jueves, junio 28

Por qué no voy a votar.

Dicen los "sabedores" que el fraude electoral es imposible. Concedo. Pero el tema no es ése. El auténtico fraude, mucho más refinado, es hacernos creer que nuestra participación democrática consiste en elegir a un charlatán, que se promociona durante tres meses con un discurso vacío, para dirigir una nación que se desangra. Al igual que en el mercado no hay auténtica libertad, pues se elija esto o aquello, por lo único que se opta es —al final— por el consumo, en el sistema de partidos la “elección” sólo sirve para legitimar una realidad que nos viene impuesta (si bien “diversificada”): el partido.


Los partidos se han alejado de su base social y ya sólo se representan a sí mismos: a su voluntad de poder. El candidato es amasado, peinado, afectado como un producto de consumo más, y ya en la cima del poder, no responde sino a la voluntad de quienes lo construyeron. Otro tanto ocurre con el elector. ¿Por qué no caemos en la cuenta de lo obsceno que es el proselitismo político: la exhibición desvergonzada y frívola del deseo de poder? La política de partidos está muerta desde hace tiempo, y ya hiede. Nadie es capaz de resucitarla.

El fraude es hacernos creer que el voto, un acto individual, efímero, secreto, que sólo tiene un valor privado y cuantitativo, es capaz de conceder, como por arte de magia, poderes públicos, permanentes y de máxima trascendencia social a un grupo de politicastros. El voto escinde el desarrollo de la individualidad del auténtico ejercicio del poder y hace desaparecer la relación entre lo que un ser humano es y lo que puede hacer en política. Supuestamente, pondera al individuo, pero lo que hace en realidad es desactivarlo: quien vota lo hace desde la impotencia de ser poco más que nada; vota desde la incertidumbre y la esperanza (muchas veces traicionada) de que los números favorezcan su elección, pues de lo contrario, ésta jamás existió. Es la tiranía del número: la democracia geométrica que no tiene sustancia, que es mero proceso formal. De ahí que el voto jamás haya cambiado esencialmente nada.

El voto es, entonces, una institución decorativa: mucho ruido durante unos meses, enfrentamiento, distracción, desinformación, sensación de soberanía durante escasos treinta segundos (el tiempo que se tarda en tachar un partido y llevar la boleta a la urna); pero una vez realizado, el poder prescinde de sus electores; habla en nombre de ellos, sí, pero no los deja actuar: no quiere vernos actuar. Se consuma la identidad entre representantes y representados: éstos quedan subsumidos en aquéllos: quedan anulados.

Fraudulento es el mito de la igualdad política, que intenta esconder bajo su grueso velo demagógico la desigualdad en terrenos muchos más trágicos, como el económico y el cultural. Igualar políticamente a los ciudadanos es un acto de prestidigitación jurídica. La Palabra constitucional invoca solemnemente desde sus amarillentas hojas de 1917 la igualdad política y eso basta para que ésta comience, ex nihilo, a existir. ¿Pero en qué consiste esta igualdad? En el voto universal y directo. ¿Eso es todo? Sí. ¿Y sus demás implicaciones, es decir, la impronta del ciudadano real en la palestra pública? ¿Y el derecho a que mis opiniones tengan alguna acogida, algún sentido más allá del sinsentido del voto?

Vulgar fraude es, finalmente, la ficción política de la voluntad general: votan pocos (los pobres, que son muchos, nada saben de “votar”, ni siquiera son ciudadanos), divididos, y sin embargo, eso basta para “legitimar” un poder casi absoluto al “ganador”, quien envuelto en el mistérico hálito de la mayoría popular (que no lo es, en realidad), hace —por decir lo menos— de su capa un sayo. En esto, por cierto, no hay nada de Rousseau.

La democracia, el bien común y la verdadera política (la del movimiento social, el consuelo, la solidaridad) están en otro lado. El voto no es una realidad incuestionable (no es el ser); es una toma de postura que puede y debe ser denunciada, horadada. Sólo así seremos capaces de ver la riquísima realidad que hay más allá de él.

Yo no voy a votar: no quiero perpetuar ni dar el espaldarazo a un sistema ideológico y falso. Yo no voy a votar: no quiero asistir “al funeral silente, el funeral que no es de nadie, porque no hay nadie para ser enterrado”. O quizás, en este caso, sí lo haya… el cuerpo doliente de México.