jueves, diciembre 3

Carl Schmitt dixit:


Nietzsche, con su voluntad de poder, representa la cima de la más miserable falta de gusto y estupidez existencial.

jueves, noviembre 12

Apocalipsis.

miércoles, noviembre 11

miércoles, septiembre 30

Eros melancólico. Por Giorgio Agamben (1)


La misma tradición que asocia el temperamento melancólico con la poesía, la filosofía y el arte, le atribuye una exasperada inclinación al eros. Aristóteles, después de haber afirmado la vocación genial de los melancólicos, coloca de hecho la lujuria entre sus características esenciales:

El temperamento de la bilis negra ‑escribe‑ tiene la naturaleza del soplo… De aquí proviene el que, en general, los melancólicos sean depravados, porque también el acto venéreo tiene la naturaleza del soplo. La prueba es que el miembro viril se hincha de improviso porque se llena de viento.

A partir de ese momento, el desarreglo erótico figura entre los atributos tradicionales del humor negro (2); y si, análogamente, también al acidioso se le representa en los tratados medievales sobre los vicios como “φιλήδονς” y Alcuino puede decir de él que “se entorpece en los deseos carnales”, en la interpretación fuertemente moralizada de la teoría humoral de Hildegard von Bingen el Eros anormal del melancólico toma de plano el aspecto de una agitación sádica y salvaje:

[los melancólicos] tienen grandes huesos que contienen poca médula, la cual sin embargo arde con tanta fuerza, que éstos son incontinentes con las mujeres como víboras… son excesivos en la libido y sin medida con las mujeres como asnos, tanto, que si cesaran en esta depravación, fácilmente se volverían locos… su abrazo es odioso, tortuoso y mortífero como el de los lobos rapaces… tienen comercio con las mujeres, y no obstante les tienen odio (3).

Pero el nexo entre amor y melancolía había encontrado ya desde hacía tiempo su fundamento teórico en una tradición médica que constantemente considera amor y melancolía como enfermedades afines si es que no idénticas. En esta tradición, que aparece ya cumplidamente en el Viaticum del médico árabe Haly Abbas (que, a través de la traducción de Constantino Africano, influyó profundamente en la medicina europea medieval), el amor, que comparece con el nombre de amor hereos o amor heroycus, y la melancolía se catalogan entre las enfermedades de la mente en rúbricas contiguas (4) y a veces, como en el Speculum doctrínale de Vicente de Beauvais, figuran directamente en la misma rúbrica: “de melancolia nigra et canina et de amore qui oreos dicitur”. Es esta proximidad sustancial de la patología erótica y de la melancólica la que encuentra su expresión en el De amore de Ficino. El proceso mismo del enamoramiento se convierte aquí en el mecanismo que desquicia y subvierte el equilibrio humoral, mientras que, a la inversa, la empedernida inclinación contemplativa del melancólico lo empuja fatalmente a la pasión amorosa. La terca síntesis figural que resulta de ello, y que lleva a Eros a asumir los oscuros rasgos saturninos del más siniestro de los temperamentos, habría de seguir obrando durante siglos en las imágenes populares del enamorado melancólico, cuya caricatura enflaquecida y ambigua hace su aparición durante algún tiempo entre los emblemas del humor negro en el frontispicio de los tratados del siglo XVII sobre la melancolía:

Adondequiera que se dirija la asidua intención del alma, allí afluyen también los espíritus, que son el vehículo o los instrumentos del alma. Los espíritus son producidos en el corazón con la parte más sutil de la sangre. El alma del amante es arrastrada hacia la imagen del amado inscrita en la fantasía y hacia el amado mismo. Allá son atraídos también los espíritus y, en su vuelo obsesivo, se agotan. Por eso es necesario un constante re abastecimiento de sangre pura para recrear los espíritus consumidos, allí donde las partículas más delicadas y más transparentes de la sangre exhalan cada día para regenerar los espíritus. A causa de esto la sangre pura y clara se diluye y ya no queda más que sangre impura, espesa, árida y negra. Entonces el cuerpo se deseca y caduca, y los amantes se vuelven melancólicos. Es de hecho una sangre seca, espesa y negra la que produce la melancolía o bilis negra, que llena la cabeza con sus vapores, seca el cerebro y oprime sin descanso,día y noche, el alma con tétricas y espantosas visiones… Es por haber observado este fenómeno por lo que los médicos de la antigüedad afirmaron que el amor es una pasión cercana al morbo melancólico. El médico Rasis prescribe así, para curarse de él, el coito, el ayuno, la embriaguez, la marcha…(5)

En el mismo pasaje, el carácter propio del eros melancólico es identificado por Ficino con una dislocación y un abuso: “esto suele suceder”, escribe, “a aquellos que, abusando del amor, transforman lo que compete a la contemplación en deseo de abrazo”. La intención erótica que desencadena el desorden melancólico se presenta aquí como la que quiere poseer y tocar aquello que debería ser sólo objeto de contemplación, y el trágico desarreglo del temperamento saturnino encuentra así su raíz en la íntima contradicción de un gesto que quiere abrazar lo inasible. Es en esta perspectiva en la que se interpreta el pasaje de Enrique de Gante que Panofsky pone en relación con la imagen dureriana y según el cual los melancólicos, “no pueden concebir lo incorpóreo”, en cuanto tal, porque no saben “extender su inteligencia más allá del espacio y de la grandeza”. No se trata simplemente aquí, como se ha señalado, de un límite estático de la estructura mental de los melancólicos que los excluya de la esfera metafísica, sino más bien de un límite dialéctico que toma su sentido en relación con el impulso erótico de transgresión que transforma la intención contemplativa en “concupiscencia de abrazo”. Es decir que la incapacidad de concebir lo incorpóreo y el deseo de hacer de ello objeto de abrazo son las dos caras del mismo proceso, en el transcurso del cual la tradicional vocación contemplativa del melancólico se revela expuesta a un trastorno del deseo que la amenaza desde dentro (6).

Es curioso que esta constelación erótica de la melancolía haya escapado tan tenazmente a los estudiosos que han tratado de rastrear la genealogía y los significados de la Melancolía dureriana. Toda interpretación que prescinda de esa pertenencia fundamental del humor negro a la esfera del deseo erótico, por más que pueda descifrar una a una las figuras inscritas en su torno, está condenada a pasar de largo junto al misterio que se ha plasmado emblemáticamente en esa imagen. Sólo si se comprende que se sitúa bajo el signo de Eros es posible custodiar y a la vez revelar su secreto, cuya intención alegórica está enteramente subtendida en el espacio entre Eros y sus fantasmas.

