Respuesta a un amigo sobre mi texto "Por qué no voy a votar".
Estimado
R: creo que mi texto es algo más
que un panfletillo bien escrito. Si bien tiene giros retóricos –como en tu
texto es un giro retórico la repetición del estribillo “triste”–, también tiene
ideas que se pueden (y deben) discutir. Es de lamentar que sólo te quedaste con
las frases efectistas y no atendiste las demás.
Cada
quien habla del poder dependiendo de la posición en la que se encuentra
respecto de él. Yo hablo desde la lugar de los no poderosos. Sufro la
impotencia. No puedo hacer que el perezoso Leviatán se mueva, no tengo impronta
real en los políticos, no puedo cambiar prácticamente nada. Quizás éste sea el
punto crucial que distancia tu postura de la mía. Quien tiene poder –aunque sea
un poco-habla bien del poder; quien no lo tiene, habla mal de él.
Quiero
aclararte dos cosas. Primero: la democracia –en la que sí creo– es distinta del
voto y del sistema de partidos. Recuerda que ya desde Aristóteles se distinguen
dos tipos de democracia: la república equilibrada o polis, en la que el poder se encuentra compartido por todos los
grupos y categorías en las que se dividen los ciudadanos, y esto permite que el
poder no sea ejercido en beneficio de un grupo limitado o una colación, y su
exceso: la democracia del mito igualitario y numérico. De hecho, ningún
pensador político anterior a la Revolución Francesa pensó la democracia de esta
última forma.
Segundo.
No soy un anarquista: creo en el bien común y en su realización a través del vivere civile. La vida política de un
ser humano es mucho más rica que los derechos políticos reconocidos e interpretados
por el Estado.
Dices
que tú y otras personas han luchado para que hoy día existan en México
libertades que antaño era impensables. No lo dudo. El problema es precisamente
que la efectividad de tal lucha es mínima, pues se ha hecho desde los propios
mecanismos del Estado. Por eso el voto nunca ha cambiado nada de raíz. Y en el
caso particular de México, su inefectividad ha perpetuado la terrible
injusticia social que ha existido desde la época colonial.
Me
sorprende que conociendo la tesis desarrollada por pensadores como Henri de
Lubac, Eric Voegelin, Hans Jonas, Hans Urs von Balthasar y, más recientemente,
Massimo Borghesi (todos ellos católicos), sobre la trasmutación contemporánea
del gnosticismo en una teología civil —la cual ha acarreado terribles
implicaciones políticas—, no puedas concebir una crítica al “status quo” del
voto y del partido. Me sorprende que conociendo la crítica de Schmitt a la antropología
individualista que subyace en el parlamentarismo contemporáneo, te sientas
“triste” porque no creo (creemos) en las instituciones democráticas liberales.
Me sorprende que sabiendo que la Iglesia ha prescindido por completo de la
noción de Estado-nación para hablar de la realización del bien común, no seas
capaz de admitir que no votar puede ser también una opción política legítima
para un creyente, ya que puede representar –como en mi caso– resistencia ante
un sistema que se considera falso.
Quisiera
detenerme en este último punto. La Iglesia ha prescindido de la estructura
estatal y soberana para hablar de poder público. En su doctrina social ha
mantenido la distinción entre poder civil y sociedad. A ésta última le
corresponde, según sus particularidades, elegir la forma de gobierno que
considere más justa y los límites del poder. Además, la Gadium et Spes, al fundar toda su doctrina en la eminencia de un
derecho natural determinante a su vez del bien común a que todos deben aspirar
y de la acción del gobierno en concreto, repudia el arbitrio plebiscitario. Y
en su parágrafo 74 indica que es legítima la diversidad de opiniones políticas.
Por
otra parte, tanto León XIII (Annum Sacrum)
como Pío XI (Quas primas) sostienen
que sólo es legítimo el poder que no se opone a la voluntad divina de Cristo.
