Una anécdota "culiempinada" (o de los burgueses y sus ocurrencias).
Viernes por la tarde. Lo que comienza a ser una costumbre deliciosa: buen vino, buena comida y amena charla. Para esta ocasión, un riojano aceptable y un chileno peleón. Tempranillo y Merlot. Nada mal. Una rica tortilla de patatas y variada charcutería. Qué delicia la frescura de la cerveza. En un principio detractores, ahora, seguidores incondicionales. La música: Buena Vista Social Club. Ritmos alegres, asoleados, que mueven el cuerpo a voluntad. Qué vitalidad la del Caribe. Ah, los puros. Un par de Romeo y Julieta: suaves, achocolatados, finos; ni siquiera enturbiaban el paladar. En el colmo del placer, el té. Twinings. Yo escogí un Prince of Wales, J un Earl Gray y A un Dajerling. Con la aprobación de su Majestad, la Reina de Inglaterra, sorbimos el caldo especiado: bergamoto, clavo, laurel, paja seca. Taninos refrescantes. Fiesta de los sentidos.
En el departamento de J el tiempo no tiene demasiado relieve. El triste reloj marca las horas porque las tiene que marcar, pero su férrea impronta cotidiana, auténtica providencia secular fuera de este privilegiado espacio, se pierde entre el humo de los buenos puros y de la buena poesía. Las manecillas extravían –quién sabe dónde– su valor métrico, y lo único importante, por bello, es la sombra oblicua que proyecta el reloj en la pared. Parece un artículo en la galería de un museo mediocre: adorna, pero no gobierna la vida. Él y su fotografía son sinónimos. Ya se vengará, lo hará.
Una consecuencia de la distensión del tiempo es el delicioso acaso: uno bebe cerveza, come un poco de la tortilla, bebe un poco más de cerveza, ahora un poco de vino, el té después o antes –da igual–, el puro, el vino después, otra cerveza, unas caladas más de humo tropical, otro trozo de tortilla– ahora con jamón serrano–, un verso, una broma, más tortilla, más vino.
Al convite se nos unió E, quien en poco tiempo se mimetizó con el ambiente y perdió, como el impotente reloj, su cronología citadina. ¡Ah, la distensión divinal!
El asunto es que nos faltaba el café. Sí; además, somos fanes de ese otro caldo especiado. Alegres, sonrosados y sabedores de lo bueno (y bello), decidimos ir a un Espressamente Illy. El más cercano era el de Altavista –ahora ¡ay! clausurado–. Dura fue la primera venganza del reloj: el dichoso café de exquisita mezcla italiana ya estaba cerrado. Un poco desilusionados, decidimos ir al Starbucks que está a unos cuantos pasos más. Ninguno de los cuatro somos fanes de este lugar, pero de vez en cuando, por azares del destino –o mejor dicho: por las máquinas multimillonarias de café que compran estos templos del capital– el espresso está bebible. Para nuestra suerte, ese día fue así: con algunas indicaciones periciales de A sobre la cantidad de café en la carga y cómo tenía que apretarse, nuestros doppios quedaron a pedir de boca. Todo marchaba bien, pero marcharía mejor.
De regreso al coche nos topamos con un amiguete de Juan y su septuagenario ¿abuelo?, ¿amante? (en estos días que corren, sabe Dios), quienes veían detenidamente una casa solariega y hacían algunos comentarios al respecto. Yo ya había visto esta casa. Desde que la zona que más visito en mis tardes de ocio ha sido San Angel Inn –una de las más inspiradoras del sur: hermosas fuentes, haciendas, calles empedradas, tranquilidad…–, ha llamado potentemente mi atención. A lo mejor se debe a su ascética fachada, construida con piedras de conventos destruidos. A lo mejor se debe a su surrealista disposición (cada habitación está ubicada como en un collage), que contrasta sobremanera con la rigidez secular de sus muros. Esa mezcla de convento y vanguardia siempre me ha engatusado, como la de minimalismo con toques barrocos.