Notas:

(1) Capítulo Tercero, extraído de “Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental”. Ed. Pre-textos. 1995. Versión original en italiano de 1977. Giulio Einaudi editore s. p. a., Torino

(2) La asociación entre melancolía, perversión sexual y eretismo figura todavía entre los síntomas de la melancolía en textos psiquiátricos modernos, como testimonio de la curiosa fijeza del síndrome atrabiliario a través del tiempo.

(3) Cause et curae, ed. Kaider, Leipzig, 1903, p. 73, 20 ss.

(4) Así, Arnaldo da Villanova (Liber de parte operativa, en Opera, Lugduni, 1532, fol. 123‑50) distingue cinco especies de alienatio; la tercera es la melancolía, la cuarta es “alienatio quam concomitatur immensa concupiscentia et irrationalis: et graece dicitur heroys… et vulgariter amor, et a medicis amor heroycus».

(5) M. FICINO, De amore, ed. crítica al cuidado de R. Marcel. París, 1956, VI. 9.

(6) En esta perspectiva, la “melancholia illa heroica” que Melanchton, en un pasaje del De anima que no había escapado a la atención de Warburg, atribuye a Durero, contiene verosímilmente una referencia a aquel amor heroycus que, según la tradición médica repetida por Ficino, era precisamente una especie de melancolía. Esta proximidad de amor y melancolía, según la medicina medieval, explica también el ingreso de Dame Merencolie en la poesía amorosa de los siglos XIII y XIV

martes, septiembre 8

Orígenes (segunda entrega).

Tristeza había posado su lerda mano en la cabeza del santo. Ahora la realidad se le presentaba sin mediación alguna ante los ojos. Los velos de esperanza con los que todos los días la vestía, se desgarraban. El viento le lamía el rostro y le enmarañaba, afanoso, el cabello; la arena hacía contacto en cien mil puntos con su piel. Los olores y los ruidos del desierto se filtraban pesadamente en su conciencia. La duración de las cosas comenzó a abrumarlo. Sintió su cuerpo. Lo inspeccionó con el alma: los golpes a destiempo del corazón, el leve escozor de los ojos por el humo de la fogata, el dolor quemante en la boca del estómago, las llagas en la lengua, aquélla vertebra en la espalda alta que le pellizcaba un nervio y la sutil termita que roía su cabeza día y noche. El doloroso presente de las cosas. El tiempo finito en la carne; el tiempo infinito en la materia: su férreo estar y haber estado siempre.

El asceta había dedicado un capítulo de su Tratado sobre la Oración a la acedia: sus síntomas, sus peligros y el modo de conjurarla. Había aprendido de su padre espiritual, Clemente de Alejandría, que el único lenitivo contra este enemigo del alma era la oración y la actividad continua y ordenada. Sin embargo, se encontraba perplejo. En una mano aferraba nerviosamente la vitela con el pulgar, el índice y el medio; en la otra, la pluma con la tinta ya petrificada. Llevaba la voluntad a las piernas, a los brazos, pero no lograba ningún movimiento.

Después de varios intentos, pudo levantarse. Sacudió la arena de sus muslos y rodillas y se dirigió a la cueva. Tomó su flauta de bambú de cuatro orificios, se colocó de pié frente al fuego y comenzó a tañer una hermosa melodía que la tradición atribuía a Policarpo de Esmirna. Su padre la interpretaba con frecuencia al atardecer. A los seis años le obsequió su primera flauta y le enseñó la melodía, advirtiéndole que había sido compuesta por el obispo de Esmirna para consolar a los cristianos que se dirigían junto con él al martirio. Esta aclaración de su padre le había impresionado con tal hondura, que había decidido sólo tocarla en momentos de especial angustia.

Las notas, sobrias y alentadoras, se deslizaban con gran sonoridad por el aire. Cada una de ellas acompañaba a los instantes, dotándoles, con su belleza, de un momento de eternidad. La música vibraba en sus oídos, dulcificando su tristeza hasta convertirla en vaga nostalgia. El cuerpo comenzaba a distenderse; el ritmo de la música se comunicó a la espalda, el cuello, los hombros, las piernas: el asceta comenzó a danzar al son de la flauta. No obstante los pesados años que encorvaban su espalda, sus movimientos eran de una armonía felina. El asceta terminó la catarsis extendiendo con su aliento la vida de la última nota lo más que pudo.

Se acercó al oasis y bañó de luna su rostro. Se tranquilizó. Rezó. Fue por más hojarasca a su celda para avivar el fuego. También tomó el libro de los salmos y una vitela nueva. Por la posición de la luna pudo calcular que amanecería pronto.

(La acometida, al menos ahora, había terminado; mas Tristeza y su compacto ejército lo cernían a la distancia.)

El santo había decidido proseguir con la traducción de los Salmos para ocupar sus sentidos. Revisó las traducciones que había hecho el día anterior. Paró sus cansadas mientes en el salmo 12: “¿Hasta cuándo Señor? ¿Te olvidaste de mí de todo en todo? ¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro? ¿Hasta cuándo revolveré dolores en mi alma, pena en mi corazón diariamente? ¿Hasta cuándo sobre mí se alzarán mis enemigos?...” Pensó en David, en sus pecados, en sus despropósitos. Pidió prestadas sus manos, rezó con él: “Ya he puesto en tu misericordia mi esperanza. Mi corazón exulte por tu auxilio, y cante yo al Señor, que me da bienes.”

¿Pero no era su esperanza más denodada que la del sabio rey? La suya no sólo esperaba por la salvación de su alma, sino por la de todos los hombres. ¿No exigía su esperanza una misericordia más grande que la añorada por el rey David? ¿Acaso no era más propio esperar en la misericordia divina con una oración venida del “nosotros”, una oración cristiana?: “venga a nosotros tu reino…, perdona nuestras ofensas…, el pan nuestro de cada día dánoslo hoy…, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.” ¿No era el nosotros únicamente posible por la encarnación del Verbo? ¿No era la comunión y el amor el nuevo logos de todo el universo?

Dijo en alto: “Que todos seamos uno, Padre, como yo soy uno en ti, y tú uno en mí, así sean ellos en nosotros, para que crea el mundo que tú me has enviado… Yo en ellos y tú en mí, a fin de que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me has enviado y los has amado como tú me amaste”.

