La vida oculta del amor
"Engañarse a sí mismo en el amor es lo más espantoso que puede ocurrir, constituye una pérdida eterna, de la que no se compensa uno ni en el tiempo ni en la eternidad. Normalmente, cuando se habla de engaños en las cosas del amor, por muy varios que sean los casos, el engañado, a pesar de todo, se relaciona con el amor, y el engaño consiste solamente en que éste no estaba donde se pensaba; sin embargo, el que se engaña a sí mismo se ha excluido a sí mismo, cerrándose al amor. También se habla de si la vida le engañó o de si fue engañado durante su vida; pero la pérdida de quien impostoramente se engañó a sí mismo en el vivir constituye una pérdida irreparable. La eternidad puede reservar una compensación generosa incluso para aquel a quien la vida engañó a lo largo de toda su vida; mas el que se engaña a sí mismo se ha impedido él mismo la ganancia de lo eterno.
Quien, precisamente a causa de su amor, resultara víctima del engaño humano, ¡oh, qué habrá, con todo y con eso, perdido en rigor, cuando en la eternidad se revele que el amor permanece y el engaño ha cesado! En cambio, quien –con ingenio- se engañó a sí mismo, metiéndose con sagacidad en las redes de la sensatez, ¡ay!, por más que a lo largo de toda su vida se considerara feliz en su imaginación, ¡qué no habrá perdido sin embargo cuando en la eternidad se revele que se había engañado a sí mismo! Puede que un ser humano, en la temporalidad, consiga prescindir del amor; quizá consiga que el tiempo vaya escapando sin descubrir el autoengaño; quizá consiga, cosa espantosa, permanecer en una quimera jactándose de estar en el amor; pero en la eternidad no podrá prescindir del amor, ni dejará de descubrir que desperdició todo. ¡Qué seria es la existencia! ¡Y lo más espantoso es precisamente cuando ella, como castigo, permite al consejero de sí mismo que se aconseje, de suerte que le permite ir viviendo, orgulloso de estar engañado, hasta que un día le sea permitido reconocer la verdad: que se engañó a sí mismo por toda la eternidad! Verdaderamente, la eternidad no se deja burlar; más bien ella es la que, sin tener que echar mano de la violencia, emplea todopoderosa una pizca de burla para castigar terriblemente al atrevido. Porque ¿qué es aquello que une lo temporal con la eternidad, qué otra sino el amor, que cabalmente por eso existe antes que todo y permanecerá cuando todo haya pasado? Mas precisamente porque el amor es de esta manera el lazo de la eternidad, y cabalmente porque la temporalidad y la eternidad son heterogéneas, por eso a la sagacidad terrena de la temporalidad puede parecerle el amor una carga, y por lo mismo, en la temporalidad, puede parecerle al sensual un enorme alivio el arrojar de sí ese lazo de la eternidad.
El que se ha engañado a sí mismo seguramente opina que puede consolarse, que, desde luego, ha hecho mucho más que vencer; en su presunción de insensato se le oculta cuán desconsolada es su vida. No le negaremos que él “ha cesado de estar afligido”; mas ¿de qué le servirá eso si su salvación cabalmente consistirá en comenzar a afligirse en serio por sí mismo? Quizá el que se ha engañado a sí mismo opina incluso que es capaz de consolar a los que fueron víctimas del engaño de la infidelidad; pero ¡qué insensatez que quien se ha averiado respecto a lo eterno pretenda sanar a aquel que, a lo sumo, estará enfermo hasta la muerte! Todavía más, el que se ha engañado a sí mismo quizá opine, mediante una extraña contradicción, que es compasivo con el desdichadamente engañado. Mas si tomas en consideración su discurso consolador y su sabiduría salutísfera, entonces conocerás el amor por los frutos: por la amargura de la burla, por la cortante racionalidad, por el venenoso aliento de la desconfianza, por la recia frialdad del endurecimiento; es decir, por los frutos será posible conocer que dentro no hay amor ninguno.
Uno conoce el árbol por los frutos. “No se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos” (Mateo 7, 16). Si pretendes recogerlos de ahí, entonces no solamente recogerás en vano, sino que las espinas habrán de enseñarte que recoges en vano. Pues cada árbol se conoce por su fruto propio. También es posible, sin duda, que haya dos frutos que se asemejen muchísimo, siendo uno sano y sabroso, y el otro agrio y venenoso; también puede darse el caso de que el venenoso sea muy sabroso y que el sano sea algo amargo. Así también se conoce el amor por su fruto propio. Si uno se equivoca, ello se deberá o a que no se conocen los frutos, o a que en un caso concreto no se acierta a distinguirlos rectamente. Como se equivoca el que llama amor a lo que en rigor es amor de sí: cuando se asegura bien alto que no puede vivir sin la persona amada, mientras no quiere saber nada acerca de que la tarea y la exigencia del amor consisten en negarse a sí mismo y renunciar a ese amor de sí de la pasión amorosa. O bien, como se equivoca el que da el nombre de amor a lo que es ligera condescendencia, da el nombre de amor a lo que no es sino depravada blandenguería, o unión dañina, o conducta vanidosa, o vinculaciones del enfermo de sí, o sobornos del lisonjeo, o pareceres del instante, o relaciones de la temporalidad. Desde que existe una flor que se llama flor de la eternidad, pero también se da, cosa bastante extraña, cierta flor llamada siempreviva, que, como todas las flores perecederas, solamente florece durante un determinado periodo del año: ¡qué equivocación llamar a esa última flor de la eternidad! Y qué decepcionante resulta el instante de la floración. Pero como cada árbol se conoce por su fruto propio, así también el amor se conocerá por el suyo, y aquel amor del que habla el cristianismo se conocerá por su fruto propio: porque lleva en sí la verdadera eternidad. Todo otro amor, ya sea aquel que, hablando humanamente, pronto se marchita y cambia, ya sea aquel que se mantiene amable durante la estación de la temporalidad, es sin embargo pasajero, solamente florece. Esto es cabalmente lo que tiene de endeble y melancólico, bien sea que florezca por una hora o durante setenta años, solamente florece; en cambio, el amor cristiano es eterno. Por eso, a nadie que se comprenda a sí mismo se le ocurrirá decir del amor cristiano que florece; ni a ningún poeta, de comprenderse íntimamente, se le ocurrirá cantarlo. Pues lo que canta el poeta ha de encerrar esa melancolía que es el enigma de su propia vida: ha de florecer y, ¡ay!, tiene que perecer. Pero el amor cristiano permanece y por ello precisamente es; pues lo que perece florece, y lo que florece perece, mas lo que es no puede ser cantado, tiene que ser creído y tiene que vivirse.
Cuando se dice que el amor se conoce por los frutos, se está diciendo a la par que el amor mismo en cierto sentido se halla en lo celado, y por lo mismo sólo puede ser conocido por los frutos que lo revelan. Esto es cabalmente el caso. Toda vida, e igualmente la del amor, está oculta en cuanto tal, pero se revela en otra cosa. La vida de la planta está oculta, el fruto es la revelación; la vida del pensamiento está oculta, la expresión hablada es aquello que revela. Por eso, las palabras sagradas que hemos citado hablan simultáneamente de dos cosas, aun cuando hablen de una de ellas sólo de manera celada; en la declaración está contenido un pensamiento de manera evidente, pero además está contenido otro de manera celada."
Kierkegaard, Las obras del amor (Sígueme, Salamanca, 2006, pp. 21-25).