Por curioso que resulte, conozco bien la casa. Lleva en venta varios años. E, que sabía de mi debilidad por ella, concertó –hace ya casi un año– una cita con la inmobiliaria que la vende para que pudiéramos verla. Ese día me llamó desde temprano, me dijo que me tenía una sorpresa y que nos viéramos en el Starbucks de Altavista a la hora de la comida. Nos presentamos los dos a la cita, no sin cierto sonrojo, y pudimos conocer las entrañas de tan augusta casa. El encargado de enseñárnosla nos comentó que la construcción había sido realizada por el arquitecto mexicano Manuel Parra, amante del eclecticismo de estilos. Y sí, era evidente al mirar la construcción: fachada colonial, espacios amplísimos, desniveles, entrepisos laberínticos y ubicación casi azarosa de los cuartos y de la cocina. A caballo entre el funcionalismo, el collage y el nacionalismo. Un estilo propio, definitivamente. Nos gustó. ¿Su precio? Siete millones de pesos. No me pareció tan descabellado por la ubicación y los metros de terreno, que serán unos quinientos.
Vuelvo a la anécdota. J saludó con afecto a su conocido y a su abuelo (dejémoslo así). Este último, de natural dicharachero, comenzó a contarnos la historia de la casa. Casi todo lo que dijo ya lo sabíamos E y yo, pero el “casi” valió totalmente el encuentro con el viejo: resulta que el buen arquitecto Parra era contemporáneo de Diego Rivera y, al tiempo que éste mandaba construir su casa a Juan O´Gorman, Manuel pergeñaba en la acera de enfrente su construcción monjil. Al parecer, a este último no le gustaba en absoluto el estilo funcionalista que Rivera había elegido para su hogar (la primera de este estilo en toda Latinoamérica, según nos dijo “el abuelo”). Es más, abominaba de él. Supongo que tampoco era gran entusiasta de O´Gorman. Esta enemistad (celo, odio, broma o vete tú a saber qué) quedó plasmada de la forma más sublime, más plástica, más inmediata: en una de las piedras de la fachada, está labrado este “simpático" dibujo:
(el "culiempinado")
“Sí, el ´Caco´ Parra –así le llaman en el medio– dejó clara la opinión que le merecía la casa de Rivera con este hombre culiempinado”, nos dijo el viejo. Y continuó: “Esa es la única ´cara´ que era capaz de ponerle al funcionalismo”.
En honor a la valía de la anécdota y a la fina expresión utilizada por el viejo, decidí tomar unas cuantas fotos de las residencias implicadas y del hombre “culiempinado” (que además sonríe por debajo de las piernas) y escribir esta pequeña narración.
El resto de la historia es bien sabida: después de burlarnos del reloj, el reloj terminó por vencer: de madrugada, cada quien volvió a su hogar, a la monotonía del tiempo citadino. Pero el próximo viernes volverá a ser sólo una fotografía.
7 comentarios:
Querido Alonso: gracias por el regalo de esta anécdota entrañable, por las tantas tardes de crucificar al reloj y redimir nuestra infancia.
Me he vuelto un viejo sentimental muy pronto -o un niño.
Creo que ya comienzas a entender la melancolía profunda de los payasos de Rouault.
Yo también te agradezco este detalle, querido mío. Al leerlo reviví esas sensaciones de alegría, de distensión y de aquella infantil capacidad de asombro (¡la que nunca hay que perder!). Qué bueno que la hayas registrado en este blog, merece la pena contarse y recordarse ;)
Por cierto que qué buenas fotografías para ilustrar la narración (el señor culiempinado sale verdaderamente "sonriente").
Gracias por compartirlo!
Un beso :*
Tu Artemisia.
¡Muy bien a contrario ese vino peléon!
Jajajajaja. Muy bueno.
Ya se ve que te la pasas bien.
Me da mucho gusto.
Saludos.
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