martes, octubre 23

Si tu imagen fueras tú...

Tus imágenes fueron
− tus imágenes bellas, gala fácil
de aquellos verdes campos −
¡tus imágenes fueron ¡ay! las que hicieron,
sin mí, locas, lo malo!

Tú, la tú de verdad,
eres la que estás aquí − pobre, desnuda,
buena, mía −, a mi lado.

Juan Ramón Jiménez.
Conocí una mujer catalana. Altiva en su conversación y en sus movimientos. Liberada ha tiempo de los prejuicios mundanales. Sus ojos, de un mirar verde oliva, revelan entrega y ternura, y el timbre de su voz es dulcísimo, mas en absoluto empalagoso. Su decir es veloz y fluido; perspicaz y provocador. Sumamente quedo. El cuerpo es delgado, fragilísimo: su andar recuerda a las sílfides. Esto no es impedimento para que ella desvele, con todo su ser, donaire y equilibrio. Su tez es una pieza de marfil recién labrada; rostro marmóreo, embrujador. Los labios encarnados y delgados. Pétalos puros, primaverales, cuyo rocío pervive hasta la noche; pétalos que, en la obscuridad, guían al amante con su deleitable perfume. Su espalda delineada por curvas miríficas rememora las dunas desérticas, aún vírgenes. Su cuello es de cristal de bohemia tallado por las manos diligentes de un viento gélido. Fino, alto y provocador: divinal. Sus senos semejan pequeños claveles purísimos de blancura inverosímil. Sus piernas, acendradas en la actividad cotidiana, son hermosas. Sus cabellos son negros y abundosos, como los malos pensamientos. Tienen el brillo del azabache. Y su corazón, el sancta sanctórum de este templo secular, se trasparenta sin engaños en todos sus gestos, en sus ademanes, en la sonrisa... de forma tal que puede alimentar a los espíritus con su presencia. Cuánto no daría por oír su latido − su vida − en un sueño ideal y profundo. ¿Qué secretos inconcientes me revelaría?

¡Alma de bizarría incomparable!: ¿¡qué he hecho yo, hombre de malas entrañas, para merecer tu compañía, tu interés, tu preocupación!? Venus urania: ¿quién te han dicho que soy?; ¿quién crees tú que soy? Te lo diré: sólo un espíritu aciago.

Conocí una mujer catalana que se ha quedado conmigo eternamente, y es la imagen que describo. Su sino es pertenecerme idealmente. La otra, la real, ya regresó a su tierra. Su sino lo desconozco.


ARM

3 comentarios:

Juan Manuel Escamilla dijo...

¡Ay de las ninfas etéreas!

Darío Zetune dijo...

Je, mi queridísimo A, se enamoró de esa sílfide, nereida, sirena. No resistió, como Ulises, ni su canto ni su imagen.

Bueno, y como el enamoramiento está ahí (o embelsamiento, lo mismo da), le dejo a Borges:

Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,
lámparas y la línea de Durero,
las nueve cifras y el cambiante cero,
debo fingir que existen esas cosas.

Debo fingir que en el pasado fueron
Persépolis y Roma y que una arena
sutil midió la suerte de la almena
que los siglos de hierro deshicieron.

Debo fingir las armas y la pira
de la epopeya y los pesados mares
que roen de la tierra los pilares.

Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura
y mi ventura, inagotable y pura.


Abrazos fuertes.

Sergio.

Darío Zetune dijo...

Nota Bene: ¡Ya hay que vernos!