Alguna esperanza querdará (segunda entrega).
Una vez que Farragut pudo calmar su hambre, comprendió que la historia interminable de aquél hombre era un hilván de lugares comunes. De seguro era inventada, pensó. Pero prefería, sin género de duda, escuchar las fantasías de Vermont por horas que acostarse con la mujer de la barra.
Hora y media más tarde, Saul, que ya desvariaba por el alcohol, le dijo:
“Entonces, ¿te vienes conmigo o vas a vagabundear por la ciudad, hijo?”
Farragut no supo qué contestar. Y dijo para sus adentros:
“Este hombre de aliento ácido me ofrece un lugar para dormir; sin embargo, no confío en él y me causa cierta repugnancia. Prefiero caminar y dormir a la intemperie, al fin y al cabo no tuve que vender mi abrigo.”
El hombre insistió: “¿Entonces?”
Farragut le dijo: “no, señor, muchas gracias, tengo lugar a donde pasar la noche”.
Los dos hombres abandonaron el lugar a un tiempo. Ya en la calle, donde el frío arreciaba, el hombre preguntó por vez última:
“¿Seguro que no te vienes conmigo? Tengo algo de alcohol y mariguana en mi casa, podríamos divertirnos y ver hasta dónde llegamos…”.
Vermont terminó la frase cerrando un ojo, gesto que anunciaba complicidad.
“No, no, pero se lo agradezco”, contestó Ezekiel, con el semblante lleno de angustia y asco.
Los dos hombres tomaron rumbos opuestos. Farragut caminó sin querer llegar a ningún lugar. Estaba como extasiado de noche. Comenzó a silbar. Eso le agradaba bastante, pues tenía buena entonación. Cierta vanidad pasó por su cabeza. Respiró profundo, como queriendo asir la vida, y metió las manos en las bolsas del abrigo. Una alegría desconocida lo invadió. Era libre.
Después de un rato de errático andar, se sentó en el banco de un parque. Serían como las 3:30 de la mañana. Estaba agotado. Cabeceó varias veces y se quedó, al fin, dormido. Despertó 20 minutos después por el frío que se le había colado hasta los huesos. Pensó: “tengo que encontrar un lugar para dormir un rato. Una vez descansado tomaré una decisión”. Palpó su costillar y notó un agudo dolor. Intentó ver las heridas de sus piernas, pero los músculos para agacharse no le respondían bien: estaban ateridos. “¿De dónde sacaré dinero para rentar un cuarto…? Ah, ya sé, iré a una iglesia y pediré caridad con el párroco… ¿Dónde estará la iglesia más cercana?” Mientras pensaba en esto, Farragut volvió a caer dormido, pero el frío volvió a hacer de las suyas. Sin ningún ánimo, Ezekiel se levantó y comenzó a mirar a su alrededor para ver si encontraba algún campanario que anunciara una iglesia. Caminó al otro extremo del parque y vislumbró algo parecido a una parroquia. Bien sabía Farragut que difícilmente esa iglesia con la que se había topado sería católica, pero en ese momento la pareció que cualquier religión comprendería su miseria y lo auxiliaría. Todas sus esperanzas estaban puestas en encontrar alguien que lo acogiera.
En la entrada de la iglesia había un par de perros callejeros, los cuales despertaron al oír la primera pisada de nuestro hombre en la escalera. Ambos tenían esa mirada de canes viejos, experimentados, a caballo entre la ternura, la piedad y el miedo. Al segundo peldaño, movieron la cola. Farragut encontró en ese movimiento espontáneo y tranquilo la primera muestra de humanidad desde que había salido de la cárcel.
Como era de esperar, la puerta estaba cerrada. Ezekiel, agotado, se tumbó entre los dos perros para calentarse un poco. “Soy –pensó– un auténtico vagabundo. Y, a decir verdad, prefiero esto a estar con Mary… ¿Qué será de mi pequeño Samuel?...”
En el continuo sopor de la cárcel, donde jamás logró distinguir claramente la realidad del sueño, el antiguo profesor universitario no había parado mientes ni una sola vez en Samuel, su hijo, quien a la sazón tendría 14 o 15 años. 3 años de animalidad; tres años viviendo como bestia, y precisamente 2 bestias habían despertado sus instintos paternales. “Samuel –dijo en voz baja–“, y ese nombre le sonaba tan lejano e irreal como sus viajes burgueses a París a Viena a Salzburgo… “Samuel…”.
Desde que su hijo nació, Farragut ya era adicto a la heroína y ya había amado a algunos hombres. En el recuerdo, la infancia de su pequeño le parecía la vida de otra persona: jamás había entablado una relación con él, jamás se había preocupado por su bienestar psíquico, jamás había pronunciado su nombre con conciencia. Parecía que era otro quien contaba esa historia en su cabeza; parecía que era otro quien la había vivido realmente.
“Papá, ¿por qué mamá siempre está de mal humor?”
“No lo sé, Samuel. Supongo que es un poco exagerada.”
“He visto que se enoja mucho porque tú nunca le contestas cuando te regaña. Parece que estás en un sueño… “
Y Farragut lo estaba. Mary le llegó a dar fuertes bofetadas y él simplemente volteaba al suelo, se levantaba y se iba ofuscado a su cuarto, como un niño pequeño regañado.
“Papá: ¿me quieres? Dice mamá que no, porque nos lastimas.
“Yo jamás te he hecho daño, Samuel. Y a tú madre tampoco.”
“Ella dice que nos lastimas de la peor manera: destruyéndote a ti mismo”.
Y Farragut se destruía. Semanas enteras había injerido droga sin parar. El único límite había sido el dolor que sentía en sus brazos y la falta de dinero. Probó todos los narcóticos; los combinó; perdió la conciencia días completos. Había amanecido rodeado de su vomito y sus heces. Había llorado largamente sin sentimiento alguno.
“Jamás das un centavo para la educación de Samuel –le había dicho Mary–. Todo te lo gastas en tus porquerías, y ni si quiera tienes las agallas del auténtico adicto para conseguir dinero como sea. Vienes llorándome como una mujerzuela para pedirme dinero. Eres lo peor que le pudo haber pasado a tu hijo, Ezekiel. Das pena. Eres más patético que un ciego pobre…”
Ezekiel se levantó bruscamente. Había dormido un par de horas más. Las puertas de la iglesia se abrían, los perros, impacientes, comenzaban a salivar. Sintió sed. Una arrasadora sed. Tronó los huesos de su flaca espalda. Se frotó los ojos para quitarse las lagañas. De la puerta salió un hombre viejo que llevaba una pequeña cubeta con pan duro. Miró a nuestro hombre de hito en hito, con cierta desconfianza.
“¿Qué quiere, señor?”, dijo el desconocido con una voz sin timbre.
“Tengo sed”, contestó Farragut mirándolo con piedad.
“Pase, entonces. Le regalaré un vaso con agua.”
Farragut cruzó el umbral y fue recibido por un ambiente cálido. Olor a cera quemada: olor a infancia y buenos deseos. Sintió una tranquilidad poco común, una mezcla de nostalgia y seguridad. Estaba más cerca de sí mismo que nunca.
El hombre comenzó a lanzar los trozos de pan a los perros, que devoraban al vuelo los duros manjares. Después, tomó un cacharro que estaba en el suelo y les dio de beber. El convite parecía desarrollarse entre viejos conocidos: no había ninguna formalidad, pero, eso sí, un auténtico agradecimiento por parte de los comensales, quienes agitaban sus colas como queriendo aplaudir.