miércoles, septiembre 30

Eros melancólico. Por Giorgio Agamben (1)


La misma tradición que asocia el temperamento melancólico con la poesía, la filosofía y el arte, le atribuye una exasperada inclinación al eros. Aristóteles, después de haber afirmado la vocación genial de los melancólicos, coloca de hecho la lujuria entre sus características esenciales:

El temperamento de la bilis negra ‑escribe‑ tiene la naturaleza del soplo… De aquí proviene el que, en general, los melancólicos sean depravados, porque también el acto venéreo tiene la naturaleza del soplo. La prueba es que el miembro viril se hincha de improviso porque se llena de viento.

A partir de ese momento, el desarreglo erótico figura entre los atributos tradicionales del humor negro (2); y si, análogamente, también al acidioso se le representa en los tratados medievales sobre los vicios como “φιλήδονς” y Alcuino puede decir de él que “se entorpece en los deseos carnales”, en la interpretación fuertemente moralizada de la teoría humoral de Hildegard von Bingen el Eros anormal del melancólico toma de plano el aspecto de una agitación sádica y salvaje:

[los melancólicos] tienen grandes huesos que contienen poca médula, la cual sin embargo arde con tanta fuerza, que éstos son incontinentes con las mujeres como víboras… son excesivos en la libido y sin medida con las mujeres como asnos, tanto, que si cesaran en esta depravación, fácilmente se volverían locos… su abrazo es odioso, tortuoso y mortífero como el de los lobos rapaces… tienen comercio con las mujeres, y no obstante les tienen odio (3).

Pero el nexo entre amor y melancolía había encontrado ya desde hacía tiempo su fundamento teórico en una tradición médica que constantemente considera amor y melancolía como enfermedades afines si es que no idénticas. En esta tradición, que aparece ya cumplidamente en el Viaticum del médico árabe Haly Abbas (que, a través de la traducción de Constantino Africano, influyó profundamente en la medicina europea medieval), el amor, que comparece con el nombre de amor hereos o amor heroycus, y la melancolía se catalogan entre las enfermedades de la mente en rúbricas contiguas (4) y a veces, como en el Speculum doctrínale de Vicente de Beauvais, figuran directamente en la misma rúbrica: “de melancolia nigra et canina et de amore qui oreos dicitur”. Es esta proximidad sustancial de la patología erótica y de la melancólica la que encuentra su expresión en el De amore de Ficino. El proceso mismo del enamoramiento se convierte aquí en el mecanismo que desquicia y subvierte el equilibrio humoral, mientras que, a la inversa, la empedernida inclinación contemplativa del melancólico lo empuja fatalmente a la pasión amorosa. La terca síntesis figural que resulta de ello, y que lleva a Eros a asumir los oscuros rasgos saturninos del más siniestro de los temperamentos, habría de seguir obrando durante siglos en las imágenes populares del enamorado melancólico, cuya caricatura enflaquecida y ambigua hace su aparición durante algún tiempo entre los emblemas del humor negro en el frontispicio de los tratados del siglo XVII sobre la melancolía:

Adondequiera que se dirija la asidua intención del alma, allí afluyen también los espíritus, que son el vehículo o los instrumentos del alma. Los espíritus son producidos en el corazón con la parte más sutil de la sangre. El alma del amante es arrastrada hacia la imagen del amado inscrita en la fantasía y hacia el amado mismo. Allá son atraídos también los espíritus y, en su vuelo obsesivo, se agotan. Por eso es necesario un constante re abastecimiento de sangre pura para recrear los espíritus consumidos, allí donde las partículas más delicadas y más transparentes de la sangre exhalan cada día para regenerar los espíritus. A causa de esto la sangre pura y clara se diluye y ya no queda más que sangre impura, espesa, árida y negra. Entonces el cuerpo se deseca y caduca, y los amantes se vuelven melancólicos. Es de hecho una sangre seca, espesa y negra la que produce la melancolía o bilis negra, que llena la cabeza con sus vapores, seca el cerebro y oprime sin descanso,día y noche, el alma con tétricas y espantosas visiones… Es por haber observado este fenómeno por lo que los médicos de la antigüedad afirmaron que el amor es una pasión cercana al morbo melancólico. El médico Rasis prescribe así, para curarse de él, el coito, el ayuno, la embriaguez, la marcha…(5)

