lunes, julio 2

Respuesta a un amigo sobre mi texto "Por qué no voy a votar".


Estimado R:  creo que mi texto es algo más que un panfletillo bien escrito. Si bien tiene giros retóricos –como en tu texto es un giro retórico la repetición del estribillo “triste”–, también tiene ideas que se pueden (y deben) discutir. Es de lamentar que sólo te quedaste con las frases efectistas y no atendiste las demás.

Cada quien habla del poder dependiendo de la posición en la que se encuentra respecto de él. Yo hablo desde la lugar de los no poderosos. Sufro la impotencia. No puedo hacer que el perezoso Leviatán se mueva, no tengo impronta real en los políticos, no puedo cambiar prácticamente nada. Quizás éste sea el punto crucial que distancia tu postura de la mía. Quien tiene poder –aunque sea un poco-habla bien del poder; quien no lo tiene, habla mal de él.

Quiero aclararte dos cosas. Primero: la democracia –en la que sí creo– es distinta del voto y del sistema de partidos. Recuerda que ya desde Aristóteles se distinguen dos tipos de democracia: la república equilibrada o polis, en la que el poder se encuentra compartido por todos los grupos y categorías en las que se dividen los ciudadanos, y esto permite que el poder no sea ejercido en beneficio de un grupo limitado o una colación, y su exceso: la democracia del mito igualitario y numérico. De hecho, ningún pensador político anterior a la Revolución Francesa pensó la democracia de esta última forma.

Segundo. No soy un anarquista: creo en el bien común y en su realización a través del vivere civile. La vida política de un ser humano es mucho más rica que los derechos políticos reconocidos e interpretados por el Estado.

Dices que tú y otras personas han luchado para que hoy día existan en México libertades que antaño era impensables. No lo dudo. El problema es precisamente que la efectividad de tal lucha es mínima, pues se ha hecho desde los propios mecanismos del Estado. Por eso el voto nunca ha cambiado nada de raíz. Y en el caso particular de México, su inefectividad ha perpetuado la terrible injusticia social que ha existido desde la época colonial.

Me sorprende que conociendo la tesis desarrollada por pensadores como Henri de Lubac, Eric Voegelin, Hans Jonas, Hans Urs von Balthasar y, más recientemente, Massimo Borghesi (todos ellos católicos), sobre la trasmutación contemporánea del gnosticismo en una teología civil —la cual ha acarreado terribles implicaciones políticas—, no puedas concebir una crítica al “status quo” del voto y del partido. Me sorprende que conociendo la crítica de Schmitt a la antropología individualista que subyace en el parlamentarismo contemporáneo, te sientas “triste” porque no creo (creemos) en las instituciones democráticas liberales. Me sorprende que sabiendo que la Iglesia ha prescindido por completo de la noción de Estado-nación para hablar de la realización del bien común, no seas capaz de admitir que no votar puede ser también una opción política legítima para un creyente, ya que puede representar –como en mi caso– resistencia ante un sistema que se considera falso.

Quisiera detenerme en este último punto. La Iglesia ha prescindido de la estructura estatal y soberana para hablar de poder público. En su doctrina social ha mantenido la distinción entre poder civil y sociedad. A ésta última le corresponde, según sus particularidades, elegir la forma de gobierno que considere más justa y los límites del poder. Además, la Gadium et Spes, al fundar toda su doctrina en la eminencia de un derecho natural determinante a su vez del bien común a que todos deben aspirar y de la acción del gobierno en concreto, repudia el arbitrio plebiscitario. Y en su parágrafo 74 indica que es legítima la diversidad de opiniones políticas.

Por otra parte, tanto León XIII (Annum Sacrum) como Pío XI (Quas primas) sostienen que sólo es legítimo el poder que no se opone a la voluntad divina de Cristo. La principal consecuencia política del Reinado de Cristo es precisamente la de excluir todo poder político absoluto, sea autocrático sea democrático, pues la forma de concretarse la voluntad no interesa a este respecto. De ahí que, en opinión de un jurista de la talla de Álvaro d´Ors, la negación de la estructura estatal, tal como se entiende desde Bodino, debe considerarse como exigencia de una recta teología política cristiana. La primera teología política medieval así lo había reconocido, pero la secularización jurídica, al despersonalizar el poder soberano de Cristo, erigió la soberanía estatal. Esto no se nos puede olvidar.