Abandonó por un momento su labor de traducción y tomó la vitela que había lijado. Empapó la pluma en la tinta púrpura. Escribió apresuradamente:

El destino del hombre no es un destino aislado, es un destino común: un destino en la comunión, en la unidad.”

Leyó la idea en voz baja. Sabía que este párrafo era el inicio de un capítulo que él no se había propuesto escribir. Puso por título, en la parte superior de la vitela: Capítulo 6: “En el fin o en la consumación”. El orto comenzaba a desterrar las tinieblas nocturnas: el asceta había pasado la prueba.

Ese día no escribió ni una línea más en su De principiis. No se dedicó más que a seguir traduciendo hasta el final de la hora sexta, cuando el hambre obnubiló todas sus facultades intelectuales. Asó una pequeña serpiente y la acompañó con una hemina de agua endulzada con la miel que los dátiles exudaban. Ejercitó su cuerpo durante la mitad de tiempo de la hora nona; la otra mitad la ocupó para bañarse. Poco antes de las vísperas, tomó el aceite ceremonial de romero y marcó su pecho, las manos, el cuello y la frente con la señal de la Cruz. Sacudió la toga y se la colocó, ciñéndola con una cuerda que había hecho con fibras de palmera real. Tomó un vaso de madera que tenía labrado la imagen del Buen Pastor y lo llenó con el vino dulce que hacía una semana le había traído de Cartago uno de sus discípulos predilectos, Cipriano. Colocó el cáliz en una piedra plana que estaba cerca de su morada. Abrió un cofre de madera donde guardaba los panes de harina de trigo que cocía una vez a la semana, el día del Señor, y en cuya tapa se podía leer: “Porque desde donde sale el sol hasta su ocaso, mi nombre es grande entre los pueblos y en todo lugar se sacrifica y se ofrece a mi nombre una oblación pura. Mal 1, 11”. Tomó uno y lo colocó a un lado del cáliz. Imponiendo las manos sobre éste último, pronunció estas palabras: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David tu siervo, la que nos diste a conocer a nosotros por medio de Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos”. Y luego, sobre el trozo de pan: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento, que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos. Como este fragmento estaba disperso sobre los montes, y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, por los siglos.”

Una vez pronunciadas las fórmulas, el santo comió y bebió el pan y el vino eucaristizados. Sabía que a pesar de estar solo, en su carne, por la carne del Señor, estaba la humanidad entera. Después de cenar, pronunció la acción de gracias: “Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre que hiciste morar en nuestros corazones, y por el conocimiento, la fe y la inmortalidad que nos has dado a conocer por Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos. Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y hacerla perfecta en tu caridad, y congrégala desde los cuatro vientos, santificada, en tu reino que le has preparado. Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos. Venga la gracia y pase este mundo. Hosanna al Dios de David. El que sea santo, que se acerque. El que no lo es, que se arrepienta. Marán athá. Amén.” Se sintió reconfortado. Lavó el cáliz con agua y un paño de lino, mismo que utilizó para sacudir el polvo desértico del cofre. A penas apoyó la cabeza en el duro suelo de su morada, el sueño lo dejó inconsciente. Durmió sin soñar.

miércoles, agosto 26

Orígenes (primera entrega).

El asceta se levantó. El alba despuntaba y su escuálida sombra comenzaba a dibujarse en el fondo de la cueva. Besó el suelo, se arrodilló con dirección al este y rezó el Akathistos. Se puso de pié y, con las manos cruzadas sobre el pecho, recitó en copto el salmo 50. Salió al encuentro con el desierto, que a esa hora (la octava media hora) todavía mostraba cierta piedad. Se acercó al oasis y lavó con ternura su barba y su largo cabello. El pecho y los sobacos después. Tomó agua con recato. Mojó sus pies, ahora convertidos en almohadillas de animal salvaje. Postrado al lado del oasis, mientras el sol consumía el agua en sus carnes, rezó el padrenuestro en varias lenguas.

(La cara es tierra arcillosa fracturada en infinitas líneas por los incisivos punzones del sol. Las manos son arbustos crispados y las barbas, liquen de bosque umbrío. Las piernas arqueadas son raíces secas que sostienen el flaco tronco. Los labios están cuarteados por las zanjas del arado)

Sintió la soledad y el calor del desierto; sintió la soledad y el calor aún más injurioso del desierto interior. Hacía tres años que vagaba por las abrasadoras dunas, que comía raíces y reptiles, que dormía apretando involuntariamente la mandíbula y chirriando los dientes, que tenía raros sueños que provocaban la efusión involuntaria de su simiente; hacia dos que su fe sólo descansaba en un puro querer creer. El Señor lo había abandonado y, a pesar de reconocer la prueba, comenzaba a dudar de su fuerza.

Tomó un puñado de arena y vio con nostalgia la representación del infinito en los minúsculos granos que escapaban de sus manos. El infinito de lo mismo lo aterraba. Su rutina, puesta entre dos espejos, le parecía más insoportable que la Gehena. Si no había Paraíso, todo su dolor, su mérito, serían absurdos, infinitamente absurdos. Se había lanzado al desierto con el afán de la Perfección, mas el progreso espiritual –había llegado a comprender– siempre estaba un paso adelante de su vida.

Regresó a la cueva y limpió el suelo con una rama seca de palmera. Se sentó en una piedra, tomó un cuenco repleto de dátiles y comió un par. Tomó la vieja toga blanca –de sus años de profesor de catecúmenos en Alejandría– y la puso en el enjuto cuerpo. Hacía tiempo que ya no usaba las sandalias. Tocó distraídamente sus hinojos y se sorprendió de lo duros y resecos que estaban: parecían dos piedras devoradas por musgo grisáceo. Los rayos del Sol ya bañaban todas las paredes de la cueva; era hora del estudio. Se dirigió a la zona más profunda de la gruta y retiró la enorme tela que cubría un monte informe de libros. La extendió en el suelo, lo más cerca de la entrada, y acomodó seis libros en ella. Movió el corazón hacia el Señor y repitió de memoria el capítulo primero del Evangelio de San Juan. Tocó su frente, sus ojos, sus labios, su corazón y comenzó a traducir los primeros Salmos del rey David del hebreo al griego. Cada vez que terminaba uno, comparaba su versión con la de Aquila de Sinope. Se dedicó todo el día a esta labor. Tenía pensado terminar su Hexapala a más tardar en siete lunas nuevas, y para esto necesitaba una gran disciplina y concentración. Cenó con los últimos rayos del crepúsculo un par de dátiles, una mezcla de raíces de arbustos y un vaso de savia de cacto con agua. Recitó de memoria pasajes de la primera carta San Juan y, cuando acabó, se quito la toga, la sacudió y se echó a dormir desnudo sobre ella.

