miércoles, agosto 26

Orígenes (primera entrega).

El asceta se levantó. El alba despuntaba y su escuálida sombra comenzaba a dibujarse en el fondo de la cueva. Besó el suelo, se arrodilló con dirección al este y rezó el Akathistos. Se puso de pié y, con las manos cruzadas sobre el pecho, recitó en copto el salmo 50. Salió al encuentro con el desierto, que a esa hora (la octava media hora) todavía mostraba cierta piedad. Se acercó al oasis y lavó con ternura su barba y su largo cabello. El pecho y los sobacos después. Tomó agua con recato. Mojó sus pies, ahora convertidos en almohadillas de animal salvaje. Postrado al lado del oasis, mientras el sol consumía el agua en sus carnes, rezó el padrenuestro en varias lenguas.

(La cara es tierra arcillosa fracturada en infinitas líneas por los incisivos punzones del sol. Las manos son arbustos crispados y las barbas, liquen de bosque umbrío. Las piernas arqueadas son raíces secas que sostienen el flaco tronco. Los labios están cuarteados por las zanjas del arado)

Sintió la soledad y el calor del desierto; sintió la soledad y el calor aún más injurioso del desierto interior. Hacía tres años que vagaba por las abrasadoras dunas, que comía raíces y reptiles, que dormía apretando involuntariamente la mandíbula y chirriando los dientes, que tenía raros sueños que provocaban la efusión involuntaria de su simiente; hacia dos que su fe sólo descansaba en un puro querer creer. El Señor lo había abandonado y, a pesar de reconocer la prueba, comenzaba a dudar de su fuerza.

Tomó un puñado de arena y vio con nostalgia la representación del infinito en los minúsculos granos que escapaban de sus manos. El infinito de lo mismo lo aterraba. Su rutina, puesta entre dos espejos, le parecía más insoportable que la Gehena. Si no había Paraíso, todo su dolor, su mérito, serían absurdos, infinitamente absurdos. Se había lanzado al desierto con el afán de la Perfección, mas el progreso espiritual –había llegado a comprender– siempre estaba un paso adelante de su vida.

Regresó a la cueva y limpió el suelo con una rama seca de palmera. Se sentó en una piedra, tomó un cuenco repleto de dátiles y comió un par. Tomó la vieja toga blanca –de sus años de profesor de catecúmenos en Alejandría– y la puso en el enjuto cuerpo. Hacía tiempo que ya no usaba las sandalias. Tocó distraídamente sus hinojos y se sorprendió de lo duros y resecos que estaban: parecían dos piedras devoradas por musgo grisáceo. Los rayos del Sol ya bañaban todas las paredes de la cueva; era hora del estudio. Se dirigió a la zona más profunda de la gruta y retiró la enorme tela que cubría un monte informe de libros. La extendió en el suelo, lo más cerca de la entrada, y acomodó seis libros en ella. Movió el corazón hacia el Señor y repitió de memoria el capítulo primero del Evangelio de San Juan. Tocó su frente, sus ojos, sus labios, su corazón y comenzó a traducir los primeros Salmos del rey David del hebreo al griego. Cada vez que terminaba uno, comparaba su versión con la de Aquila de Sinope. Se dedicó todo el día a esta labor. Tenía pensado terminar su Hexapala a más tardar en siete lunas nuevas, y para esto necesitaba una gran disciplina y concentración. Cenó con los últimos rayos del crepúsculo un par de dátiles, una mezcla de raíces de arbustos y un vaso de savia de cacto con agua. Recitó de memoria pasajes de la primera carta San Juan y, cuando acabó, se quito la toga, la sacudió y se echó a dormir desnudo sobre ella.

Esa noche soñó que caminaba por una bella playa de Cesárea de Palestina en compañía de su maestro, Ammonio Saccas. El agua del Mediterráneo llegaba perezosa a sus pies y el Sol penetraba sus espesas barbas, dejando algunos fragmentos estelares que titilaban por unos instantes. Tomó con familiaridad el brazo del maestro y le preguntó: “¿Hay un Todopoderoso?” El onírico personaje respondió casi al instante y sin turbarse: “No lo hay”. El asceta volvió a preguntar: “¿Existe un Todopoderoso?” La respuesta volvió a ser rápida y reposada: “No existe”. Siguieron caminando en silencio con paso firme durante algún tiempo. El santo soltó intempestivamente a su viejo amigo y se fue a refugiar a las piedras en forma de vientre abierto de un despeñadero que hundía su fundamento en el mar. Lloró. Odió a su maestro. Sintió miedo de la oscuridad.