En el mismo pasaje, el carácter propio del eros melancólico es identificado por Ficino con una dislocación y un abuso: “esto suele suceder”, escribe, “a aquellos que, abusando del amor, transforman lo que compete a la contemplación en deseo de abrazo”. La intención erótica que desencadena el desorden melancólico se presenta aquí como la que quiere poseer y tocar aquello que debería ser sólo objeto de contemplación, y el trágico desarreglo del temperamento saturnino encuentra así su raíz en la íntima contradicción de un gesto que quiere abrazar lo inasible. Es en esta perspectiva en la que se interpreta el pasaje de Enrique de Gante que Panofsky pone en relación con la imagen dureriana y según el cual los melancólicos, “no pueden concebir lo incorpóreo”, en cuanto tal, porque no saben “extender su inteligencia más allá del espacio y de la grandeza”. No se trata simplemente aquí, como se ha señalado, de un límite estático de la estructura mental de los melancólicos que los excluya de la esfera metafísica, sino más bien de un límite dialéctico que toma su sentido en relación con el impulso erótico de transgresión que transforma la intención contemplativa en “concupiscencia de abrazo”. Es decir que la incapacidad de concebir lo incorpóreo y el deseo de hacer de ello objeto de abrazo son las dos caras del mismo proceso, en el transcurso del cual la tradicional vocación contemplativa del melancólico se revela expuesta a un trastorno del deseo que la amenaza desde dentro (6).

Es curioso que esta constelación erótica de la melancolía haya escapado tan tenazmente a los estudiosos que han tratado de rastrear la genealogía y los significados de la Melancolía dureriana. Toda interpretación que prescinda de esa pertenencia fundamental del humor negro a la esfera del deseo erótico, por más que pueda descifrar una a una las figuras inscritas en su torno, está condenada a pasar de largo junto al misterio que se ha plasmado emblemáticamente en esa imagen. Sólo si se comprende que se sitúa bajo el signo de Eros es posible custodiar y a la vez revelar su secreto, cuya intención alegórica está enteramente subtendida en el espacio entre Eros y sus fantasmas.

Notas:

(1) Capítulo Tercero, extraído de “Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental”. Ed. Pre-textos. 1995. Versión original en italiano de 1977. Giulio Einaudi editore s. p. a., Torino

(2) La asociación entre melancolía, perversión sexual y eretismo figura todavía entre los síntomas de la melancolía en textos psiquiátricos modernos, como testimonio de la curiosa fijeza del síndrome atrabiliario a través del tiempo.

(3) Cause et curae, ed. Kaider, Leipzig, 1903, p. 73, 20 ss.

(4) Así, Arnaldo da Villanova (Liber de parte operativa, en Opera, Lugduni, 1532, fol. 123‑50) distingue cinco especies de alienatio; la tercera es la melancolía, la cuarta es “alienatio quam concomitatur immensa concupiscentia et irrationalis: et graece dicitur heroys… et vulgariter amor, et a medicis amor heroycus».

(5) M. FICINO, De amore, ed. crítica al cuidado de R. Marcel. París, 1956, VI. 9.

(6) En esta perspectiva, la “melancholia illa heroica” que Melanchton, en un pasaje del De anima que no había escapado a la atención de Warburg, atribuye a Durero, contiene verosímilmente una referencia a aquel amor heroycus que, según la tradición médica repetida por Ficino, era precisamente una especie de melancolía. Esta proximidad de amor y melancolía, según la medicina medieval, explica también el ingreso de Dame Merencolie en la poesía amorosa de los siglos XIII y XIV

martes, septiembre 8

Orígenes (segunda entrega).

