viernes, marzo 27

Es importante no olvidar

...que el burgués se ahorcó a la hora sexta.

Sobre la Esperanza

Cuidado con la Esperanza. Correr su riesgo es espantoso. En el fondo, la Esperanza -la auténtica, cristiana- es una agonía. Y tiene que ver con estar con el Hijo abandonado hasta por el Padre, el máximo abajamiento, el amor más sumo, e s p e r a n d o. Contra toda esperanza. Un Dios que ha sido abandonado por Dios. Que, sin embargo, espera en Él. Eso es la Esperanza.

No hay que decir con ligereza, sin marchar detrás de ello, que se está deseoso de amar. O de esperar. ¡Dios nos libre, sí, de la burgués mediocridad! Pero también, ¡y aún más!, Dios nos libre de Dios.

martes, marzo 10

Sobre "La confesión. El diario de Esteban Martorus" de Javier Sicilia


Sólo hay una tristeza, y esa es la de no ser santos.

León Bloy


Creo que era Umberto Eco quien catalogaba a los novelistas en dos clases: los del tipo reportero, que escriben con igual soltura sobre cualquier cosa, y los que sólo saben tres o cuatro y las vuelven a escribir en cada novela: escritores del tipo obsesivo. El primero es, podríamos decir, detectivesco: elige un asunto cualquiera y dedica algunos meses a investigarlo. Así, si se trata de escribir una novela del estilo de Nostalgia del plomo en octubre sobre el trágico destino de un estudiante envuelto en el conflicto estudiantil del sesenta y ocho, investiga en todos los periódicos, ve todos los documentales, acude con las víctimas aún vivas, se familiariza con el estilo de la "literatura del Boom" y dedica tardes enteras a vagar por la Plaza de las Tres Culturas. Un día, después de llenar de notas cuatro libretas, se sienta a escribir. Ese procedimiento le permite hablar, en principio, de casi cualquier tema sujeto a ser investigado. El novelista del tipo obsesivo, en cambio, no tiene más un tema, dos cuando mucho, y la esperanza de deshacerse de él arrojándolo al papel. Puede tener muchos recursos literarios, pero sólo una fuente alimenta su escritura: su vida. Así, en vez de salir a la calle a desempolvar pasados ajenos, se encierra en su alma e invoca a sus demonios. Hace así la cosecha de su corazón en una delicada introspección, con el tiento usado para la vendimia, y lo aplasta con la desnudez de sus pies para ver si le arranca un mosto qué fermentar en las barricas de un libro.


Está claro que Javier Sicilia pertenece a esta segunda especie de escritores. Por eso su literatura es, por fuerza, honesta (que el título sea La confesión no es casual) y está escrita, necesariamente, desde el dolor. Esta manera de proceder hace que sus letras tengan el aire de familia de Mauriac, Péguy, Claudel y Bernanos... Pero decía que Javier es uno de esos escritores obsesivos. Si a alguien le quedaba duda de ello, basta ver que en ésta nos ha entregado otra novela acerca del único tema del que sabe hablar. Y es que sólo sabe hablar del Amor. Es por eso que La confesión se trata, como todo lo que escribe, de la Fe. Es decir, de las razones para la Esperanza.


Me explico: una vez más hace una excavación literaria del Misterio. Por eso El diario de Esteban Martorus habla desde el absurdo del dolor y el mal, siempre al borde de la desesperación. Y que todo esto sea abordado a partir de las alegrías sencillas y los dramas locales de los habitantes de una parroquia suburbana, donde lo raro es ocurran sucesos de esos que se llaman "importantes" o "grandes", no puede sino estar en perfecta consonancia con la concepción peculiar que del Amor tienen Sicilia y el cristianismo. Como no se le escapa tampoco el abordaje lúdico. La confesión está llena de un humor que atraviesa esta novela como la vida, a veces un poco negro. Y, lo mismo que en la vida, el humor es usado en su contra, pues Javier es uno de los personajes de esta novela. Por eso resulta tan genial esta novela en que el drama fundamental de lo humano esté contenido en las realidades más sencillas, que es donde mejor habita el Misterio.