Desde este punto de vista, un cristiano puede estar en contra de un sistema democrático insustancial donde se toman decisiones de profundo calado por simples mayorías relativas. Un sistema que se erige como soberano absoluto, ya que prescinde de cualquier criterio sustancial (como el derecho natural) y hace uso exclusivo del plebiscito para legitimar al gobierno y a la ley positiva. Es más: quizás sea su responsabilidad más urgente denunciarlo.

En otra parte de tu respuesta, dices que has intentado construir una antropología en donde la fragilidad y la imperfección sí cuenten. Eso es loable. Ahora bien, creo que aquí valdría la pena traer a colación una aguda distinción política que hace Judith Butler entre “precariedad” y “precaridad”. La primera es la común debilidad y dependencia que todo ser humano experimenta a lo largo de su vida. Esta experiencia ha de ser la base de la convivencia pacífica y del Estado de Derecho. “Precaridad”, en cambio, es la miseria inducida por el poder estatal y sus mecanismos biopolíticos, en los que subyace una antropología perversa. La “precaridad” tiene que ser denunciada y conjurada.

Tanto Hobbes como Hegel pensaron la unidad social a partir de la vulnerabilidad de la vida humana. Una comunidad se hace posible y, aún más, necesaria porque los seres humanos se necesitan mutuamente para subsistir. Esta interdependencia, que se opone a la visión individualista del liberalismo clásico, crea, sí, la máxima convivencia y sociabilidad, pero también posibilita la máxima violencia y la discriminación. Una antropología de la fragilidad ha de reconocer y ponderar como motivación primaria de comunión entre los seres humanos su precariedad compartida. Pero también tiene el deber de denunciar las fuerzas políticas que pretenden generalizar y radicalizar tal precariedad (imponiendo pues una “precaridad”) para sus “enemigos”, a través de la privación de las prestaciones básicas para una vida digna,  y erradicar, por el contrario, toda muestra de precariedad para los suyos.

Una antropología que parta del status quo político o de una positividad mal entendida (en la cual  se da un salto lógico injustificado entre lo ontológico, lo moral y lo político) corre el riesgo de legitimar mecanismos y saberes que generan “precaridad”.

Todos conceptos políticos actuales suponen una visión particular de la persona.  Nociones tales como contrato social, derecho subjetivo, igualdad, voto universal directo, representación, Estado y un largo etcétera, están construidos sobre una noción de libertad muy particular que tiene por pilares fundamentales a la autonomía y el individualismo. Se puede o no estar de acuerdo con esta antropología. Yo no lo estoy.

Por último, quisiera decir que el voto no dota de dignidad a quien lo realiza sino al revés. El voto no tiene un valor por sí mismo; lo obtiene de la libertad humana. Porque la dignidad de la persona sí es un valor positivo absoluto. También un trabajador del campo que es explotado y mal pagado se dignifica trabajando y dignifica al mundo entero haciéndolo. Sin embargo, no deja de ser un escándalo que su esfuerzo se vea recompensado por un salario irrisorio que no le permite vivir bien. O si queremos radicalizarlo, podríamos poner el ejemplo de un prisionero en un campo de concentración: pese a todo, su trabajo lo dignifica.

Quien vota, en efecto, se dignifica, pero su participación democrática se ve recompensada irrisoriamente por el voto, que tampoco le permite vivir bien. Tanto el trabajo como el voto son realidades éticas que pueden ser buenas o malas dependiendo del objeto, el fin y las circunstancias; no son únicamente realidades ontológicas. Sí, concedo, por tener un acto de ser, tienen los atributos del Ser. Pero Satanás, que también tiene los atributos del Ser, es sin embargo, el Padre del Mentira.

jueves, junio 28

Por qué no voy a votar.

