Orígenes (primera entrega).
El asceta se levantó. El alba despuntaba y su escuálida sombra comenzaba a dibujarse en el fondo de la cueva. Besó el suelo, se arrodilló con dirección al este y rezó el Akathistos. Se puso de pié y, con las manos cruzadas sobre el pecho, recitó en copto el salmo 50. Salió al encuentro con el desierto, que a esa hora (la octava media hora) todavía mostraba cierta piedad. Se acercó al oasis y lavó con ternura su barba y su largo cabello. El pecho y los sobacos después. Tomó agua con recato. Mojó sus pies, ahora convertidos en almohadillas de animal salvaje. Postrado al lado del oasis, mientras el sol consumía el agua en sus carnes, rezó el padrenuestro en varias lenguas.
(La cara es tierra arcillosa fracturada en infinitas líneas por los incisivos punzones del sol. Las manos son arbustos crispados y las barbas, liquen de bosque umbrío. Las piernas arqueadas son raíces secas que sostienen el flaco tronco. Los labios están cuarteados por las zanjas del arado)
Sintió la soledad y el calor del desierto; sintió la soledad y el calor aún más injurioso del desierto interior. Hacía tres años que vagaba por las abrasadoras dunas, que comía raíces y reptiles, que dormía apretando involuntariamente la mandíbula y chirriando los dientes, que tenía raros sueños que provocaban la efusión involuntaria de su simiente; hacia dos que su fe sólo descansaba en un puro querer creer. El Señor lo había abandonado y, a pesar de reconocer la prueba, comenzaba a dudar de su fuerza.
Tomó un puñado de arena y vio con nostalgia la representación del infinito en los minúsculos granos que escapaban de sus manos. El infinito de lo mismo lo aterraba. Su rutina, puesta entre dos espejos, le parecía más insoportable que la Gehena. Si no había Paraíso, todo su dolor, su mérito, serían absurdos, infinitamente absurdos. Se había lanzado al desierto con el afán de la Perfección, mas el progreso espiritual –había llegado a comprender– siempre estaba un paso adelante de su vida.
Regresó a la cueva y limpió el suelo con una rama seca de palmera. Se sentó en una piedra, tomó un cuenco repleto de dátiles y comió un par. Tomó la vieja toga blanca –de sus años de profesor de catecúmenos en Alejandría– y la puso en el enjuto cuerpo. Hacía tiempo que ya no usaba las sandalias. Tocó distraídamente sus hinojos y se sorprendió de lo duros y resecos que estaban: parecían dos piedras devoradas por musgo grisáceo. Los rayos del Sol ya bañaban todas las paredes de la cueva; era hora del estudio. Se dirigió a la zona más profunda de la gruta y retiró la enorme tela que cubría un monte informe de libros. La extendió en el suelo, lo más cerca de la entrada, y acomodó seis libros en ella. Movió el corazón hacia el Señor y repitió de memoria el capítulo primero del Evangelio de San Juan. Tocó su frente, sus ojos, sus labios, su corazón y comenzó a traducir los primeros Salmos del rey David del hebreo al griego. Cada vez que terminaba uno, comparaba su versión con la de Aquila de Sinope. Se dedicó todo el día a esta labor. Tenía pensado terminar su Hexapala a más tardar en siete lunas nuevas, y para esto necesitaba una gran disciplina y concentración. Cenó con los últimos rayos del crepúsculo un par de dátiles, una mezcla de raíces de arbustos y un vaso de savia de cacto con agua. Recitó de memoria pasajes de la primera carta San Juan y, cuando acabó, se quito la toga, la sacudió y se echó a dormir desnudo sobre ella.
Esa noche soñó que caminaba por una bella playa de Cesárea de Palestina en compañía de su maestro, Ammonio Saccas. El agua del Mediterráneo llegaba perezosa a sus pies y el Sol penetraba sus espesas barbas, dejando algunos fragmentos estelares que titilaban por unos instantes. Tomó con familiaridad el brazo del maestro y le preguntó: “¿Hay un Todopoderoso?” El onírico personaje respondió casi al instante y sin turbarse: “No lo hay”. El asceta volvió a preguntar: “¿Existe un Todopoderoso?” La respuesta volvió a ser rápida y reposada: “No existe”. Siguieron caminando en silencio con paso firme durante algún tiempo. El santo soltó intempestivamente a su viejo amigo y se fue a refugiar a las piedras en forma de vientre abierto de un despeñadero que hundía su fundamento en el mar. Lloró. Odió a su maestro. Sintió miedo de la oscuridad.
Al despertar, notó un sabor metálico en la boca. Escupió sobre su mano, la acercó a los lechosos rayos lunares y pudo observar el color rosado de su saliva: había apretado con tal fuerza la mandíbula que las encías le sangraban. Se levantó y rezó el salmo 50. Era media noche y el frío le atería los músculos. Buscó su piel de cordero y la puso sobre sus breves carnes. Salió de la cueva y contempló el desierto, embebido de luna. Una tristeza amarga le invadió; sintió las cálidas gotas salinas por sus mejillas, las cuales dejaron un recorrido tibio en su rostro hasta perderse en el laberinto de la barba. Rasco su pecho, arrancando algunos sonidos de madera crepitante. Hipnotizado por el olor calizo de la arena, se sentó en el suelo y, con la cabeza inclinada de lado, miraba sin ver. El sopor quería vencerlo, pero el viento helado le mordía los riñones. La luna resplandecía en la parte alta de su cabeza, donde el pelo escaseaba y el lustroso cráneo comenzaba a convertirse en un espejo de luz. Vista de perfil, la figura del asceta, recortada por una finísima línea plateada contra el fondo obscuro de la cueva, era de una bella debilidad.