A un lector familiarizado con la literatura cristiana del XX no escapará, al leerla, que esta novela es deudora, casi punto por punto, del Diario de un cura de aldea que escribiera el viejo Bernanos. En efecto, el recurso narrativo es el mismo: un diario. El personaje principal está trazado con un molde casi idéntico al del cura de Ambricourt: un padrecito desaseado, torpe para los asuntos del mundo –un perfecto inútil­-, medio místico, relegado a la última parroquia. El orden y ritmo de los eventos, aún el estilo narrativo, muestran a las claras su filiación. Incluso algunas analogías, como la del aprisco para referirse a la feligresía de la parroquia, o la dirección de la crítica a la Modernidad y a la Iglesia, que presentan sus páginas, son paralelas a la novela del francés. Antes de que se me acuse de llamar plagiario a Javier hay que decir que él mismo ha hecho evidente la simetría con sus referencias. Y si bien, está claro el homenaje que en esta novela le presenta al entrañable Bernanos, soy de la opinión de que se trata de uno de esos reconocimientos en que el discípulo, en vez de trillarlas, lleva más lejos las intuiciones de su maestro. Por eso más que el Diario de un cura de aldea "región cuatro", en La confesión nos es dada una novela autónoma y consistente en sí misma, que se hace eco de la del francés para magnificar y delinear más precisamente las resonancias del impulso que la motiva.


El padre Martorus se nos presenta como un hombre de una gran sabiduría de corazón y una inutilidad práctica atroz. Cierta timidez que lo hace antipático, al estar combinada tal delicadeza con una torpeza de maneras imprudente y una penetración mística singular hacen de este personaje casi lamentable, un tipo entrañable. Es un hombre confundido, que no encuentra su lugar en un mundo que ya no reconoce… y que ya no lo reconoce. Los años de oración y cuidado de los más humildes entre los humildes le dieron un conocimiento hondo sobre el misterio del hombre del que, sin embargo, es incapaz de sacar provecho en su labor parroquial. Símbolo de la Iglesia en la Modernidad, llega a la parroquia de Ahuetepec, cubierta por la pátina del tedio moderno, desarraigada de su tierra y enajenada. Aún más confundida sobre su lugar en el mundo que el propio Martorus, porque ha "perdido el piso"; o, mejor, lo ha vendido, lo ha pavimentado y llenado de casas grises y lujosas zonas residenciales.


Si bien esta novela alcanza altos vuelos literarios y teológicos, no obstante, todo el tiempo está enmarcada en las realidades más concretas. Habla de le la Gracia y el pecado (es decir, del amor y el desamor)… en la alegría de los chavales que juegan fútbol y el alcohólico que le pega a su mujer. Javier, como el poeta que es, sensual, conoce la importancia fundamental de lo sensible, de la carne. Por eso insiste en la relevancia de reconocer en la tierra una patria y recibir de ella un hogar y muestra con alarma lo dramático de la Modernidad, progresivamente desencarnada.


Sólo por un acceso sin mediaciones al mundo, cuando la carnalidad de la tierra aún nos dice algo, se puede discernir su doble carácter de don e incompletud, donde se escuchan "el silencio de las cosas, ese abismo de soledad, que nada puede colmar" y la intuición de que alguien lo puso allí para nosotros. Por eso Javier presenta a un Dios al alcance de la mano ―si bien, una mano frágil, limitada―, pues "nada en el mundo puede ser comprensión de las realidades sobrenaturales si no se ha hecho antes percepción carnal", como le dice Sicilia a Martorus en la novela. Por eso, porque está obsesionado con lo sobrenatural, la Encarnación juega un papel central en la literatura de Sicilia. Y en esta novela lo hace muy señaladamente.


Detrás de la suerte de los personajes que construye aquí Javier, del escándalo y la gratuidad de un Dios hecho hombre, están el diagnóstico y la crítica de Ilich a la Modernidad. Por eso bien podría leerse esta novela a la luz del ensayo que a suerte de prólogo escribió para el segundo tomo de las Obras completas de Ivan Ilich. Sólo a la luz de la importancia de la Encarnación, de que el Logos "tomara carne", se pueden comprender la profundidad y la radicalidad del mal de nuestro tiempo. Ese mal que, con toda su gravedad, retrata Javier en Ahuatepec. Nos mete de lleno al drama que es la "lucha de la Resurrección de Cristo, tan débil, tan intangible, tan pobre, por iluminar las tinieblas" poniendo a sus personajes en situaciones límite: el suicidio, la desesperación, el abuso sexual y la pederastia.