Esa noche soñó que caminaba por una bella playa de Cesárea de Palestina en compañía de su maestro, Ammonio Saccas. El agua del Mediterráneo llegaba perezosa a sus pies y el Sol penetraba sus espesas barbas, dejando algunos fragmentos estelares que titilaban por unos instantes. Tomó con familiaridad el brazo del maestro y le preguntó: “¿Hay un Todopoderoso?” El onírico personaje respondió casi al instante y sin turbarse: “No lo hay”. El asceta volvió a preguntar: “¿Existe un Todopoderoso?” La respuesta volvió a ser rápida y reposada: “No existe”. Siguieron caminando en silencio con paso firme durante algún tiempo. El santo soltó intempestivamente a su viejo amigo y se fue a refugiar a las piedras en forma de vientre abierto de un despeñadero que hundía su fundamento en el mar. Lloró. Odió a su maestro. Sintió miedo de la oscuridad.

Al despertar, notó un sabor metálico en la boca. Escupió sobre su mano, la acercó a los lechosos rayos lunares y pudo observar el color rosado de su saliva: había apretado con tal fuerza la mandíbula que las encías le sangraban. Se levantó y rezó el salmo 50. Era media noche y el frío le atería los músculos. Buscó su piel de cordero y la puso sobre sus breves carnes. Salió de la cueva y contempló el desierto, embebido de luna. Una tristeza amarga le invadió; sintió las cálidas gotas salinas por sus mejillas, las cuales dejaron un recorrido tibio en su rostro hasta perderse en el laberinto de la barba. Rasco su pecho, arrancando algunos sonidos de madera crepitante. Hipnotizado por el olor calizo de la arena, se sentó en el suelo y, con la cabeza inclinada de lado, miraba sin ver. El sopor quería vencerlo, pero el viento helado le mordía los riñones. La luna resplandecía en la parte alta de su cabeza, donde el pelo escaseaba y el lustroso cráneo comenzaba a convertirse en un espejo de luz. Vista de perfil, la figura del asceta, recortada por una finísima línea plateada contra el fondo obscuro de la cueva, era de una bella debilidad.

Finalmente decidió levantarse. Se acercó al oasis y bebió dos sorbos de agua. Sabía que el sueño, una vez que lo había abandonado, no volvería hasta la noche siguiente, así que decidió hacer una fogata y seguir escribiendo su libro De principiis. Tomó el pedernal, algunas ramas secas de palmera que apilaba en su cueva y un poco de aceite de la lámpara. El fuego abrasó la hojarasca en un santiamén, proporcionando buena luz y calor al santo.

Fue a buscar la fina tinta de murex que le había regalado uno de sus discípulos de Alejandría, mojó con delicado movimiento el cálamo biselado de una pluma de cisne y anotó con hermosas letras púrpuras en una vitela nueva:

Dios conoce indefectiblemente el futuro del hombre, por lo que éste se encuentra predestinado a la salvación o a la condenación. Preexiste en la mente de su Creador como salvo o como anatema.

Hay, pues, una doble predestinación: el infierno o el cielo. Un número determinado de hombres se encuentra sufriendo las penas eternas del Tártaro y un número determinado de hombres goza de las delicias infinitas del Divino Rostro.

“¿Cómo es posible–se dijo el asceta– que Dios cree a seres predestinados a la condenación eterna? ¿Hemos de vivir cargando la insoportable certeza de que algunos hermanos se han condenado y sufren por toda la eternidad? ¿Hemos de tener alegría en nuestro paso por esta tierra, sabiendo que gente querida por nosotros sufre lo indecible por los siglos de los siglos?¿Podemos contemplar sin rastro de preocupación el sublime rostro del Señor, mientras el hermano desespera perpetuamente en el Lago de Fuego?”

Tomó inmediatamente la lija de piedra y talló, hasta hacerlo desaparecer, el texto que acababa de escribir. Era la primera vez que borraba un párrafo entero.

Gruesas gotas de sudor, nacidas en el cuero cabelludo, corrían por la frente del santo hasta toparse con las hondas arrugas, en donde se distribuían verticalmente. El incendio comunicaba una luz intensa y un calor casi insoportable. El cráneo destellaba en la parte frontal, tras el sutil velo de cabello. Los ojos, casi cerrados por el peso de los párpados superiores, reflejaban dos pequeños fuegos. No se sentía bien: tenía una extraña taquicardia y escalofríos le recorrían la espina dorsal.

“El Señor no vendrá ni hoy ni mañana –pensó el santo–. La Parusía se ha dilatado demasiado; nuestra esperanza no puede estar fincada en estos cielos y en esta tierra. Nuestra esperanza, entonces, ha de incluir a todas las generaciones de hombres que vendrán después de nosotros, y que serán muchas. El Señor no ha venido en estos días y quién sabe cuándo decida hacerlo…”

La cavilación del santo se vio repentinamente interrumpida por una memoria–el azar da los pensamientos y el azar los quita–: recordó a los jóvenes catecúmenos que le habían sido encomendados para instruirlos en el Credo de Cristo. “Hijitos –les decía–, prepárense, pues el Señor prometió su advenimiento en un breve tiempo. Estén atentos y con suficiente aceite para sus lámparas. Verán al Cristo descender en su Gloria, al Cordero degollado separando a los suyos de los cabritos. Aquéllos vivirán para siempre en el gozo de la Belleza; éstos, en cambio, sufrirán el llanto y el rechinar de dientes. El amor y el odio son los únicos caminos que se pueden elegir en nuestro paso terreno. Amen y serán salvos; odien y serán maldecidos…”

Pero el Señor no vendría, y el hombre era demasiado débil para jugarse el destino en medio instante de la eternidad: su vida.

El asceta dijo en alto: “Déjame oír el gozo y la alegría, alégrense mis huesos triturados, y acaba de borrar mis culpas todas. Crea, oh Dios, para mí un corazón nuevo, y un espíritu firme en mí renueva…”

(La voz es extraña. Lejana. Ausente. El tono, terroso, es de una dulzura quejumbrosa.)

Estaba solo. Extrañaba a la mujer, al perro y a la uva; al niño, a la sombra del olivo, al verde prado. Extrañaba la brisa del Mediterráneo, el graznido del albatros y el ruido incesante de la mar. Estaba en el desierto con los huesos desecados, el alma turbada. Sentía necesidad de la madre, del padre: deseaba vivir como un mortal más.