Al despertar, notó un sabor metálico en la boca. Escupió sobre su mano, la acercó a los lechosos rayos lunares y pudo observar el color rosado de su saliva: había apretado con tal fuerza la mandíbula que las encías le sangraban. Se levantó y rezó el salmo 50. Era media noche y el frío le atería los músculos. Buscó su piel de cordero y la puso sobre sus breves carnes. Salió de la cueva y contempló el desierto, embebido de luna. Una tristeza amarga le invadió; sintió las cálidas gotas salinas por sus mejillas, las cuales dejaron un recorrido tibio en su rostro hasta perderse en el laberinto de la barba. Rasco su pecho, arrancando algunos sonidos de madera crepitante. Hipnotizado por el olor calizo de la arena, se sentó en el suelo y, con la cabeza inclinada de lado, miraba sin ver. El sopor quería vencerlo, pero el viento helado le mordía los riñones. La luna resplandecía en la parte alta de su cabeza, donde el pelo escaseaba y el lustroso cráneo comenzaba a convertirse en un espejo de luz. Vista de perfil, la figura del asceta, recortada por una finísima línea plateada contra el fondo obscuro de la cueva, era de una bella debilidad.

Finalmente decidió levantarse. Se acercó al oasis y bebió dos sorbos de agua. Sabía que el sueño, una vez que lo había abandonado, no volvería hasta la noche siguiente, así que decidió hacer una fogata y seguir escribiendo su libro De principiis. Tomó el pedernal, algunas ramas secas de palmera que apilaba en su cueva y un poco de aceite de la lámpara. El fuego abrasó la hojarasca en un santiamén, proporcionando buena luz y calor al santo.

Fue a buscar la fina tinta de murex que le había regalado uno de sus discípulos de Alejandría, mojó con delicado movimiento el cálamo biselado de una pluma de cisne y anotó con hermosas letras púrpuras en una vitela nueva:

Dios conoce indefectiblemente el futuro del hombre, por lo que éste se encuentra predestinado a la salvación o a la condenación. Preexiste en la mente de su Creador como salvo o como anatema.

Hay, pues, una doble predestinación: el infierno o el cielo. Un número determinado de hombres se encuentra sufriendo las penas eternas del Tártaro y un número determinado de hombres goza de las delicias infinitas del Divino Rostro.

“¿Cómo es posible–se dijo el asceta– que Dios cree a seres predestinados a la condenación eterna? ¿Hemos de vivir cargando la insoportable certeza de que algunos hermanos se han condenado y sufren por toda la eternidad? ¿Hemos de tener alegría en nuestro paso por esta tierra, sabiendo que gente querida por nosotros sufre lo indecible por los siglos de los siglos?¿Podemos contemplar sin rastro de preocupación el sublime rostro del Señor, mientras el hermano desespera perpetuamente en el Lago de Fuego?”

Tomó inmediatamente la lija de piedra y talló, hasta hacerlo desaparecer, el texto que acababa de escribir. Era la primera vez que borraba un párrafo entero.

Gruesas gotas de sudor, nacidas en el cuero cabelludo, corrían por la frente del santo hasta toparse con las hondas arrugas, en donde se distribuían verticalmente. El incendio comunicaba una luz intensa y un calor casi insoportable. El cráneo destellaba en la parte frontal, tras el sutil velo de cabello. Los ojos, casi cerrados por el peso de los párpados superiores, reflejaban dos pequeños fuegos. No se sentía bien: tenía una extraña taquicardia y escalofríos le recorrían la espina dorsal.