Esta es una novela que habla del amor en sus límites. El amor que llega al borde de la nada. Nos planta en el infierno de la soledad, de la desesperación, es decir, del pecado. "No encuentro otra manera de definirlo ―dice Sicilia― que lo que más temo en mí: la falta de amor. (…) Lo que llamamos pecados se reduce a uno, cada vez más intangible: el desamor; la horrible afirmación de que Dios no está allí (…), de que estamos solos." No otra cosa es el infierno: la ausencia de Dios, es decir, del Amor. Él no es quien lo ha creado, sino nosotros, cuando debiendo amar, debiendo reconocer la condición gratuita del amor, claudicamos. Pero la voz de Dios, su Verbo, que en el silencio de una niña se hizo carne, nos sigue y nos perseguirá hasta la última de las distancias… "Y ante Él ―escribe Sicilia― sólo quedan dos caminos: permanecer en el infierno o amar."


El problema al que se enfrentan los personajes de esta novela es el drama mismo al que se enfrenta el hombre, en última instancia, en su corazón: la elección del amor o la muerte. Y la opción por el amor es la más cara porque involucra la exigencia de la santidad, implica la deposición del orgullo… la confesión. Sicilia nos narra una conversación trepidante, que da nombre a este libro, en la que Martorus intenta vulnerar la soberbia del padre M. Cuando el pecado del segundo se ha manifestado con toda su desesperada violencia y éste se aferra a su grandeza para no tener que reconocer la fragilidad de la que su grandeza pendía, el doblez de su vida, su necesidad de ser redimido, el padre Martorus le muestra el único camino al amor: la puerta estrecha. "Siempre hay la posibilidad de levantarse ­―le dice― para ser acogido. Lo odioso de la traición no es caer, por más duro que resuene el estrépito. Ni siquiera la desesperación que la traición provoca, ese sentimiento de una dignidad que ha extraviado su objeto; lo repugnante es el cinismo, la simulación, el silenciamiento, la caída que se niega a mirar y a asumir su mal y se disculpa a sí misma."


Tal se nos presenta el drama de la Historia, la Salvación. El desenvolvimiento de esa paradoja que nos gana la Vida en la muerte a nosotros mismos, que nos ganó en su muerte la Vida, lo más hermoso y lo más repugnante a la vez: Cristo. "Ningún cuerpo, ningún rostro, ninguna presencia tienen su hermosura; pero a la vez, ninguno es tan repugnante y sobrecogedor." Javier sabe lo que en la Iglesia se juega. Por eso, al saberla custode de tan terrible gracia de la que nunca está a la altura, que corresponde como puede, formula la experiencia adquirida en estos términos: "Después de tantos años, de tantos siglos de decir que lo amamos, continuamos crucificándolo y manteniéndolo en la Cruz." Y exclama: "A veces mi pinche Iglesia me exaspera y, sin embargo, no dejo de amarla, dolorosamente, como amo a este mundo, como sólo puedo amarme también a mí mismo".


Los reveses y giros que da la narración recuerdan el estilo de Graham Greene, en cuya literatura la Gracia aparece como aparece el asesino en los cuentos policiacos: para darle sentido a toda la historia previa y de una manera a la vez sorprendente e irreductible. La experiencia de la Gracia que siempre (¡gracias a Dios!) nos termina pillando hace a Javier sugerir en Martorus un enunciado desconcertante para el moralismo: "¿Qué importa lo que hagas? Todos los caminos desembocan en Dios." Y esto vale lo mismo en la vida de Benedicta, la abadesa del monasterio de Ahuatepec, la vida de amor de una mujer que ha habitado la tierra ―y por eso es familiar al Cielo y no es ajena al infierno―, que en la del padre M, soberbio sacerdote fundador de una congregación poderosa, recientemente condenado por Vaticano a causa de su pederastia.


