viernes, enero 30

Alguna esperanza quedará. Primera entrega. (con motivo de la lectura de "Falconer" de Cheever).

Farragut bajó del camión. Todas sus esperanzas estaban puestas en un buen bocadillo de jamón y queso. Gruesas gotas de sangre resbalaban por sus botas, pero a él no le importó. Era un hombre libre y eso, por lo menos en estos momentos, le hizo olvidar todo lo demás, excepto su hambre, que se valía de retortijones terribles para recordarle que, a pesar de su actual estatus de liberto, también era un animal con necesidades primarias. El dolor de estómago también le hizo caer en la cuenta de que no podía ir por la calle con manchas de sangre por todo el cuerpo, las cuales ya comenzaban a tomar un color muy vistoso, aun en la noche.

Caminó por una avenida desconocida –Gral. Ernest Mc Gregor–, arrastrando la pierna que más le dolía. Lloviznaba. Dio gracias al destino por el abrigo que le había regalado el extraño hombre del camión. El hambre y el frío habían tomado plena posesión de sus pensamientos. Ahora, por primera vez después de 5 años, tenía que tomar una decisión real: “si vendo el abrigo para comer, me muero de frío; si me quedo con el abrigo, no podré comerme el bocadillo ese que tanta ilusión me da. ¡Qué mierda!”, decía mientras se levantaba el cuello del abrigo e intentaba recordar cuándo había sido la última vez que había comido. Hizo sus cálculos y concluyó que llevaría como tres días sin probar bocado. De pronto, sin motivo aparente, se acordó de su amigo el “Pollo”, y de la oportunidad que le había brindado su muerte. “Gracias, Pollo –murmuró. “Aunque no hiciste nada importante en toda tu vida, salvo gastarte 2000 dólares en tatuajes, tu muerte al menos sirvió para que yo pudiera escapar”. Estas palabras le parecieron una auténtica y sincera plegaria en honor a su amigo, quien probablemente a esa hora ya había sido reducido a cenizas, con la sola presencia del impersonal encargado del horno de cremación.

Pasado un tiempo, no pudo dar un paso más: las heridas en las piernas y en los costados se habían vuelto insoportables. “Vaya mierda, irme a cortar con la puta cuchilla de afeitar…” Decidió, obligado por el dolor, entrar a un barecillo de mala muerte que estaba en la acera de enfrente. Se abrochó todos los botones del abrigo, tomo una bocanada de aire con la intención de relajarse, y cruzó la puerta para ingresar al antro. No había casi nadie. En la sucia barra, una mujer gorda y vieja, de pelo ralo y grasoso, apoyaba su cabeza en la mano con cierta melancolía. Farragut temió que lo tomará por un vagabundo y le obligara a abandonar el lugar. Al lado de la puerta del baño, un tocadiscos dejaba oír una canción que él no pudo en ese momento reconocer. Olía a salmuera y sudor; tal vez un poco a orines. Farragaut no lo percibió. Se acercó a la barra y le preguntó a la mujer si podía utilizar su baño. La mujer no habló; sólo hizo un ademán de indiferencia con la mano, que se podía interpretar en cualquier sentido. Así que nuestro hombre, sin querer hostigar de nuevo a la mísera mujer, fue derechito al baño. Entró, se quitó el abrigo y los pantalones. Tenía tres cortadas en el muslo izquierdo; ninguna de gravedad. Su costado izquierdo estaba surcado por tres heridas que sangraban sin parar. En la rodilla derecha tenía una cortada pequeña, pero profunda; era la más sanguinolenta. Farragut tomó papel de baño, lo mojó y le puso un poco de jabón –o lo que realmente fuera– e hizo una cataplasma que dividió en tres trozos que se puso en cada una de las heridas de su flaco costillar. Se sentó en uno de los escusados y se quitó las botas y los calcetines. Mientras realizaba estos menesteres, pensó: “¿Qué haré? ¿Trataré de contactar con Mary? Seguro me manda al diablo. ¿Y si localizara a Paul? Seguro que su esposa oriental no sabe nada de los amoríos homosexuales de su esposo… ¿Le daría gusto a Paul verme? Probablemente me trataría con indiferencia o hasta con odio, pues yo sólo sería un recordatorio de la lobregueces de su vida pasada.

