hacer los cabrones, ¿eh?”.
Arcángel.–¿Quemaste el pueblo?
Pecador.– Sí, cómo no iba a quemarlo, con el perdón de usté. Si el general decía algo, no había más, ese algo se hacía. Regué el aceite y caminé por el pueblo justo como me indicó el general. Me tembló la mano cuando ya estaba lejos y alcé el fusil. Mis dedos tocaron su vientre, tocaron el gatillo. No importaba mi puntería, a donde cayese la chispa habría una explosión… Y sí, hubo muchas explosiones. El pueblo se incendió, y muchas, muchas llamaradas se alzaron. Iban de las casuchas al cielo, rojas, muy rojas. El fuego rugía conforme se tragaba al pueblo… Fue un espectáculo demoníaco, fíjese usté… El pueblo se había vuelto una gran fogata. Como si un cacho de sol se hubiese estrellado en la tierra… Las flamas me lastimaron. Y ahí dejé los ojos… “Ahora vámonos de este bosque, Néstor. Despierta a los hombres y que se preparen para huir como putas. Deja de mirar el incendio, ahí no hay nada que ver. Vámonos”.
Arcángel.– ¿Vámonos para dónde?
Pecador.– Vámonos pa’ donde nos arrastren los pies. Así funcionan las cosas con el general. O funcionaban, porque usté dice que ya estoy muerto, ¿no?
Arcángel.– Entre otras cosas, sí.
Pecador.– Ay, qué dramático es usté. Pero le sigo contando. Nos fuimos bien rápido del bosquecillo, y no nos detuvimos ni para respirar. “¿A dónde vamos, mi general?”. “Qué chingados te importa, Néstor. Tú síguele caminando, que no voy a esperar a nadie. Más rápido, cabrón, como si no tuvieras ganas de mear”… El general tenía un plan. Siempre tenía un plan, el canijo. Hasta para conmigo tenía uno, si no qué hago aquí… Sí, sí, el general tenía un plan.
Arcángel.– ¿Cuál era ése?
Pecador.– Nos condujo hasta los cuarteles de los tamarindos. “¿Quiénes son los tamarindos, mi general?”. “Carajo, Néstor, ¿en qué mundo vives? Son contra quienes luchamos. Y por cierto, te tengo otro trabajito. ¿Ves la carta que está aquí? La vas a coger y se la vas a ir a entregar a su comandante. Vas a ir desarmado y muy despacito, que vean que vas en son de paz. Se la entregas y sin apuraciones te regresas conmigo, ¿entendiste?”. “¿Y si no me quieren dejar salir, mi general?”. “Pos tú sólo esperas a que yo vaya por ti”. “¿Y si me hacen algo”. “Pos yo les hago más, Néstor. Ahora vete. Te quiero aquí en una hora”. No lo voy a negar, iba muerto de miedo. Me acerqué a los cuarteles enemigos sudando y aguantando a duras penas los orines. Me recibieron un par de hombres con camisas color caca. Y en unos segundos tenía a todo el cuartel delante de mí. “Ésta es pa’ su comandante”, les dije enseñándoles despacio, despacito, la carta. “Y ésta es pa’ tu general, pinche indio”, bramó el soldado que estaba enfrente y me disparó a los pies, sin atinarle. Ay, ay, ay. De inmediato comenzaron a dispararme varios hombres. Ay, ay, ay. Yo corrí como coyote. Corrí y corrí, fuera de los cuarteles y hasta mi campamento. Namás escuchaba las detonaciones detrás de mí. Ay, ay. Llegué cansadísimo, pero sano y salvo. Ahí dejé las piernas. “¿Cómo que no entregaste la carta, Néstor?”. “No la quisieron, mi general. Sólo abrieron fuego y por un pelito me escapé”. “Si serás, Néstor. Nada haces bien. Iré yo en persona”. Y el general fue a los cuarteles de los tamarindos. Tenía un plan, cómo de que no. Él siempre tenía un plan… No sé qué les habrá dicho o prometido, pero retornó bien cerrada la noche. Retornó medio ligero, algo borracho. “Ya la hicimos, mi Néstor”. “¿Qué ocurrió allá, mi general?”. “Pos lo que tenía que ocurrir: nos aliamos con los tamarindos”. “Pero si ellos son los enemigos, mi general”. “Tú lo has dicho: nos aliamos con los enemigos”. “¿Y qué hay con eso de la revolución, mi general?”. “La revolución se puede ir a chingar a su madre, Néstor”. “Pero ellos mataron a El Flaco, mi general”. “Y les diré que te maten si no te callas”. “No, eso sí que no, mi general. Eso de rendirse ha sido un error. Usté haga lo que quiera, al fin que siempre lo hace. Dispénseme, pero yo mañana dejaré el campamento. Ya me voy a dormir, mi general”. “Vete, Néstor, ni quién te necesite”. Me fui a dormir. Y tuve pesadillas. Soñé con Carmelita y con Jorgito, con mis milpas, con el pueblo chamuscado y mi reciente ida al cuartel de los tamarindos. Ay, fueron terribles esa pesadillas. Ahí dejé la cabeza… ¿Y qué me quedaba? Dígame usté, ¿qué me quedaba? Lo había ido dejando ya todo. ¿Qué me quedaba?
Arcángel.– La voz.
Pecador.– Sí, la voz. De seguro esos tamarindos me asesinaron mientras dormía. O quién sabe, a lo mejor fue el general, ¿no?
Arcángel.– A lo mejor. Ya no podremos saberlo. Por lo pronto pasa, Néstor. Recoge unos brazos, unas piernas, una nariz, una cabeza, unos ojos y un corazón, cualquiera estará bien. Recoge lo que te haga falta y, cuando estés listo, márchate. Espero no escuchar otra historia tuya sino hasta dentro de mucho.