Todos los caminos desembocan en Dios. Sí, pero ninguno ahorra el drama del camino mismo. No edulcora Sicilia la Fe, disolviéndola en agua de rosas o convirtiéndola en un ansiolítico. Muestra cómo el cristiano no sólo no escapa al drama de la existencia sino que, encima, se carga encima una vocación de amor ―y hay que saber que a continuación de la expresión "vocación al amor" hay que decir "vocación al sufrimiento". Presenta al creyente como aquel que es llevado a la Noche, a una noche insondable y dolorosa, y glosa a San Juan que sólo puede presentar el sufrimiento al que el cristiano está sujeto entonces en términos analógicos: "es tan opresiva que uno no sabría cómo mantenerse en el amor que la provoca sin pronunciar el desgarrador grito de la amada que repentinamente, sin saber cómo, no encuentra a su amante en el lecho donde acaba de yacer con él." Sólo después de ser llevado a ese límite, al umbral en que ya no se distinguen el Ser y la nada, el cristiano puede advertir que "Dios, a pesar de todo, estaba allí sosteniendo el mundo". Aún más: que, como escribió Teresa de Lisieux -y vuelve a decir Bernanos-, todo es gracia.


jueves, marzo 5

Cartas desde el exilio de sí mismo.

Querida M:

Me preguntas por qué cultivo un odio semejante contra esta ciudad que me vio nacer, crecer y que ha alimentado mi inteligencia y mi cuerpo durante 26 años. ¿Soy un desagradecido? Probablemente. Nunca me he sentido atado a esta tierra. Sólo conozco de ella decepciones. Miento: sólo recuerdo de ella decepciones, que es bastante distinto.

Desde la más tierna infancia sufrí por mano de mis profesores y mis pueriles compañeros de banca el desprecio hacia el español. Yo no era español; sin embargo, eso daba igual: porque mis padres lo eran, yo compartía con ellos esa “miseria”. Y eso que yo asistí a una escuela de élite, donde la mayoría de los alumnos tenían ascendencia española, y cuya ideología religiosa (ideología en sentido peyorativo, ya sabes por qué) fue fundada por un santo español –de cuyo nombre no quiero acordarme. Pero el complejo histórico está tan arraigado en el nervio del mexicano que la realidad y la historia no importan: el español tiene que ser visto con rencor, aunque los ojos que lo vean provengan del mismo linaje. Las peores injusticias las recibí de algunos de mis profesores, quienes, por complejo, se lavaban las manos ante el conjuro casi total del salón de clase en contra mía.

Profesores normalistas, es decir, los que el Estado mexicano autorizaba con exclusividad para dar clases de educación primaria. Y mentían: engañosamente, seguían pregonando el error ciego sobre quién es el mexicano. Generación tras generación la añeja cadena de odio. Odio indiscriminado. No es aquí lugar para contarte cómo vi sufrir e –sí, hay que decirlo– hice sufrir a alumnos españoles que tuvieron la desgracia de estudiar por un tiempo aquí: llevado de la masa con la que quería identificarme tendí a mimetizarme con su violencia. Si quería ser adoptado por ellos, tenía que jugar su juego, con sus reglas –ya viejas, venidas de antiguas generaciones–. Perdí, por defensa, complejo o qué se yo qué, el acento español.

Pero mi historia tiene su contracara. Mis padres, al verse acosados por un odio generalizado, odiaron. Supongo que esto es lo que les ocurre a muchos inmigrantes venidos de tu península. No los justifico, pero soy capaz de entenderlos. Durante toda mi infancia y juventud escuché expresiones racistas, insultos amargos, desesperados, de mis padres contra México y los mexicanos. Y eso, lo quiera o no, marcó o sesgó mi visión de esta cultura. He tenido que pasar por varios periodos de purificación para desasirme de un sutil racismo incubado en la mirada por mis padres. No me siento español, no siento mexicano. Esa es mi tragedia; soy un apátrida.
Hoy en día, que ya no tengo ningún resabio lingüístico prohibido, sufro aún el odio, no frontal, pero sí de refilón, de una parte de los mexicanos: el chofer del autobús que intenta robarme dinero en el cambio, la señorita de la caja que no me atiende bien, el mecánico que intenta engañarme. Se ciernen sobre mí dos errores: ser blanco y rubio y tener un nivel sociocultural y económico alto. Porque, querida M, he de confesarte que la sed de destrucción no sólo es del mexicano contra el español, sino del mexicano contra sí mismo: el rico contra el pobre y viceversa. Hay un enfrentamiento virulento entre las clases sociales. Esa mirada de frontal denuesto del rico para con el pobre, y su contraparte: la mirada rencorosa, poco amable, resentida, del pobre contra el rico. Es un avatar más de la lucha indio-hispano, que no hemos sabido superar.