Sin deberlas ni temerlas sintió una fuerte ansia. Tembló. Vomitó. Parecía que los síntomas de abstinencia de la heroína querían cobrar los fueros perdidos. Y pensó: “Ya decía yo que era muy raro que este diablo no me hubiera poseído en tanto tiempo. Ahora quiere recuperar los días que no me atormentó”. Farragut llevaba un mes limpio, pero él bien sabía que no se debía a su fuerza de voluntad: en vez de metadona le habían administrado placebos sin que se diera cuenta. El repentino asalto del síndrome de abstinencia le dio, curiosamente, cierto regustillo: “Yo sabía que mi adicción no era de esas afectadas, de esas que sólo dan pena – se decía mientras limpiaba su boca con la manga de la camisa después de haber regurgitado únicamente líquidos–; la mía es más espiritual, más verdadera. No es psicológica, es física.” Y se enorgullecía mientras pensaba esto. Sin embargo, el fuego no se convirtió en hoguera incontrolable: el temblor, el vómito y el ansia fueron desapareciendo lentamente, y Farragaut recuperó plena conciencia. Dio gracias y, al mismo tiempo, se sintió avergonzado.

Decidió tirar los calcetines, pues estaban repletos de sangre. Se puso otras cataplasmas en las heridas del muslo y la rodilla, se vistió y salió del baño. “Qué hambre tengo, qué hambre tengo”. Se acercó de nuevo con la mujer de la barra, que ahora estaba pasando lánguidamente un trapo por el mueble donde estaban las botellas de licor. Su figura era espantosa: el culo semejaba un saco de papas, le espalda estaba un poco encorvada, y los hombros caían mustios y sin forma. Farragut hizo un viso de asco que la mujer no pudo ver. Le dijo: “buena mujer, llevo más de dos días sin comer y no tengo ni un duro…” La mujer volteó e hizo el mismo ademán de indiferencia que cuando nuestro hombre le pidió permiso para entrar al baño. “Sólo tengo este abrigo y sería capaz de venderlo por un bocado, pero después me moriría de frío”, continuó nuestro hombre. La mujer sexagenaria le respondió con un tono tranquilo y una voz de fumadora vieja: “Yo podría comprarte ese abrigo”. Farragut se entristeció: sabía que su actitud lastimosa no obtendría nada de esa mujer, quien volvió a dirigirse a él: “Te daría de comer y de beber por un buen sexo. Tengo un pequeño cuarto aquí mismo”. Dos mese atrás, hubiera aceptado la oferta, pero en su nuevo estatus de libertad no quería ser un prostituto; sentía cierta dignidad. “No señora, no. Yo no soy una puta que se entrega por comida”, replico. “Pues bien –contestó la vieja lasciva con cierta indignación–, si no tienes dinero para consumir algo, tienes que largarte de aquí”. Y señaló con su artrítico índice la destartalada puerta de salida.

Cuando Farragut ya había perdido toda esperanza de llevarse un bocado a la boca y, con los hombros caídos y los ojos perdidos en el suelo, se acercaba a la puerta de salida, sintiendo a cada paso cómo se habrían sus heridas, un hombre se dirigió a él con un fuerte: “¡Schiiit!”. Farragut volteó distraído, y el hombre de la mesa le hizo una seña con la mano para que se acercara a la mesa donde se encontraba. “¿Cómo te va la vida, hijo?”, dijo el hombre, después de tomar un hondo sorbo de cerveza y limpiarse la espuma de la boca. “Esta mujeruca es miseria pura y madura”, y señaló con la cabeza a la barra. “Yo me he tenido que acostar con ella algunas veces para beber un poco de cerveza. Me arrepiento totalmente. No sabes que es tener una bola fétida de grasa encima de ti…”. Mientras decía esto, la mujer, que en su ensimismamiento no había escuchado los insultos de su cliente, comía algo semejante a un sándwich.

“¿Cómo te llamas, hijo?”.

“Ezekiel ”, contestó con cierta timidez nuestro hombre.

“Ezekiel, ¿eh? ¿Y eres judío?

“No, señor; soy católico.”, dijo atropelladamente Farragut.

El hombre no pareció poner atención.

“¿Estás enfermo, hijo? Tienes una pinta que da pena verte”. Y al decir esto hurgaba sin ningún
pudor su gruesa y grasienta nariz.

“Creo que lo estoy, señor. No he comido en varios días.”

“Siéntate, muchacho, siéntate. Así que eres un indigente… Pues no tienes pinta…, más bien pareces un burgués afeminado.”

Farragut guardó silencio. Todas sus esperanzas estaban puestas en que el hombre que le hablaba le invitara a comer.

“Entonces estás hambriento… Y de seguro que la vieja esta –y señaló con el meñique a la mujer– te ofreció alimento a cambio de placer. Te aseguro que ese adefesio jamás ha tenido sexo gratis… ¿Quieres comer algo, hijo?”