“Señor, tu siervo te escucha, habla. Señor, en ti espero, en ti busco el reposo. Manda y obedeceré. Si es tu voluntad que siga en este desierto, estaré aquí hasta que mi sangre se evapore y riegue estas ardientes arenas… ¡Elohim!”

El desierto mudo. La luna argéntea guarda silencio. El fuego chisporrotea con absoluta normalidad. No sucede nada. El asceta no quiere engañarse oyendo lo que quiere oír: sus voces, esta vez, enmudecen: el consuelo refinado de la autocompasión no acude a su conciencia.

martes, agosto 18

Orígenes y la esperanza cristiana.


Este capítulo pertenece al primer libro de su obra De principiis. El texto no tiene desperdicio y su lectura es liberadora. ¿Qué opinan?


Chapter 6. On the End or Consummation.

1. An end or consummation would seem to be an indication of the perfection and completion of things. And this reminds us here, that if there be any one imbued with a desire of reading and understanding subjects of such difficulty and importance, he ought to bring to the effort a perfect and instructed understanding, lest perhaps, if he has had no experience in questions of this kind, they may appear to him as vain and superfluous; or if his mind be full ofpreconceptions and prejudices on other points, he may judge these to be heretical and opposed to the faith of theChurch, yielding in so doing not so much to the convictions of reason as to the dogmatism of prejudice. These subjects, indeed, are treated by us with great solicitude and caution, in the manner rather of an investigation and discussion, than in that of fixed and certain decision. For we have pointed out in the preceding pages those questions which must be set forth in clear dogmatic propositions, as I think has been done to the best of my ability when speaking of theTrinity. But on the present occasion our exercise is to be conducted, as we best may, in the style of a disputation rather than of strict definition.

The end of the world, then, and the final consummation, will take place when every one shall be subjected to punishment for his sins; a time which God alone knows, when He will bestow on each one what he deserves. We think, indeed, that the goodness of God, through His Christ, may recall all His creatures to one end, even His enemies being conquered and subdued. For thus says holy Scripture, The Lord said to My Lord, Sit at My right hand, until I make Your enemies Your footstool. And if the meaning of the prophet's language here be less clear, we may ascertain it from the Apostle Paul, who speaks more openly, thus: For Christ must reign until He has put all enemies under His feet.But if even that unreserved declaration of the apostle do not sufficiently inform us what is meant by enemies being placed under His feet, listen to what he says in the following words, For all things must be put under Him. What, then, is this putting under by which all things must be made subject to Christ? I am of opinion that it is this very subjection by which we also wish to be subject to Him, by which the apostles also were subject, and all the saints who have been followers of Christ. For the name subjection, by which we are subject to Christ, indicates that thesalvation which proceeds from Him belongs to His subjects, agreeably to the declaration of David, Shall not my soul be subject unto God? From Him comes my salvation.

2. Seeing, then, that such is the end, when all enemies will be subdued to Christ, when death— the last enemy— shall be destroyed, and when the kingdom shall be delivered up by Christ (to whom all things are subject) to God the Father; let us, I say, from such an end as this, contemplate the beginnings of things. For the end is always like the beginning: and, therefore, as there is one end to all things, so ought we to understand that there was one beginning; and as there is one end to many things, so there spring from one beginning many differences and varieties, which again, through thegoodness of God, and by subjection to Christ, and through the unity of the Holy Spirit, are recalled to one end, which is like the beginning: all those, viz., who, bending the knee at the name of Jesus, make known by so doing their subjection to Him: and these are they who are in heaven, on earth, and under the earth: by which three classes the wholeuniverse of things is pointed out, those, viz., who from that one beginning were arranged, each according to the diversity of his conduct, among the different orders, in accordance with their desert; for there was no goodness in them by essential being, as in God and His Christ, and in the Holy Spirit. For in the Trinity alone, which is the author of all things, does goodness exist in virtue of essential being; while others possess it as an accidental and perishable quality, and only then enjoy blessedness, when they participate in holiness and wisdom, and in divinity itself. But if they neglect and despise such participation, then is each one, by fault of his own slothfulness, made, one more rapidly, another more slowly, one in a greater, another in a less degree, the cause of his own downfall. And since, as we have remarked, the lapse by which an individual falls away from his position is characterized by great diversity, according to the movements of the mind and will, one man falling with greater ease, another with more difficulty, into a lower condition; in this is to be seen the just judgment of the providence of God, that it should happen to every one according to the diversity of his conduct, in proportion to the desert of his declension and defection. Certain of those, indeed, who remained in that beginning which we have described as resembling the end which is to come, obtained, in the ordering and arrangement of the world, the rank of angels; others that of influences, others of principalities, others of powers, that they may exercise power over those who need to have power upon their head. Others, again, received the rank of thrones, having the office of judging or ruling those who require this; others dominion, doubtless, over slaves; all of which are conferred by Divine Providence in just and impartial judgment according to their merits, and to the progress which they had made in the participation and imitation of God. But those who have been removed from their primal state ofblessedness have not been removed irrecoverably, but have been placed under the rule of those holy and blessedorders which we have described; and by availing themselves of the aid of these, and being remoulded by salutary principles and discipline, they may recover themselves, and be restored to their condition of happiness. From all which I am of opinion, so far as I can see, that this order of the human race has been appointed in order that in the future world, or in ages to come, when there shall be the new heavens and new earth, spoken of by Isaiah, it may be restored to that unity promised by the Lord Jesus in His prayer to God the Father on behalf of His disciples: I do not pray for these alone, but for all who shall believe in Me through their word: that they all may be one, as You, Father, are in Me, and I in You, that they also may be one in Us; and again, when He says: That they may be one, even as We are one; I in them, and You in Me, that they may be made perfect in one. And this is further confirmed by the language of the Apostle Paul: Until we all come in the unity of the faith to a perfect man, to the measure of the stature of the fullness of Christ. And in keeping with this is the declaration of the same apostle, when he exhorts us, who even in the present life are placed in the Church, in which is the form of that kingdom which is to come, to this same similitude ofunity: That you all speak the same thing, and that there be no divisions among you; but that you be perfectly joined together in the same mind and in the same judgment.