Continuamente trato de discernir qué es lo que me repugna de esta ciudad. No es el indio, no es el pobre, no es el mexicano en sí –de lo contrario, valiente cristiano sería–; es más bien esa dejadez, esa negligencia, ese egoísmo que veo por todas partes y de todos los colores de piel. Es una contracultura o subcultura que hace afluir lo peor de nosotros. ¿De dónde vino? No lo sé, pero se dispersa como pandemia desde hace un par de siglos.

El “nacionalismo” ha suplido a la madre negada. Se ha convertido en una égida, algo a lo que agarrarse, algo con lo que cubrir tanta miseria. ¿Qué es en México eso que se llama patriotismo? ¿En qué consiste? En un “valor” vacio y desfigurado en el que cabe cualquier cosa. Una flatus vocis, dirían los medievales. Mera ideología. ¿No es verdad que en los estadios existe un odio, ya no digamos de ricos contra pobres, de negros contra blancos, de españoles contra indios, sino de mexicanos contra mexicanos de la misma clase social, a muerte? Lamentablemente, sí. Basta con ver cuando se enfrentan algunos equipos de la capital para darse cuenta cabal de esto. ¿Qué es el patriotismo?

Me preguntas en tu carta sobre el estatuto que guarda el indígena en México. Es un tema largo y espinoso. Aquí sólo te apunto lo siguiente. Por paradójico que te resulte, uno de los insultos que encona más a la gente es “indio”. Llamar “indio” (calificativo que normalmente va precedido por la grosería “pinche”, que exalta el desprecio) a una persona conlleva siempre un rebajamiento de su clase y cultura. Si eres indio, eres inculto, feo, ridículo, altanero y un largo etcétera del mismo tenor. Es un nudo gordiano insuperable en nuestra historia. No hay forma de cortarlo de tajo. Mientras tanto: el indio sufre, muere, anhela la tierra perdida, cultiva un odio secreto y realmente motivado. No sabe nada de independencias ni revoluciones. Sigue siendo esclavo, ahora, del mexicano, de ése que tan poco orgullo muestra por su raza, que camina todos los días junto a él, que es él…

Si se desprecia por igual al indio que al ibérico, ¿qué es, pues, el mexicano? Nada, pues ha renegado de todo lo que es. Por eso te he hablado en otras cartas de la nada mexicana. Lo peor es que empiezo a formar ya parte de ella. Adelante me hago cargo de explicarte cómo caí en la cuenta de esto.

No desprecio in genere a México; desprecio lo que imprudentemente se ha hecho con él: mistificarlo, polarizarlo, a la orden de las ideologías. Conservadores o liberales. Ideologías trastocadas, a su vez, por su contraria. Esto hace que los auténticos valores promocionados por los intelectuales de una y otra ala, hayan quedado soterrados. El único triunfador: la ignorancia, que corroe los últimos soportes de esta desgraciada tierra. Huelga decir que, como en todos lados, hay gente muy buena y capaz que ha entendido y asumido existencialmente la realidad polar del mexicano. Son pocos y están terriblemente solos.

Tengo que hacer una anotación: mi decepción de México tiene como mina principal de alimentación al Distrito Federal, o sea, su capital. No conozco con suficiente hondura ningún otro estado para dar una opinión crítica o positiva de él, aunque por las noticias que diariamente leo y escucho puedo hacerme a la idea de que la mayoría de las ciudades que conforman nuestro territorio son semejantes. Es fuerza decir, por otra parte, que también existen lugares muy tranquilos y bellos, donde la mano del salvaje leviatán no ha hecho de las suyas. ¿Es una opción resignarme a vivir en algunas de estos lugares? En esa palabra está la respuesta: la resignación de abandonar el único centro cultural de México no es para mí una opción. Porque fuera de la capital, sí, puede uno vivir más tranquilo, pero haciendo el sacrificio cultural. Los estados no cosmopolitas donde se puede estar con relativa paz no se destacan por su nivel académico. El necesario sacrificio: seguridad por cultura o cultura por seguridad.