Tristeza había posado su lerda mano en la cabeza del santo. Ahora la realidad se le presentaba sin mediación alguna ante los ojos. Los velos de esperanza con los que todos los días la vestía, se desgarraban. El viento le lamía el rostro y le enmarañaba, afanoso, el cabello; la arena hacía contacto en cien mil puntos con su piel. Los olores y los ruidos del desierto se filtraban pesadamente en su conciencia. La duración de las cosas comenzó a abrumarlo. Sintió su cuerpo. Lo inspeccionó con el alma: los golpes a destiempo del corazón, el leve escozor de los ojos por el humo de la fogata, el dolor quemante en la boca del estómago, las llagas en la lengua, aquélla vertebra en la espalda alta que le pellizcaba un nervio y la sutil termita que roía su cabeza día y noche. El doloroso presente de las cosas. El tiempo finito en la carne; el tiempo infinito en la materia: su férreo estar y haber estado siempre.

El asceta había dedicado un capítulo de su Tratado sobre la Oración a la acedia: sus síntomas, sus peligros y el modo de conjurarla. Había aprendido de su padre espiritual, Clemente de Alejandría, que el único lenitivo contra este enemigo del alma era la oración y la actividad continua y ordenada. Sin embargo, se encontraba perplejo. En una mano aferraba nerviosamente la vitela con el pulgar, el índice y el medio; en la otra, la pluma con la tinta ya petrificada. Llevaba la voluntad a las piernas, a los brazos, pero no lograba ningún movimiento.

Después de varios intentos, pudo levantarse. Sacudió la arena de sus muslos y rodillas y se dirigió a la cueva. Tomó su flauta de bambú de cuatro orificios, se colocó de pié frente al fuego y comenzó a tañer una hermosa melodía que la tradición atribuía a Policarpo de Esmirna. Su padre la interpretaba con frecuencia al atardecer. A los seis años le obsequió su primera flauta y le enseñó la melodía, advirtiéndole que había sido compuesta por el obispo de Esmirna para consolar a los cristianos que se dirigían junto con él al martirio. Esta aclaración de su padre le había impresionado con tal hondura, que había decidido sólo tocarla en momentos de especial angustia.

Las notas, sobrias y alentadoras, se deslizaban con gran sonoridad por el aire. Cada una de ellas acompañaba a los instantes, dotándoles, con su belleza, de un momento de eternidad. La música vibraba en sus oídos, dulcificando su tristeza hasta convertirla en vaga nostalgia. El cuerpo comenzaba a distenderse; el ritmo de la música se comunicó a la espalda, el cuello, los hombros, las piernas: el asceta comenzó a danzar al son de la flauta. No obstante los pesados años que encorvaban su espalda, sus movimientos eran de una armonía felina. El asceta terminó la catarsis extendiendo con su aliento la vida de la última nota lo más que pudo.

Se acercó al oasis y bañó de luna su rostro. Se tranquilizó. Rezó. Fue por más hojarasca a su celda para avivar el fuego. También tomó el libro de los salmos y una vitela nueva. Por la posición de la luna pudo calcular que amanecería pronto.

(La acometida, al menos ahora, había terminado; mas Tristeza y su compacto ejército lo cernían a la distancia.)

El santo había decidido proseguir con la traducción de los Salmos para ocupar sus sentidos. Revisó las traducciones que había hecho el día anterior. Paró sus cansadas mientes en el salmo 12: “¿Hasta cuándo Señor? ¿Te olvidaste de mí de todo en todo? ¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro? ¿Hasta cuándo revolveré dolores en mi alma, pena en mi corazón diariamente? ¿Hasta cuándo sobre mí se alzarán mis enemigos?...” Pensó en David, en sus pecados, en sus despropósitos. Pidió prestadas sus manos, rezó con él: “Ya he puesto en tu misericordia mi esperanza. Mi corazón exulte por tu auxilio, y cante yo al Señor, que me da bienes.”