“El Señor no vendrá ni hoy ni mañana –pensó el santo–. La Parusía se ha dilatado demasiado; nuestra esperanza no puede estar fincada en estos cielos y en esta tierra. Nuestra esperanza, entonces, ha de incluir a todas las generaciones de hombres que vendrán después de nosotros, y que serán muchas. El Señor no ha venido en estos días y quién sabe cuándo decida hacerlo…”

La cavilación del santo se vio repentinamente interrumpida por una memoria–el azar da los pensamientos y el azar los quita–: recordó a los jóvenes catecúmenos que le habían sido encomendados para instruirlos en el Credo de Cristo. “Hijitos –les decía–, prepárense, pues el Señor prometió su advenimiento en un breve tiempo. Estén atentos y con suficiente aceite para sus lámparas. Verán al Cristo descender en su Gloria, al Cordero degollado separando a los suyos de los cabritos. Aquéllos vivirán para siempre en el gozo de la Belleza; éstos, en cambio, sufrirán el llanto y el rechinar de dientes. El amor y el odio son los únicos caminos que se pueden elegir en nuestro paso terreno. Amen y serán salvos; odien y serán maldecidos…”

Pero el Señor no vendría, y el hombre era demasiado débil para jugarse el destino en medio instante de la eternidad: su vida.

El asceta dijo en alto: “Déjame oír el gozo y la alegría, alégrense mis huesos triturados, y acaba de borrar mis culpas todas. Crea, oh Dios, para mí un corazón nuevo, y un espíritu firme en mí renueva…”

(La voz es extraña. Lejana. Ausente. El tono, terroso, es de una dulzura quejumbrosa.)

Estaba solo. Extrañaba a la mujer, al perro y a la uva; al niño, a la sombra del olivo, al verde prado. Extrañaba la brisa del Mediterráneo, el graznido del albatros y el ruido incesante de la mar. Estaba en el desierto con los huesos desecados, el alma turbada. Sentía necesidad de la madre, del padre: deseaba vivir como un mortal más.

“Señor, tu siervo te escucha, habla. Señor, en ti espero, en ti busco el reposo. Manda y obedeceré. Si es tu voluntad que siga en este desierto, estaré aquí hasta que mi sangre se evapore y riegue estas ardientes arenas… ¡Elohim!”

El desierto mudo. La luna argéntea guarda silencio. El fuego chisporrotea con absoluta normalidad. No sucede nada. El asceta no quiere engañarse oyendo lo que quiere oír: sus voces, esta vez, enmudecen: el consuelo refinado de la autocompasión no acude a su conciencia.

martes, agosto 18

Orígenes y la esperanza cristiana.


Este capítulo pertenece al primer libro de su obra De principiis. El texto no tiene desperdicio y su lectura es liberadora. ¿Qué opinan?


Chapter 6. On the End or Consummation.

1. An end or consummation would seem to be an indication of the perfection and completion of things. And this reminds us here, that if there be any one imbued with a desire of reading and understanding subjects of such difficulty and importance, he ought to bring to the effort a perfect and instructed understanding, lest perhaps, if he has had no experience in questions of this kind, they may appear to him as vain and superfluous; or if his mind be full ofpreconceptions and prejudices on other points, he may judge these to be heretical and opposed to the faith of theChurch, yielding in so doing not so much to the convictions of reason as to the dogmatism of prejudice. These subjects, indeed, are treated by us with great solicitude and caution, in the manner rather of an investigation and discussion, than in that of fixed and certain decision. For we have pointed out in the preceding pages those questions which must be set forth in clear dogmatic propositions, as I think has been done to the best of my ability when speaking of theTrinity. But on the present occasion our exercise is to be conducted, as we best may, in the style of a disputation rather than of strict definition.

The end of the world, then, and the final consummation, will take place when every one shall be subjected to punishment for his sins; a time which God alone knows, when He will bestow on each one what he deserves. We think, indeed, that the goodness of God, through His Christ, may recall all His creatures to one end, even His enemies being conquered and subdued. For thus says holy Scripture, The Lord said to My Lord, Sit at My right hand, until I make Your enemies Your footstool. And if the meaning of the prophet's language here be less clear, we may ascertain it from the Apostle Paul, who speaks more openly, thus: For Christ must reign until He has put all enemies under His feet.But if even that unreserved declaration of the apostle do not sufficiently inform us what is meant by enemies being placed under His feet, listen to what he says in the following words, For all things must be put under Him. What, then, is this putting under by which all things must be made subject to Christ? I am of opinion that it is this very subjection by which we also wish to be subject to Him, by which the apostles also were subject, and all the saints who have been followers of Christ. For the name subjection, by which we are subject to Christ, indicates that thesalvation which proceeds from Him belongs to His subjects, agreeably to the declaration of David, Shall not my soul be subject unto God? From Him comes my salvation.