Desorden, caos y violencia. Estas tres palabras definen la realidad cotidiana de esta capital. He llegado a sentir auténtico furor, impotencia, odio, ante los millares de injusticias que se comenten diariamente, con una flagrancia tranquila y aceptada. ¡Tranquila y aceptada! Sí, la gente ya no se sorprende de las locuras que ve a su alrededor, las cuales ya te he descrito con todos sus pormenores. Eso es terrible. La nada mexicana ha logrado adormilar la conciencia prístina de orden, ese deseo natural de armonía mínima entre el hombre y su medio para vivir con honestidad. El mito del Estado ha logrado hacernos creer que somos individuos unidos por mera utilidad, para evitar la guerra de todos contra todos. El resultado: desconfianza y su versión cansada: la impersonalidad.

Y lo peor está por llegar. Cuando se ha logrado fracturar esta densa capa de no-ser, ha sido de la peor manera: neurosis descontroladas, odio acumulado cuya válvula de escape es el homicidio. Ayer, por ejemplo, un hombre absolutamente frustrado por el tráfico, se bajó y tiroteó a unos trabajadores de obras viales, pues dichas obras causan un caos indecible.

Te he dicho líneas arriba que la nada se ha posesionado– lenta pero continuamente– de mi corazón. Te cuento la dramática escena que me hizo caer en la cuenta de que el odio es solamente la última consecuencia de un proceso mucho más abominable: el olvido del otro.

Regresaba en el metro con mi novia, cuando, al abandonar la estación, en un túnel que daba a la salida, se me presentó a la vista una de las escenas más desgarradoras jamás vistas en mi vida: un niño de 7 u 8 años, pobrísimo, llorando con alaridos de otro mundo, mientras defecaba en el suelo algo que sólo indicaba enfermedad. Al lado de él, su madre, una indígena pobre, obnubilada por el dolor que le causaban las llagas supurantes que tenía en su tobillo, las cuales presentaba a cualquier transeúnte para recibir una caridad. El niño tenía el rostro congestionado, las mejillas arrasadas por las lágrimas. La madre, impersonal, miraba a otro lado. Sentí como si la muerte lamiera mi frente, como si abrazara la nada por sí misma. Sentí un miedo terrible, asco, furia, ternura, odio, remordimiento, impotencia, impotencia, impotencia. En el momento, lo único que se me ocurrió –oh, triste burgués consumado– fue tomar de la mano a Alejandra y apartarme de ahí lo antes posible… Estoy seguro que mi ángel de la guarda, ante lo que hice, volteo su cara con estupor –tomo la expresión de Bernanos–.

Es la peor bofetada que he recibido de la realidad. Esa realidad tan lejana, apartada por los miles de eventos baladíes, por las mil y un preocupaciones vacías: todo espectro, todo falsedad. ¡Ay, no sabes lo que sufrí en la noche! El paradigma de funcionalidad que nos impone el Estado, mi odio sin ton ni son a esta ciudad y mis tristes “asuntos” me habían apartado un tiempo verbal del drama de la existencia real. “¿Dónde estoy? ¿Qué hemos hecho?..., Deus absconditus”, pensé.

No quiero vivir en un lugar así; no quiero formar parte de un lugar así. ¿Qué hacer? ¿Abandonar? ¡¿Correr otra vez lejos de esa miseria que me involucra directamente?!

El olvido, de nuevo, se posará en mis mientes. El odio, autodestructivo, volverá a incendiar varias veces mis entrañas. Y mañana caminaré como si nada hubiese pasado, bajo el mismo sol que reluce para los justos y los pecadores. Estamos tan lejos de nosostros mismos, tan alejados de nuestra humanidad, mediatizados. La niebla unamuniana que todo lo "cura". Tristitia.

Y como este caso, los hay por decenas de millón: asesinatos a sangre fría donde las personas se quedan inmóviles por el miedo; asaltos violentos ante la mirada atónita e impersonal de cien espectadores; prostitución infantil a la vista de todo el público, y el público deja de existir voluntariamente; decapitaciones, linchamientos, infiernos… El universo debería enmudecer varios minutos.

Dejo aquí estás líneas, pues mi ánimo languidece y las lágrimas acuden copiosas a mis ojos. Espero que su sal logre purificarlos. Disculpa el desorden argumentativo, pero los párrafos son pasión pura.

Te deseo lo mejor, y en carta posterior me haré cargo de contarte sobre mi nuevo departamento (o piso, como le llaman ustedes) y de mi relación con Alejandra –cumplo el 15 de marzo tres años con ella–.


La paz sea contigo, M.


Eliseo.