¿Pero no era su esperanza más denodada que la del sabio rey? La suya no sólo esperaba por la salvación de su alma, sino por la de todos los hombres. ¿No exigía su esperanza una misericordia más grande que la añorada por el rey David? ¿Acaso no era más propio esperar en la misericordia divina con una oración venida del “nosotros”, una oración cristiana?: “venga a nosotros tu reino…, perdona nuestras ofensas…, el pan nuestro de cada día dánoslo hoy…, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.” ¿No era el nosotros únicamente posible por la encarnación del Verbo? ¿No era la comunión y el amor el nuevo logos de todo el universo?

Dijo en alto: “Que todos seamos uno, Padre, como yo soy uno en ti, y tú uno en mí, así sean ellos en nosotros, para que crea el mundo que tú me has enviado… Yo en ellos y tú en mí, a fin de que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me has enviado y los has amado como tú me amaste”.

Abandonó por un momento su labor de traducción y tomó la vitela que había lijado. Empapó la pluma en la tinta púrpura. Escribió apresuradamente:

El destino del hombre no es un destino aislado, es un destino común: un destino en la comunión, en la unidad.”

Leyó la idea en voz baja. Sabía que este párrafo era el inicio de un capítulo que él no se había propuesto escribir. Puso por título, en la parte superior de la vitela: Capítulo 6: “En el fin o en la consumación”. El orto comenzaba a desterrar las tinieblas nocturnas: el asceta había pasado la prueba.

Ese día no escribió ni una línea más en su De principiis. No se dedicó más que a seguir traduciendo hasta el final de la hora sexta, cuando el hambre obnubiló todas sus facultades intelectuales. Asó una pequeña serpiente y la acompañó con una hemina de agua endulzada con la miel que los dátiles exudaban. Ejercitó su cuerpo durante la mitad de tiempo de la hora nona; la otra mitad la ocupó para bañarse. Poco antes de las vísperas, tomó el aceite ceremonial de romero y marcó su pecho, las manos, el cuello y la frente con la señal de la Cruz. Sacudió la toga y se la colocó, ciñéndola con una cuerda que había hecho con fibras de palmera real. Tomó un vaso de madera que tenía labrado la imagen del Buen Pastor y lo llenó con el vino dulce que hacía una semana le había traído de Cartago uno de sus discípulos predilectos, Cipriano. Colocó el cáliz en una piedra plana que estaba cerca de su morada. Abrió un cofre de madera donde guardaba los panes de harina de trigo que cocía una vez a la semana, el día del Señor, y en cuya tapa se podía leer: “Porque desde donde sale el sol hasta su ocaso, mi nombre es grande entre los pueblos y en todo lugar se sacrifica y se ofrece a mi nombre una oblación pura. Mal 1, 11”. Tomó uno y lo colocó a un lado del cáliz. Imponiendo las manos sobre éste último, pronunció estas palabras: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David tu siervo, la que nos diste a conocer a nosotros por medio de Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos”. Y luego, sobre el trozo de pan: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento, que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos. Como este fragmento estaba disperso sobre los montes, y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, por los siglos.”

Una vez pronunciadas las fórmulas, el santo comió y bebió el pan y el vino eucaristizados. Sabía que a pesar de estar solo, en su carne, por la carne del Señor, estaba la humanidad entera. Después de cenar, pronunció la acción de gracias: “Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre que hiciste morar en nuestros corazones, y por el conocimiento, la fe y la inmortalidad que nos has dado a conocer por Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos. Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y hacerla perfecta en tu caridad, y congrégala desde los cuatro vientos, santificada, en tu reino que le has preparado. Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos. Venga la gracia y pase este mundo. Hosanna al Dios de David. El que sea santo, que se acerque. El que no lo es, que se arrepienta. Marán athá. Amén.” Se sintió reconfortado. Lavó el cáliz con agua y un paño de lino, mismo que utilizó para sacudir el polvo desértico del cofre. A penas apoyó la cabeza en el duro suelo de su morada, el sueño lo dejó inconsciente. Durmió sin soñar.