3. It is to be borne in mind, however, that certain beings who fell away from that one beginning of which we have spoken, have sunk to such a depth of unworthiness and wickedness as to be deemed altogether undeserving of that training and instruction by which the human race, while in the flesh, are trained and instructed with the assistance of the heavenly powers; and continue, on the contrary, in a state of enmity and opposition to those who are receiving this instruction and teaching. And hence it is that the whole of this mortal life is full of struggles and trials, caused by the opposition and enmity of those who fell from a better condition without at all looking back, and who are called the deviland his angels, and the other orders of evil, which the apostle classed among the opposing powers. But whether any of these orders who act under the government of the devil, and obey his wicked commands, will in a future world beconverted to righteousness because of their possessing the faculty of freedom of will, or whether persistent and inveterate wickedness may be changed by the power of habit into nature, is a result which you yourself, reader, may approve of, if neither in these present worlds which are seen and temporal, nor in those which are unseen and areeternal, that portion is to differ wholly from the final unity and fitness of things. But in the meantime, both in those temporal worlds which are seen, as well as in those eternal worlds which are invisible, all those beings are arranged, according to a regular plan, in the order and degree of their merits; so that some of them in the first, others in the second, some even in the last times, after having undergone heavier and severer punishments, endured for a lengthened period, and for many ages, so to speak, improved by this stern method of training, and restored at first by the instruction of the angels, and subsequently by the powers of a higher grade, and thus advancing through each stage to a better condition, reach even to that which is invisible and eternal, having travelled through, by a kind of training, every single office of the heavenly powers. From which, I think, this will appear to follow as an inference, that every rational nature may, in passing from one order to another, go through each to all, and advance from all to each, while made the subject of various degrees of proficiency and failure according to its own actions and endeavours, put forth in the enjoyment of its power of freedom of will.

4. But since Paul says that certain things are visible and temporal, and others besides these invisible and eternal, we proceed to inquire how those things which are seen are temporal— whether because there will be nothing at all after them in all those periods of the coming world, in which that dispersion and separation from the one beginning is undergoing a process of restoration to one and the same end and likeness; or because, while the form of those things which are seen passes away, their essential nature is subject to no corruption. And Paul seems to confirm the latter view, when he says, For the fashion of this world passes away. David also appears to assert the same in the words,The heavens shall perish, but You shall endure; and they all shall wax old as a garment, and You shall change them like a vesture, and like a vestment they shall be changed. For if the heavens are to be changed, assuredly that which is changed does not perish, and if the fashion of the world passes away, it is by no means an annihilation or destruction of their material substance that is shown to take place, but a kind of change of quality and transformation of appearance. Isaiah also, in declaring prophetically that there will be a new heaven and a new earth, undoubtedly suggests a similar view. For this renewal of heaven and earth, and this transmutation of the form of the present world, and this changing of the heavens will undoubtedly be prepared for those who are walking along that way which we have pointed out above, and are tending to that goal of happiness to which, it is said, even enemies themselves are to be subjected, and in which God is said to be all and in all. And if any one imagine that at the end material, i.e., bodily,nature will be entirely destroyed, he cannot in any respect meet my view, how beings so numerous and powerful are able to live and to exist without bodies, since it is an attribute of the divine nature alone— i.e., of the Father, Son, andHoly Spirit— to exist without any material substance, and without partaking in any degree of a bodily adjunct. Another, perhaps, may say that in the end every bodily substance will be so pure and refined as to be like the æther, and of a celestial purity and clearness. How things will be, however, is known with certainty to God alone, and to those who are His friends through Christ and the Holy Spirit.

viernes, agosto 7

Premio Nacional de Novela "Luis Arturo Ramos"


Hace unas semanas gané el Concurso Nacional de Novela "Luis Arturo Ramos". No pude asistir a la premiación, que fue en Boca del Río, en el Bocafest 2009. Acudieron mis papás y yo me limité a hacer un enlace en vivo desde Italia, donde me encuentro estudiando ahora.

Me cogió por sorpresa el premio, y me sorprendió aun más que El Caso de Armando Huerta (como se llama el libro) me diera esta alegría. Yo pensé que, si ganaba algo, sería con la otra novela, la que Mauricio ya me hizo el favor de leer.

La novela saldrá publicada en diciembre; no estaré en México para la presentación en la Feria de Guadalajara, pero sí para la del Palacio de Minería.

En fin, quería compartir mi alegría con ustedes y traer al blog un pretexto para brindar.

miércoles, julio 1

De cuando me miré en un fragmento de mi espejo.


Ese paso de confianza que da el dinero. Voz impostada, con el timbre constreñido por la frivolidad. El metal tan típico del aristócrata. Ella rubia, delgada, con los rasgos de sus antepasados celtas. No es guapo: rasgos acerados, buena estatura y la sana melena negra; pero el conjunto no brilla. Algo falla. Pero el dinero lo suple casi todo. En el andar, en la mirada denodada (sus ojos cetrinos se posan sin pudor en los míos), en la calidad ósea de su cuerpo, en cómo sutilmente la desprecia y ella, sin saberlo, lo acepta; ahí es donde brilla; ahí es atractivo (para quien pueda verlo. Ella puede).

Jóvenes.

Se sientan. Yo atrás, mirando a hurtadillas. Yo leyendo, mientras escucho. Yo interesado por la gélida belleza de ella. Todo en momentos consecutivos, con ausencias mínimas de tiempo; mas ausencias, al fin y al cabo. Ordena; ella acata. Todo en silencio: en los modos, en la elección del tema de conversación y su desarrollo: “si dices esto, yo lo redondeo; si crees que sabes más de este tema, te engañas: yo sé más; ¿crees que has reflexionado sobre eso más que yo? te equivocas, pues yo soy el hombre y tengo que primar. El Pene tiene que primar”. Verbo mental apenas concientizado. Modo sutil de gobierno sobre el otro, sobre ella. Espíritu que los gobierna y que ha gobernado su linaje. Ella lo acepta. No se da cuenta. Ríe. Se ensimisma. Tal vez lo intuya; tal vez le gusta. La buena cuna de ambos lo justifica.

Temas baldíos. El lenguaje es parco, lleno de expresiones vulgares que, como efluvios, ascendieron (y ascienden) de las clases bajas para posarse en las lenguas bien nutridas: "¿Neta?, ¡No manches!, ¡Pus me late!, ¿Neta?, ¡No manches!..." Pero el metal de alcurnia arropa lujosamente las expresiones, confiriéndoles licencia de expresión entre los reyezuelos. Y el tono suave, lento, arrastrado, lingual (yo diría más bien lengüil) con el que ella pronuncia “¿Neta?”, es excitante, erótico. También tiene ciertos visos de ridiculez. El suyo, en cambio, es alto, grave, cortesano. Su “¿Neta?” lleva el sello de la seguridad, seguridad fincada en el dinero y las amantes de su padre. En su futuro resuelto.