lunes, agosto 18

La voz no es de mi general (primera entrega)

He aquí un cuento en dos largas entregas que dejo a su consideración.



El siguiente diálogo acontece entre un arcángel –custodio de las Puertas del Cielo– y el alma de un inmundo pecador, recién muerto aquí, en la Tierra.

Arcángel.– ¿Quién se acerca?
Pecador.– Soy yo, y estoy aquí, frente a usté. ¿No me ve?
Arcángel.– No, la verdad es que no. Si pudiera tener miedo, lo tendría. ¿Quién eres? ¡Habla, espectro! ¿Qué quieres aquí?
Pecador.– Pos soy Néstor Sepúlveda, de eso estoy seguro. Aunque, como a usté, me gustaría saber qué carajos hago aquí. Y por qué no me ve. Ay, pérese… Ni yo mismo me veo… Es como si fuera sólo voz.
Arcángel.– Alma. Eres sólo alma.
Pecador.– Ay, ¿me morí?
Arcángel.– Sí, Néstor. Y tu voz no es de viejo, ¿quién te mató?
Pecador.– Segurito fueron esos cabrones… Ay, me debí haber ido a la selva…
Arcángel.– ¿De dónde vienes?
Pecador.– Pos de San Andrés, ¿de dónde más?
Arcángel.– ¿Y quiénes son ésos que te mataron?
Pecador.– Los tamarindos. Así los llamamos por sus camisas color caca.
Arcángel.– ¿Y por qué te mataron?
Pecador.– Por órdenes de mi general, yo creo.
Arcángel.– Explícate, Néstor.
Pecador.– La historia es larga, fíjese usté. No quisiera robarle su tiempo.
Arcángel.– Resúmela.
Pecador.– Bueno… Pos déjeme empiezo platicándole de San Andrés. No sé si lo conocerá. Es un pueblucho rascuache, de tres calles y como cuatro haciendas. La tierra es árida y como que siempre anda queriendo llover y no llueve. Ya le digo yo, es un pueblo rascuache. Pero mi pueblo, al fin. Y lo quiero reteharto. Ahí viví feliz. Recuerdo que mi papá y yo nos levantábamos tempranísimo y nos íbamos de casa; hasta espantábamos al gallo de lo temprano que era. Pero la cosa tenía que ser así, si no luego el sol cala duro y uno no puede deshojar la milpa. Ay, qué le voy a contar. Como a la una ya se nos habían aterido los huesos, y nos regresábamos a la casa a comer con mamá. Ay, mi San Andrés. Cuánto lo extraño. Su mercado de los jueves, su iglesita bien mona, sus escuinclas prietas. Y las tortillas. En todos los lugares por los que he andado no me he topado con mejores tortillas que las de San Andrés. Pero me estoy desviando, ¿verdad? Usté dispense. Comprenda que me emociono de más cuando hablo de mi pueblo, ese pueblo rascuache, entre el Monte de los Cipreses y las Cierras Coloradas. Ya le digo yo, un suelo desértico aquél.
Arcángel.– Pero aun así cultivaban milpas.
Pecador.– Ah, bueno, eso sí. Unas milpas raquíticas, como a punto de morirse. Pero sí, las cultivábamos todo el año. Mi padre y yo y todos los muchachos en edad de trabajar del pueblo.
Arcángel.– ¿Tenía esposa?