Dicen los "sabedores" que el fraude electoral es imposible. Concedo. Pero el tema no es ése. El auténtico fraude, mucho más refinado, es hacernos creer que nuestra participación democrática consiste en elegir a un charlatán, que se promociona durante tres meses con un discurso vacío, para dirigir una nación que se desangra. Al igual que en el mercado no hay auténtica libertad, pues se elija esto o aquello, por lo único que se opta es —al final— por el consumo, en el sistema de partidos la “elección” sólo sirve para legitimar una realidad que nos viene impuesta (si bien “diversificada”): el partido.


Los partidos se han alejado de su base social y ya sólo se representan a sí mismos: a su voluntad de poder. El candidato es amasado, peinado, afectado como un producto de consumo más, y ya en la cima del poder, no responde sino a la voluntad de quienes lo construyeron. Otro tanto ocurre con el elector. ¿Por qué no caemos en la cuenta de lo obsceno que es el proselitismo político: la exhibición desvergonzada y frívola del deseo de poder? La política de partidos está muerta desde hace tiempo, y ya hiede. Nadie es capaz de resucitarla.

El fraude es hacernos creer que el voto, un acto individual, efímero, secreto, que sólo tiene un valor privado y cuantitativo, es capaz de conceder, como por arte de magia, poderes públicos, permanentes y de máxima trascendencia social a un grupo de politicastros. El voto escinde el desarrollo de la individualidad del auténtico ejercicio del poder y hace desaparecer la relación entre lo que un ser humano es y lo que puede hacer en política. Supuestamente, pondera al individuo, pero lo que hace en realidad es desactivarlo: quien vota lo hace desde la impotencia de ser poco más que nada; vota desde la incertidumbre y la esperanza (muchas veces traicionada) de que los números favorezcan su elección, pues de lo contrario, ésta jamás existió. Es la tiranía del número: la democracia geométrica que no tiene sustancia, que es mero proceso formal. De ahí que el voto jamás haya cambiado esencialmente nada.

El voto es, entonces, una institución decorativa: mucho ruido durante unos meses, enfrentamiento, distracción, desinformación, sensación de soberanía durante escasos treinta segundos (el tiempo que se tarda en tachar un partido y llevar la boleta a la urna); pero una vez realizado, el poder prescinde de sus electores; habla en nombre de ellos, sí, pero no los deja actuar: no quiere vernos actuar. Se consuma la identidad entre representantes y representados: éstos quedan subsumidos en aquéllos: quedan anulados.

Fraudulento es el mito de la igualdad política, que intenta esconder bajo su grueso velo demagógico la desigualdad en terrenos muchos más trágicos, como el económico y el cultural. Igualar políticamente a los ciudadanos es un acto de prestidigitación jurídica. La Palabra constitucional invoca solemnemente desde sus amarillentas hojas de 1917 la igualdad política y eso basta para que ésta comience, ex nihilo, a existir. ¿Pero en qué consiste esta igualdad? En el voto universal y directo. ¿Eso es todo? Sí. ¿Y sus demás implicaciones, es decir, la impronta del ciudadano real en la palestra pública? ¿Y el derecho a que mis opiniones tengan alguna acogida, algún sentido más allá del sinsentido del voto?

Vulgar fraude es, finalmente, la ficción política de la voluntad general: votan pocos (los pobres, que son muchos, nada saben de “votar”, ni siquiera son ciudadanos), divididos, y sin embargo, eso basta para “legitimar” un poder casi absoluto al “ganador”, quien envuelto en el mistérico hálito de la mayoría popular (que no lo es, en realidad), hace —por decir lo menos— de su capa un sayo. En esto, por cierto, no hay nada de Rousseau.

La democracia, el bien común y la verdadera política (la del movimiento social, el consuelo, la solidaridad) están en otro lado. El voto no es una realidad incuestionable (no es el ser); es una toma de postura que puede y debe ser denunciada, horadada. Sólo así seremos capaces de ver la riquísima realidad que hay más allá de él.

Yo no voy a votar: no quiero perpetuar ni dar el espaldarazo a un sistema ideológico y falso. Yo no voy a votar: no quiero asistir “al funeral silente, el funeral que no es de nadie, porque no hay nadie para ser enterrado”. O quizás, en este caso, sí lo haya… el cuerpo doliente de México.