2. Seeing, then, that such is the end, when all enemies will be subdued to Christ, when death— the last enemy— shall be destroyed, and when the kingdom shall be delivered up by Christ (to whom all things are subject) to God the Father; let us, I say, from such an end as this, contemplate the beginnings of things. For the end is always like the beginning: and, therefore, as there is one end to all things, so ought we to understand that there was one beginning; and as there is one end to many things, so there spring from one beginning many differences and varieties, which again, through thegoodness of God, and by subjection to Christ, and through the unity of the Holy Spirit, are recalled to one end, which is like the beginning: all those, viz., who, bending the knee at the name of Jesus, make known by so doing their subjection to Him: and these are they who are in heaven, on earth, and under the earth: by which three classes the wholeuniverse of things is pointed out, those, viz., who from that one beginning were arranged, each according to the diversity of his conduct, among the different orders, in accordance with their desert; for there was no goodness in them by essential being, as in God and His Christ, and in the Holy Spirit. For in the Trinity alone, which is the author of all things, does goodness exist in virtue of essential being; while others possess it as an accidental and perishable quality, and only then enjoy blessedness, when they participate in holiness and wisdom, and in divinity itself. But if they neglect and despise such participation, then is each one, by fault of his own slothfulness, made, one more rapidly, another more slowly, one in a greater, another in a less degree, the cause of his own downfall. And since, as we have remarked, the lapse by which an individual falls away from his position is characterized by great diversity, according to the movements of the mind and will, one man falling with greater ease, another with more difficulty, into a lower condition; in this is to be seen the just judgment of the providence of God, that it should happen to every one according to the diversity of his conduct, in proportion to the desert of his declension and defection. Certain of those, indeed, who remained in that beginning which we have described as resembling the end which is to come, obtained, in the ordering and arrangement of the world, the rank of angels; others that of influences, others of principalities, others of powers, that they may exercise power over those who need to have power upon their head. Others, again, received the rank of thrones, having the office of judging or ruling those who require this; others dominion, doubtless, over slaves; all of which are conferred by Divine Providence in just and impartial judgment according to their merits, and to the progress which they had made in the participation and imitation of God. But those who have been removed from their primal state ofblessedness have not been removed irrecoverably, but have been placed under the rule of those holy and blessedorders which we have described; and by availing themselves of the aid of these, and being remoulded by salutary principles and discipline, they may recover themselves, and be restored to their condition of happiness. From all which I am of opinion, so far as I can see, that this order of the human race has been appointed in order that in the future world, or in ages to come, when there shall be the new heavens and new earth, spoken of by Isaiah, it may be restored to that unity promised by the Lord Jesus in His prayer to God the Father on behalf of His disciples: I do not pray for these alone, but for all who shall believe in Me through their word: that they all may be one, as You, Father, are in Me, and I in You, that they also may be one in Us; and again, when He says: That they may be one, even as We are one; I in them, and You in Me, that they may be made perfect in one. And this is further confirmed by the language of the Apostle Paul: Until we all come in the unity of the faith to a perfect man, to the measure of the stature of the fullness of Christ. And in keeping with this is the declaration of the same apostle, when he exhorts us, who even in the present life are placed in the Church, in which is the form of that kingdom which is to come, to this same similitude ofunity: That you all speak the same thing, and that there be no divisions among you; but that you be perfectly joined together in the same mind and in the same judgment.