Pecador.– A eso iba, no coma ansias. Le decía que uno, como a la una, se iba a comer a la casa. Con mi mamá. Pero pos un año mi mamá no aguantó muy bien la tramontana y se nos enfermó. Tosía y tosía, la pobre. Hasta que no tosió más… Pinche tramontana. A cuántos no se llevó ese año… El caso es que la vecinita de junto, Carmela, se acomidió a cocinarnos todos los días, luego del trabajo. Ella y yo ahí nos andábamos en edad. Y de tanto verla, de tanto oírla, de tanto platicarle babosadas, me enamoré. O a lo mejor me enamoraron sus chilaquiles. Siempre la molesté con eso: con que me había casado por sus chilaquiles. El punto es que nos unimos en matrimonio y pos, usté sabe, no tardan en venir los chamacos. Al primero le pusimos Jorgito, la segunda fue niña y le pusimos Carmelita. Y yo seguí en la milpa. Cuando, después de muchos meses, me preguntaba el general que por qué la mala puntería, yo le respondía pícaro que porque no tenía manos. “Mis manos las dejé en la milpa, mi general. Allá en San Andrés”. El general como que se hacía el pendejo para no reír y se iba, arrebatándome el fusil de las manos. “Eres un peligro con esto, Néstor. Mejor cuéntame el parque”. Mi general no era ni bueno ni malo, era un hombre cabrón, y punto. Pero me estoy adelantando a las cosas. Perdóneme, así suelo ser. ¿En qué estaba?
Arcángel.– En que se casó, y tuvo hijos, y siguió en la milpa.
Pecador.– Ah, sí. Seguí dejando mis manos en la milpa cada mañana. Y hubiese seguido de no ser porque una tarde entró al pueblo un ejército de hombres.
Arcángel.– Eso es terrible, ¿y qué querían?
Pecador.– ¿Qué querían? Ni ellos mismos sabían qué querían. Saquearon los gallineros, y el cabecilla, que se apodaba El Flaco y que luego se hizo muy cuate mío, nos anunció a nosotros (los varones) que se habían levantado en armas en contra del gobierno. Que la pinche revolución había empezado. “Ha empezado la diversión”, dijo exactamente El Flaco. Y que o nos uníamos al batallón o arrasaban San Andrés.
Arcángel.–¡Ah, esos hombres! ¿Qué hicieron ustedes?
Pecador.– Pos ni modo. Nos fuimos con El Flaco y su batallón. Nunca había visto tantas lágrimas en San Andrés. Las mujeres chillaban, los escuincles chillaban, los esposos chillaban, hasta la milpa parecía llorar porque ya no iba a haber quién chingados la atendiese. Bueno, con decirle que hasta las viudas, que no tenían vela en el entierro, también chillaron. Fue un chilladero. Yo me despedí de Carmela, de Carmelita y de Jorgito reprimiendo las lágrimas. “Bueno, familia, vuelvo pronto. Háganle caso a su madre y tú, chamaco, no la martirices. Vuelvo pronto. Recen por eso de la revolución. Y por mí, de pasada. Adiós, hijo. Adiós, vieja”.
Arcángel.– Debió haber sido un momento difícil.
Pecador.– ¿Pos no le digo que fue un chilladero? Los hombres nos marchamos a la guerra. Nos marchamos de ese pueblo rascuache. Pero la verdad es que yo dejé mi corazón allí. Se lo dejé a Carmela. Mis manos y mi corazón serán por siempre de San Andrés.
Arcángel.– ¿A dónde los llevó el tal Flaco?