A Farragut le molestaba que el extraño le llamara “hijo”, pues eran hombres de la misma edad. Este apelativo denotaba un aire de superioridad y cierta lástima. Además, le obligaba a referirse a este hombre con el término “señor”, que él había usado tantas veces para referirse respetuosamente a las personas más deleznables que había conocido en su vida. Sin embargo, la ansiada pregunta hizo a Ezekiel olvidarse de cualquier cavilación. Contestó:

“Si usted fuera tan amable de darme algo de comer, se lo agradecería enormemente, señor.”

“¿Pero eres o no un indigente?”

“Hoy por hoy, sí. Pero hace 5 años era profesor universitario. Sucede que mi adicción me arrancó todo lo que tenía un poco de valor en mi vida… mi mujer, mis hijos y… mi libertad. Si tuviera que dar una clase hoy, seguro que no podría hilar un discurso coherente”.

El hombre de nuevo estaba distraído, ahora con una muela postiza que había sacado de su boca y que usaba machaconamente como un palillo de dientes. Sólo logro decir: “Ah, ya. Está bueno”. Los dos guardaron silencio. Únicamente se escuchaba el sonido metálico que generaba el improvisado mondadientes del desconocido al chocar contra las muelas.

“¡A ver, Paula, trae algo de comer a este señor!”, gritaba el extraño, con una voz profunda y entonada. “¡También sírvele una cerveza obscura!, ¡Ah, y quita esa mierda de música, que estamos intentando conversar!”.

La respuesta de la madama no se hizo esperar. “¿Conversar? ¡No me jodas! Vas a contarle la ya relamida historia de tu vida… ¡ja!, le quitarás a ese espantajo las ganas de comer… Prefiero oír a un burro rebuznar que escuchar por milésima vez el cuento de tu triste vida, Vermont.”

“Cállate ya, maldita bruja; haz lo que te digo o te caliento.”

La mujer le hizo una seña obscena, y después comenzó a preparar la comida de Farragut.

“Pues mira: yo soy Saul Vermont. Hace 10 años era un afamado abogado, pero un socio del despacho me defraudó millones y terminé casi en la calle. Mi mujer murió de cáncer de mama al poco tiempo y yo me quedé solo. Desde entonces, no creo en nada ni en nadie. Vivo de las rentas de unos departamentos que tengo en el centro y me dedico a beber y vagar todo el santo día. Espero pacientemente el momento en que el alcohol me dé la fuerza de voluntad o me embrutezca lo suficiente para matar al hijo de puta que me robó… Pero no me quejo: creo que tener salud es el máximo tesoro de un hombre. Además: nunca me han faltado mujeres desde mi soltería. Eso sí: nunca gratis, ni una sola vez. Vivo cerca de aquí, así que si no tienes lugar a dónde ir, te puedes quedar unos días conmigo. Serás como mi perro de compañía…” El extraño se vio interrumpido por la mujer, que traía un par de cervezas y algo que semejaba un sándwich. Dejó la orden y se retiró, no sin antes recibir una sonora palmada de Saul en los cuartos traseros, que vibraron sin ningún concierto.

Farragut se lanzó ferozmente sobre el plato. Devoró en pocos minutos la comida y la cerveza. Cuando terminó de comer, se dio cuenta que lo había hecho como un indigente. Pensó en los restaurantes parisinos que había visitado en su luna de miel con Mary, quien en esa época estaba en la plenitud de su belleza: firme, torneada, su busto, mediano y firme, era perfecto. Su pelo abundoso, negro y brillante, semejaba el azabache. Una delicia. Ya en los primeros años, Farragut se preguntaba cómo era posible que estuviera casado con una mujer así. Él no era feo, no; pero bien sabía que no era un galán. A comparación de Mary, perecía un hombre gris… Este pensamiento fue tomando fuerza día a día, atormentándolo hasta las lágrimas. La última vez que había platicado con Mary había tomado plena conciencia del abismo físico que los separaba. Ella aún se encontraba bastante bien: a sus 38 años todavía mantenía un buen cuerpo, el pelo igual de bello que siempre y los pechos, pese haber sufrido las fuerzas gravitatorias, todavía eran muy honorables. Él, en cambio, a sus 43, era un viejo. Paul se lo había dicho: “Mira; me pareces bello, y eso que ya tus carnes son flácidas y lechosas como las de un anciano”. Él recordaba estas palabras, aunque era muy posible que no fueran tan fieles a las pronunciadas por Paul aquella vez. El pelo de Farragut era pajoso y escaso y la falta de actividad física le había regalado con un cuerpo endeble y encorvado: los hombros cargados, las piernas flacas y ya sin pelo y una caja torácica quebradiza y huesuda. No; no era bello, como había dicho Paul; era un alfeñique con rasgos ingleses, y poco más.

Al tiempo que Farragut cavilaba con tristeza en estas cosas, Saul seguía hablando de los dimes y diretes de su malhadada existencia.