3. It is to be borne in mind, however, that certain beings who fell away from that one beginning of which we have spoken, have sunk to such a depth of unworthiness and wickedness as to be deemed altogether undeserving of that training and instruction by which the human race, while in the flesh, are trained and instructed with the assistance of the heavenly powers; and continue, on the contrary, in a state of enmity and opposition to those who are receiving this instruction and teaching. And hence it is that the whole of this mortal life is full of struggles and trials, caused by the opposition and enmity of those who fell from a better condition without at all looking back, and who are called the deviland his angels, and the other orders of evil, which the apostle classed among the opposing powers. But whether any of these orders who act under the government of the devil, and obey his wicked commands, will in a future world beconverted to righteousness because of their possessing the faculty of freedom of will, or whether persistent and inveterate wickedness may be changed by the power of habit into nature, is a result which you yourself, reader, may approve of, if neither in these present worlds which are seen and temporal, nor in those which are unseen and areeternal, that portion is to differ wholly from the final unity and fitness of things. But in the meantime, both in those temporal worlds which are seen, as well as in those eternal worlds which are invisible, all those beings are arranged, according to a regular plan, in the order and degree of their merits; so that some of them in the first, others in the second, some even in the last times, after having undergone heavier and severer punishments, endured for a lengthened period, and for many ages, so to speak, improved by this stern method of training, and restored at first by the instruction of the angels, and subsequently by the powers of a higher grade, and thus advancing through each stage to a better condition, reach even to that which is invisible and eternal, having travelled through, by a kind of training, every single office of the heavenly powers. From which, I think, this will appear to follow as an inference, that every rational nature may, in passing from one order to another, go through each to all, and advance from all to each, while made the subject of various degrees of proficiency and failure according to its own actions and endeavours, put forth in the enjoyment of its power of freedom of will.

4. But since Paul says that certain things are visible and temporal, and others besides these invisible and eternal, we proceed to inquire how those things which are seen are temporal— whether because there will be nothing at all after them in all those periods of the coming world, in which that dispersion and separation from the one beginning is undergoing a process of restoration to one and the same end and likeness; or because, while the form of those things which are seen passes away, their essential nature is subject to no corruption. And Paul seems to confirm the latter view, when he says, For the fashion of this world passes away. David also appears to assert the same in the words,The heavens shall perish, but You shall endure; and they all shall wax old as a garment, and You shall change them like a vesture, and like a vestment they shall be changed. For if the heavens are to be changed, assuredly that which is changed does not perish, and if the fashion of the world passes away, it is by no means an annihilation or destruction of their material substance that is shown to take place, but a kind of change of quality and transformation of appearance. Isaiah also, in declaring prophetically that there will be a new heaven and a new earth, undoubtedly suggests a similar view. For this renewal of heaven and earth, and this transmutation of the form of the present world, and this changing of the heavens will undoubtedly be prepared for those who are walking along that way which we have pointed out above, and are tending to that goal of happiness to which, it is said, even enemies themselves are to be subjected, and in which God is said to be all and in all. And if any one imagine that at the end material, i.e., bodily,nature will be entirely destroyed, he cannot in any respect meet my view, how beings so numerous and powerful are able to live and to exist without bodies, since it is an attribute of the divine nature alone— i.e., of the Father, Son, andHoly Spirit— to exist without any material substance, and without partaking in any degree of a bodily adjunct. Another, perhaps, may say that in the end every bodily substance will be so pure and refined as to be like the æther, and of a celestial purity and clearness. How things will be, however, is known with certainty to God alone, and to those who are His friends through Christ and the Holy Spirit.

viernes, agosto 7

Premio Nacional de Novela "Luis Arturo Ramos"


Hace unas semanas gané el Concurso Nacional de Novela "Luis Arturo Ramos". No pude asistir a la premiación, que fue en Boca del Río, en el Bocafest 2009. Acudieron mis papás y yo me limité a hacer un enlace en vivo desde Italia, donde me encuentro estudiando ahora.

Me cogió por sorpresa el premio, y me sorprendió aun más que El Caso de Armando Huerta (como se llama el libro) me diera esta alegría. Yo pensé que, si ganaba algo, sería con la otra novela, la que Mauricio ya me hizo el favor de leer.

La novela saldrá publicada en diciembre; no estaré en México para la presentación en la Feria de Guadalajara, pero sí para la del Palacio de Minería.

En fin, quería compartir mi alegría con ustedes y traer al blog un pretexto para brindar.