Orígenes (segunda entrega).
Tristeza había posado su lerda mano en la cabeza del santo. Ahora la realidad se le presentaba sin mediación alguna ante los ojos. Los velos de esperanza con los que todos los días la vestía, se desgarraban. El viento le lamía el rostro y le enmarañaba, afanoso, el cabello; la arena hacía contacto en cien mil puntos con su piel. Los olores y los ruidos del desierto se filtraban pesadamente en su conciencia. La duración de las cosas comenzó a abrumarlo. Sintió su cuerpo. Lo inspeccionó con el alma: los golpes a destiempo del corazón, el leve escozor de los ojos por el humo de la fogata, el dolor quemante en la boca del estómago, las llagas en la lengua, aquélla vertebra en la espalda alta que le pellizcaba un nervio y la sutil termita que roía su cabeza día y noche. El doloroso presente de las cosas. El tiempo finito en la carne; el tiempo infinito en la materia: su férreo estar y haber estado siempre.
El asceta había dedicado un capítulo de su Tratado sobre la Oración a la acedia: sus síntomas, sus peligros y el modo de conjurarla. Había aprendido de su padre espiritual, Clemente de Alejandría, que el único lenitivo contra este enemigo del alma era la oración y la actividad continua y ordenada. Sin embargo, se encontraba perplejo. En una mano aferraba nerviosamente la vitela con el pulgar, el índice y el medio; en la otra, la pluma con la tinta ya petrificada. Llevaba la voluntad a las piernas, a los brazos, pero no lograba ningún movimiento.
Después de varios intentos, pudo levantarse. Sacudió la arena de sus muslos y rodillas y se dirigió a la cueva. Tomó su flauta de bambú de cuatro orificios, se colocó de pié frente al fuego y comenzó a tañer una hermosa melodía que la tradición atribuía a Policarpo de Esmirna. Su padre la interpretaba con frecuencia al atardecer. A los seis años le obsequió su primera flauta y le enseñó la melodía, advirtiéndole que había sido compuesta por el obispo de Esmirna para consolar a los cristianos que se dirigían junto con él al martirio. Esta aclaración de su padre le había impresionado con tal hondura, que había decidido sólo tocarla en momentos de especial angustia.
Las notas, sobrias y alentadoras, se deslizaban con gran sonoridad por el aire. Cada una de ellas acompañaba a los instantes, dotándoles, con su belleza, de un momento de eternidad. La música vibraba en sus oídos, dulcificando su tristeza hasta convertirla en vaga nostalgia. El cuerpo comenzaba a distenderse; el ritmo de la música se comunicó a la espalda, el cuello, los hombros, las piernas: el asceta comenzó a danzar al son de la flauta. No obstante los pesados años que encorvaban su espalda, sus movimientos eran de una armonía felina. El asceta terminó la catarsis extendiendo con su aliento la vida de la última nota lo más que pudo.
Se acercó al oasis y bañó de luna su rostro. Se tranquilizó. Rezó. Fue por más hojarasca a su celda para avivar el fuego. También tomó el libro de los salmos y una vitela nueva. Por la posición de la luna pudo calcular que amanecería pronto.
(La acometida, al menos ahora, había terminado; mas Tristeza y su compacto ejército lo cernían a la distancia.)
El santo había decidido proseguir con la traducción de los Salmos para ocupar sus sentidos. Revisó las traducciones que había hecho el día anterior. Paró sus cansadas mientes en el salmo 12: “¿Hasta cuándo Señor? ¿Te olvidaste de mí de todo en todo? ¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro? ¿Hasta cuándo revolveré dolores en mi alma, pena en mi corazón diariamente? ¿Hasta cuándo sobre mí se alzarán mis enemigos?...” Pensó en David, en sus pecados, en sus despropósitos. Pidió prestadas sus manos, rezó con él: “Ya he puesto en tu misericordia mi esperanza. Mi corazón exulte por tu auxilio, y cante yo al Señor, que me da bienes.”