Pecador.– Vaya usté a saber a dónde nos llevó el condenado. La mayoría jamás había puesto un pie fuera de San Andrés, yo incluido. Por lo que no reconocíamos ni pizca del paisaje. Anduvimos mucho, eso sí. Acampábamos por las noches, donde nos cayera la oscuridad. Encendíamos un fuego que alcanzara para todos (éramos unos cien) y El Flaco se ponía a cantar. Bien desentonado, pero se ponía a cantar y no paraba, el canijo, más que para echarse un trago de pulque. Nos hicimos cuates, El Flaco y yo. Y me nombró encargado de las municiones y de los rifles. Luego de un mes, o un poquito más, nos encontramos a otro batallón, y después a otro, que también iba a unirse con las tropas del general. El que luego se hizo mi general.
Arcángel.– ¿No tenía nombre?
Pecador.– No. Y si lo tuvo alguna vez ya nadie se acordaba, ni él mismo. Para todos era “mi general”. Y cuidadito te olvidaras del “mi”. Llegamos con él al anochecer. Varios batallones habían arribado antes que nosotros, y varios batallones faltaban todavía. Era, ay nanita, un ejército retegrande. El general se había instalado en una casa al centro de todos sus hombres. Ahí diario cenaba pollo rostizado y arroz. Llegamos al anochecer, y El Flaco me dijo: “Vente, Néstor, acompáñame. Voy a avisarle a nuestro general que ya llegamos, y sirve que te conoce”. El general era un hombrecito. Chaparrito como mi Jorgito, medio panzón, pero eso sí, con un bigote y una expresión de miedo. Y una mirada de quítate-que-te-suelto-un-plomazo. Se metía la pechuga de pollo a la boca cuando lo interrumpimos. Tras las presentaciones y los avisos debidos, el general nos invitó a mí y a El Flaco a quedarnos esa noche en la casa. “Los zopilotes andan inquietos allá en las nubes. Se la pasarán mejor aquí, sobre un colchón, como Dios manda. ¿No quieren una alita?”. Al amanecer, yo fui el primero en levantarse; todavía no se me quitaba la costumbre de madrugar. Resultó que el general también era madrugador. “No, no es eso. Lo que pasa es que nunca duermo”, me aseguró sin que se arrugase su cara de perro sarnoso. Éramos los dos únicos hombres despiertos. “Toma, Néstor”, me tendió un fusil cargado. “Mátate un zopilote para el desayuno”… Tiré como diez veces, y ninguno de mis balazos acertó. Sólo sirvieron para alborotar a medio mundo. “¿Por qué la mala puntería?”, me preguntó. “Es que mis manos las dejé en la milpa, mi general. Allá en San Andrés”. El general puso los ojos en blanco. “Eres un peligro con esto, Néstor. Mejor cuéntame el parque”. Desde ese día dormí siempre en la casa, en el mismo cuarto que las balas y los cañones. Casi no podía dormir por el olor a pólvora, que no sé si usté lo ha olido, pero es un olor agrio, como de muchos sudores. Ay, ahí dejé la nariz… ¿Lo estoy aburriendo con mi historia?

lunes, agosto 11

Cuentuco


El cometa Haller recorre las galaxias, atravesando las órbitas de miles de cuerpos celestes: planetas, estrellas, asteroides, meteoros… Pero no une su órbita a la de ningún otro. Puede contemplar otras historias, y en ocasiones hasta tocarlas, pero no puede unirse a ellas ni compartir ninguna: el cometa Haller no puede convertirse en satélite de nada. Quizá porque carece del suficiente ímpetu para cambiar su fuerza gravitatoria. El cometa Haller gira en torno a miles de cuerpos celestes, los contempla a todos, en el frío vacío del espacio infinito.