Finalmente decidió levantarse. Se acercó al oasis y bebió dos sorbos de agua. Sabía que el sueño, una vez que lo había abandonado, no volvería hasta la noche siguiente, así que decidió hacer una fogata y seguir escribiendo su libro De principiis. Tomó el pedernal, algunas ramas secas de palmera que apilaba en su cueva y un poco de aceite de la lámpara. El fuego abrasó la hojarasca en un santiamén, proporcionando buena luz y calor al santo.
Fue a buscar la fina tinta de murex que le había regalado uno de sus discípulos de Alejandría, mojó con delicado movimiento el cálamo biselado de una pluma de cisne y anotó con hermosas letras púrpuras en una vitela nueva:
Dios conoce indefectiblemente el futuro del hombre, por lo que éste se encuentra predestinado a la salvación o a la condenación. Preexiste en la mente de su Creador como salvo o como anatema.
Hay, pues, una doble predestinación: el infierno o el cielo. Un número determinado de hombres se encuentra sufriendo las penas eternas del Tártaro y un número determinado de hombres goza de las delicias infinitas del Divino Rostro.
“¿Cómo es posible–se dijo el asceta– que Dios cree a seres predestinados a la condenación eterna? ¿Hemos de vivir cargando la insoportable certeza de que algunos hermanos se han condenado y sufren por toda la eternidad? ¿Hemos de tener alegría en nuestro paso por esta tierra, sabiendo que gente querida por nosotros sufre lo indecible por los siglos de los siglos?¿Podemos contemplar sin rastro de preocupación el sublime rostro del Señor, mientras el hermano desespera perpetuamente en el Lago de Fuego?”
Tomó inmediatamente la lija de piedra y talló, hasta hacerlo desaparecer, el texto que acababa de escribir. Era la primera vez que borraba un párrafo entero.
Gruesas gotas de sudor, nacidas en el cuero cabelludo, corrían por la frente del santo hasta toparse con las hondas arrugas, en donde se distribuían verticalmente. El incendio comunicaba una luz intensa y un calor casi insoportable. El cráneo destellaba en la parte frontal, tras el sutil velo de cabello. Los ojos, casi cerrados por el peso de los párpados superiores, reflejaban dos pequeños fuegos. No se sentía bien: tenía una extraña taquicardia y escalofríos le recorrían la espina dorsal.
“El Señor no vendrá ni hoy ni mañana –pensó el santo–. La Parusía se ha dilatado demasiado; nuestra esperanza no puede estar fincada en estos cielos y en esta tierra. Nuestra esperanza, entonces, ha de incluir a todas las generaciones de hombres que vendrán después de nosotros, y que serán muchas. El Señor no ha venido en estos días y quién sabe cuándo decida hacerlo…”
La cavilación del santo se vio repentinamente interrumpida por una memoria–el azar da los pensamientos y el azar los quita–: recordó a los jóvenes catecúmenos que le habían sido encomendados para instruirlos en el Credo de Cristo. “Hijitos –les decía–, prepárense, pues el Señor prometió su advenimiento en un breve tiempo. Estén atentos y con suficiente aceite para sus lámparas. Verán al Cristo descender en su Gloria, al Cordero degollado separando a los suyos de los cabritos. Aquéllos vivirán para siempre en el gozo de la Belleza; éstos, en cambio, sufrirán el llanto y el rechinar de dientes. El amor y el odio son los únicos caminos que se pueden elegir en nuestro paso terreno. Amen y serán salvos; odien y serán maldecidos…”
Pero el Señor no vendría, y el hombre era demasiado débil para jugarse el destino en medio instante de la eternidad: su vida.
El asceta dijo en alto: “Déjame oír el gozo y la alegría, alégrense mis huesos triturados, y acaba de borrar mis culpas todas. Crea, oh Dios, para mí un corazón nuevo, y un espíritu firme en mí renueva…”
(La voz es extraña. Lejana. Ausente. El tono, terroso, es de una dulzura quejumbrosa.)
Estaba solo. Extrañaba a la mujer, al perro y a la uva; al niño, a la sombra del olivo, al verde prado. Extrañaba la brisa del Mediterráneo, el graznido del albatros y el ruido incesante de la mar. Estaba en el desierto con los huesos desecados, el alma turbada. Sentía necesidad de la madre, del padre: deseaba vivir como un mortal más.
“Señor, tu siervo te escucha, habla. Señor, en ti espero, en ti busco el reposo. Manda y obedeceré. Si es tu voluntad que siga en este desierto, estaré aquí hasta que mi sangre se evapore y riegue estas ardientes arenas… ¡Elohim!”
El desierto mudo. La luna argéntea guarda silencio. El fuego chisporrotea con absoluta normalidad. No sucede nada. El asceta no quiere engañarse oyendo lo que quiere oír: sus voces, esta vez, enmudecen: el consuelo refinado de la autocompasión no acude a su conciencia.