Expresso doble hasta las heces. Agua mineral con hielos. Cara de interés leyendo un libro eterno (La Historia del Cristianismo). Todo en momentos consecutivos, con ausencias mínimas de tiempo; mas ausencias, al fin y al cabo. Pienso en mí. Escribo esto como mirándome en un espejo. Ellos son mi espejo. Un fragmento del espejo.

Possente spirto de L´Orfeo. El viejo Monteverdi. Llovizna. Camino al coche con esquirlas de agua en los anteojos que fragmentan mi visión de la realidad.

miércoles, junio 24

¿Vosotros sois conservadores?


Según Rusell Kirk, estos son los seis cánones del conservadurismo:

1) La creeencia de que un designio divino rige la sociedad y la conciencia humanas, forjando una eterna cadena de derechos y deberes que liga a los grandes y humildes, a vivos y muertos. Lo problemas políticos son, en el fondo, problemas religiosos y morales.

2) Cierta inclinación hacia la proliferante variedad y misterio de la vida tradicional, frente a los limitativos designios de uniformidad, igualitarismo y utilitarismo de la mayor parte de los sistemas radicales. A este optimista concepto de la vida es a lo que Burke llamaba, "la verdadera fuente del conservadurismo vivo".

3) La convicción de que la sociedad civilizada requiere órdenes y clases. La única igualdad verdadera es la moral; todos los demás intentos de nivelación conducen a la desesperación si son forzados por una legislación positiva. La sociedad anhela la autoridad y si el pueblo destruye las diferencias naturales que existen entre los hombres, un nuevo Bonaparte llenará a poco el vacio.

4) La creencia de que la libertad y propiedad están inseparablemente conectadas y de que la nivelación económica, no implica progreso económico. Sepárese la propiedad de la posesión privada y desaparecerá la libertad.

5) Fe en la normas consuetudinarias y desconfianza hacia los sofistas y calculadores. El hombre debe controlar su voluntad y apetitos, pues los conservadores saben que hemos de ser gobernados más por los sentimientos que por la razón. La tradición y los prejuicios legítimos permiten derrotar el impulso anárquico del hombre.

6) El reconocimiento de que cambio y reforma no son cosas idénticas y de que las innovaciones son con mucha frecuencia devoradores incendios más que muestra de progreso. La sociedad debe cambiar, pero su conservación exige cambios lentos como la perpetua renovación del cuerpo humano. La providencia es el instrumento adecuado para realizar estos cambios, y la piedra de to que de un estadista es su facultad para descubrir el sentido provincial de la sociedad.

Y concluye Kirk con la siguiente adevertencia:

El conservadurismo no es un cuerpo dogmático fijo e inmutable y los conservadores han heredado de Burke, el talento para dar una nueva expresión a sus convicciones de acuerdo con los tiempos. La esencia del conservadurismo está en la preservación de las antiguas tradiciones morales de la humanidad; los conservadores respetan la sabiduría de sus antepasados; dudan del valor de las alteraciones en gran escala y piensan que la sociedad es una realidad espiritual con vida permanente, pero de constitución frágil, que no puede ser estropeada y luego recompuesta como una máquina.





Lástima que hoy en día se confunda conservadurismo con tradicionalismo.

miércoles, junio 17

Una anécdota "culiempinada" (o de los burgueses y sus ocurrencias).

Viernes por la tarde. Lo que comienza a ser una costumbre deliciosa: buen vino, buena comida y amena charla. Para esta ocasión, un riojano aceptable y un chileno peleón. Tempranillo y Merlot. Nada mal. Una rica tortilla de patatas y variada charcutería. Qué delicia la frescura de la cerveza. En un principio detractores, ahora, seguidores incondicionales. La música: Buena Vista Social Club. Ritmos alegres, asoleados, que mueven el cuerpo a voluntad. Qué vitalidad la del Caribe. Ah, los puros. Un par de Romeo y Julieta: suaves, achocolatados, finos; ni siquiera enturbiaban el paladar. En el colmo del placer, el té. Twinings. Yo escogí un Prince of Wales, J un Earl Gray y A un Dajerling. Con la aprobación de su Majestad, la Reina de Inglaterra, sorbimos el caldo especiado: bergamoto, clavo, laurel, paja seca. Taninos refrescantes. Fiesta de los sentidos.

En el departamento de J el tiempo no tiene demasiado relieve. El triste reloj marca las horas porque las tiene que marcar, pero su férrea impronta cotidiana, auténtica providencia secular fuera de este privilegiado espacio, se pierde entre el humo de los buenos puros y de la buena poesía. Las manecillas extravían –quién sabe dónde– su valor métrico, y lo único importante, por bello, es la sombra oblicua que proyecta el reloj en la pared. Parece un artículo en la galería de un museo mediocre: adorna, pero no gobierna la vida. Él y su fotografía son sinónimos. Ya se vengará, lo hará.

Una consecuencia de la distensión del tiempo es el delicioso acaso: uno bebe cerveza, come un poco de la tortilla, bebe un poco más de cerveza, ahora un poco de vino, el té después o antes –da igual–, el puro, el vino después, otra cerveza, unas caladas más de humo tropical, otro trozo de tortilla– ahora con jamón serrano–, un verso, una broma, más tortilla, más vino.

Al convite se nos unió E, quien en poco tiempo se mimetizó con el ambiente y perdió, como el impotente reloj, su cronología citadina. ¡Ah, la distensión divinal!

El asunto es que nos faltaba el café. Sí; además, somos fanes de ese otro caldo especiado. Alegres, sonrosados y sabedores de lo bueno (y bello), decidimos ir a un Espressamente Illy. El más cercano era el de Altavista –ahora ¡ay! clausurado–. Dura fue la primera venganza del reloj: el dichoso café de exquisita mezcla italiana ya estaba cerrado. Un poco desilusionados, decidimos ir al Starbucks que está a unos cuantos pasos más. Ninguno de los cuatro somos fanes de este lugar, pero de vez en cuando, por azares del destino –o mejor dicho: por las máquinas multimillonarias de café que compran estos templos del capital– el espresso está bebible. Para nuestra suerte, ese día fue así: con algunas indicaciones periciales de A sobre la cantidad de café en la carga y cómo tenía que apretarse, nuestros doppios quedaron a pedir de boca. Todo marchaba bien, pero marcharía mejor.