¿Pero no era su esperanza más denodada que la del sabio rey? La suya no sólo esperaba por la salvación de su alma, sino por la de todos los hombres. ¿No exigía su esperanza una misericordia más grande que la añorada por el rey David? ¿Acaso no era más propio esperar en la misericordia divina con una oración venida del “nosotros”, una oración cristiana?: “venga a nosotros tu reino…, perdona nuestras ofensas…, el pan nuestro de cada día dánoslo hoy…, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.” ¿No era el nosotros únicamente posible por la encarnación del Verbo? ¿No era la comunión y el amor el nuevo logos de todo el universo?
Dijo en alto: “Que todos seamos uno, Padre, como yo soy uno en ti, y tú uno en mí, así sean ellos en nosotros, para que crea el mundo que tú me has enviado… Yo en ellos y tú en mí, a fin de que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me has enviado y los has amado como tú me amaste”.
Abandonó por un momento su labor de traducción y tomó la vitela que había lijado. Empapó la pluma en la tinta púrpura. Escribió apresuradamente:
“El destino del hombre no es un destino aislado, es un destino común: un destino en la comunión, en la unidad.”
Leyó la idea en voz baja. Sabía que este párrafo era el inicio de un capítulo que él no se había propuesto escribir. Puso por título, en la parte superior de la vitela: Capítulo 6: “En el fin o en la consumación”. El orto comenzaba a desterrar las tinieblas nocturnas: el asceta había pasado la prueba.
Ese día no escribió ni una línea más en su De principiis. No se dedicó más que a seguir traduciendo hasta el final de la hora sexta, cuando el hambre obnubiló todas sus facultades intelectuales. Asó una pequeña serpiente y la acompañó con una hemina de agua endulzada con la miel que los dátiles exudaban. Ejercitó su cuerpo durante la mitad de tiempo de la hora nona; la otra mitad la ocupó para bañarse. Poco antes de las vísperas, tomó el aceite ceremonial de romero y marcó su pecho, las manos, el cuello y la frente con la señal de la Cruz. Sacudió la toga y se la colocó, ciñéndola con una cuerda que había hecho con fibras de palmera real. Tomó un vaso de madera que tenía labrado la imagen del Buen Pastor y lo llenó con el vino dulce que hacía una semana le había traído de Cartago uno de sus discípulos predilectos, Cipriano. Colocó el cáliz en una piedra plana que estaba cerca de su morada. Abrió un cofre de madera donde guardaba los panes de harina de trigo que cocía una vez a la semana, el día del Señor, y en cuya tapa se podía leer: “Porque desde donde sale el sol hasta su ocaso, mi nombre es grande entre los pueblos y en todo lugar se sacrifica y se ofrece a mi nombre una oblación pura. Mal 1, 11”. Tomó uno y lo colocó a un lado del cáliz. Imponiendo las manos sobre éste último, pronunció estas palabras: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David tu siervo, la que nos diste a conocer a nosotros por medio de Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos”. Y luego, sobre el trozo de pan: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento, que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos. Como este fragmento estaba disperso sobre los montes, y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, por los siglos.”
3 comentarios:
Me gustó más la primera entrega, las descripciones hacen imágenes idóneas. Todas generan una armonía y un panorama grandioso.
También esta me gustó mucho.
Salud(os)
No leí la anterior, pero ésta -al menos- es muy buena (aunque quizá a Escamilla le enfurezca que diga que es buena cuando ayer le dije que estos temas eran malos).
¡Yo la imprimí y la leí en vacaciones! No había comentado por falta de memoria y porque esperaba poder comentarla con el autor de viva mano. Me pareció excelente. La prosa soberbia y el tema tan original como a tono con el desierto y la mística greco-oriental.
Te tendré que pasar mi cuento sobre San Camilo de Lellis (y en una de esas hacemos una compilación).
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