De regreso al coche nos topamos con un amiguete de Juan y su septuagenario ¿abuelo?, ¿amante? (en estos días que corren, sabe Dios), quienes veían detenidamente una casa solariega y hacían algunos comentarios al respecto. Yo ya había visto esta casa. Desde que la zona que más visito en mis tardes de ocio ha sido San Angel Inn –una de las más inspiradoras del sur: hermosas fuentes, haciendas, calles empedradas, tranquilidad…–, ha llamado potentemente mi atención. A lo mejor se debe a su ascética fachada, construida con piedras de conventos destruidos. A lo mejor se debe a su surrealista disposición (cada habitación está ubicada como en un collage), que contrasta sobremanera con la rigidez secular de sus muros. Esa mezcla de convento y vanguardia siempre me ha engatusado, como la de minimalismo con toques barrocos.

Por curioso que resulte, conozco bien la casa. Lleva en venta varios años. E, que sabía de mi debilidad por ella, concertó –hace ya casi un año– una cita con la inmobiliaria que la vende para que pudiéramos verla. Ese día me llamó desde temprano, me dijo que me tenía una sorpresa y que nos viéramos en el Starbucks de Altavista a la hora de la comida. Nos presentamos los dos a la cita, no sin cierto sonrojo, y pudimos conocer las entrañas de tan augusta casa. El encargado de enseñárnosla nos comentó que la construcción había sido realizada por el arquitecto mexicano Manuel Parra, amante del eclecticismo de estilos. Y sí, era evidente al mirar la construcción: fachada colonial, espacios amplísimos, desniveles, entrepisos laberínticos y ubicación casi azarosa de los cuartos y de la cocina. A caballo entre el funcionalismo, el collage y el nacionalismo. Un estilo propio, definitivamente. Nos gustó. ¿Su precio? Siete millones de pesos. No me pareció tan descabellado por la ubicación y los metros de terreno, que serán unos quinientos.











Vuelvo a la anécdota. J saludó con afecto a su conocido y a su abuelo (dejémoslo así). Este último, de natural dicharachero, comenzó a contarnos la historia de la casa. Casi todo lo que dijo ya lo sabíamos E y yo, pero el “casi” valió totalmente el encuentro con el viejo: resulta que el buen arquitecto Parra era contemporáneo de Diego Rivera y, al tiempo que éste mandaba construir su casa a Juan O´Gorman, Manuel pergeñaba en la acera de enfrente su construcción monjil. Al parecer, a este último no le gustaba en absoluto el estilo funcionalista que Rivera había elegido para su hogar (la primera de este estilo en toda Latinoamérica, según nos dijo “el abuelo”). Es más, abominaba de él. Supongo que tampoco era gran entusiasta de O´Gorman. Esta enemistad (celo, odio, broma o vete tú a saber qué) quedó plasmada de la forma más sublime, más plástica, más inmediata: en una de las piedras de la fachada, está labrado este “simpático" dibujo:









(el "culiempinado")


“Sí, el ´Caco´ Parra –así le llaman en el medio– dejó clara la opinión que le merecía la casa de Rivera con este hombre culiempinado”, nos dijo el viejo. Y continuó: “Esa es la única ´cara´ que era capaz de ponerle al funcionalismo”.







(Esta es la parte de la fachada de la casa de Rivera y de la Kahlo que el "culiempinado" ve con esa gran "sonrisa")

“Culiempinado”, qué fina expresión. Nos ganó completamente a todos. J y yo ya éramos viejos admiradores de esas palabras compuestas (e inexistentes) que utilizan a la “i” como unión. Conocimos a un curica que cuando se ponía pantalones de vestir, dejaba ver la escasez de sus tristes asentaderas: dimos en llamarle “culicorto” “culitriste” “culinulo” “culiausente” “culicaído” y un largo etcétera. En otra ocasión nos hicimos amigos de Xavier, un extraño personaje que era dueño de un café llamado “ Cronopios y Famas”, café que recordamos con entrañable nostalgia por variadas situaciones vividas ahí y que ahora no tengo por qué contar. Xavier era un hombre depresivo, sabía mucha literatura y su pelo parecía una encina nevada. Pues nada: el “peliblanco”, el “peli-cano”, resolvimos. Y como éstas, otras muchas anécdotas del mismo jaez.

En honor a la valía de la anécdota y a la fina expresión utilizada por el viejo, decidí tomar unas cuantas fotos de las residencias implicadas y del hombre “culiempinado” (que además sonríe por debajo de las piernas) y escribir esta pequeña narración.

El resto de la historia es bien sabida: después de burlarnos del reloj, el reloj terminó por vencer: de madrugada, cada quien volvió a su hogar, a la monotonía del tiempo citadino. Pero el próximo viernes volverá a ser sólo una fotografía.



el triste reloj fotografiado


martes, junio 16

Salió de casa don Fregón. Caminó engominado, endemoniado, pensando todo lo supremo. Miró una paloma y silbó pianissimo. Ni sabía por qué salía ni le preocupaba. Se acomodó el sombrero frente a un aparador. Tomó café y por un encontronazo le derramaron jarabe sobre la solapa. El sol se puso. Durmió pesadamente con pesado aliento a cebollas. Y maldijo al amigo Farragut (desaparecido) y a todos los desaparecidos con él. Interiormente clamó entre arcadas: La canaille silencieuse.

lunes, abril 27

Entonces dijo Buda a su discípulo: "Verdad, no hay. Sólo tres certezas: te pagarán tarde, menos de lo que deberían y restarán los impuestos. Y todo para que lo despilfarre una mujer...".

viernes, marzo 27

Es importante no olvidar

...que el burgués se ahorcó a la hora sexta.

Sobre la Esperanza

Cuidado con la Esperanza. Correr su riesgo es espantoso. En el fondo, la Esperanza -la auténtica, cristiana- es una agonía. Y tiene que ver con estar con el Hijo abandonado hasta por el Padre, el máximo abajamiento, el amor más sumo, e s p e r a n d o. Contra toda esperanza. Un Dios que ha sido abandonado por Dios. Que, sin embargo, espera en Él. Eso es la Esperanza.

No hay que decir con ligereza, sin marchar detrás de ello, que se está deseoso de amar. O de esperar. ¡Dios nos libre, sí, de la burgués mediocridad! Pero también, ¡y aún más!, Dios nos libre de Dios.