La principal consecuencia política del Reinado de Cristo es precisamente la de
excluir todo poder político absoluto, sea autocrático sea democrático, pues la
forma de concretarse la voluntad no interesa a este respecto. De ahí que, en
opinión de un jurista de la talla de Álvaro d´Ors, la negación de la estructura
estatal, tal como se entiende desde Bodino, debe considerarse como exigencia de
una recta teología política cristiana. La primera teología política medieval
así lo había reconocido, pero la secularización jurídica, al despersonalizar el
poder soberano de Cristo, erigió la soberanía estatal. Esto no se nos puede
olvidar.
Desde
este punto de vista, un cristiano puede estar en contra de un sistema
democrático insustancial donde se toman decisiones de profundo calado por
simples mayorías relativas. Un sistema que se erige como soberano absoluto, ya
que prescinde de cualquier criterio sustancial (como el derecho natural) y hace
uso exclusivo del plebiscito para legitimar al gobierno y a la ley positiva. Es
más: quizás sea su responsabilidad más urgente denunciarlo.
En
otra parte de tu respuesta, dices que has intentado construir una antropología en
donde la fragilidad y la imperfección sí cuenten. Eso es loable. Ahora bien,
creo que aquí valdría la pena traer a colación una aguda distinción política
que hace Judith Butler entre “precariedad” y “precaridad”. La primera es la
común debilidad y dependencia que todo ser humano experimenta a lo largo de su
vida. Esta experiencia ha de ser la base de la convivencia pacífica y del
Estado de Derecho. “Precaridad”, en cambio, es la miseria inducida por el poder
estatal y sus mecanismos biopolíticos, en los que subyace una antropología
perversa. La “precaridad” tiene que ser denunciada y conjurada.
Tanto
Hobbes como Hegel pensaron la unidad social a partir de la vulnerabilidad de la
vida humana. Una comunidad se hace posible y, aún más, necesaria porque los
seres humanos se necesitan mutuamente para subsistir. Esta interdependencia,
que se opone a la visión individualista del liberalismo clásico, crea, sí, la
máxima convivencia y sociabilidad, pero también posibilita la máxima violencia
y la discriminación. Una antropología de la fragilidad ha de reconocer y
ponderar como motivación primaria de comunión entre los seres humanos su precariedad compartida. Pero también tiene el deber de denunciar las fuerzas
políticas que pretenden generalizar y radicalizar tal precariedad (imponiendo
pues una “precaridad”) para sus “enemigos”, a través de la privación de las
prestaciones básicas para una vida digna,
y erradicar, por el contrario, toda muestra de precariedad para los
suyos.
Una
antropología que parta del status quo
político o de una positividad mal entendida (en la cual se da un salto lógico injustificado entre lo
ontológico, lo moral y lo político) corre el riesgo de legitimar mecanismos y
saberes que generan “precaridad”.
Todos
conceptos políticos actuales suponen una visión particular de la persona. Nociones tales como contrato social, derecho subjetivo,
igualdad, voto universal directo, representación, Estado y un largo etcétera,
están construidos sobre una noción de libertad muy particular que tiene por
pilares fundamentales a la autonomía y el individualismo. Se puede o no estar
de acuerdo con esta antropología. Yo no lo estoy.
Por
último, quisiera decir que el voto no dota de dignidad a quien lo realiza sino
al revés. El voto no tiene un valor por sí mismo; lo obtiene de la libertad
humana. Porque la dignidad de la persona sí es un valor positivo absoluto.
También un trabajador del campo que es explotado y mal pagado se dignifica
trabajando y dignifica al mundo entero haciéndolo. Sin embargo, no deja de ser
un escándalo que su esfuerzo se vea recompensado por un salario irrisorio que
no le permite vivir bien. O si queremos radicalizarlo, podríamos poner el
ejemplo de un prisionero en un campo de concentración: pese a todo, su trabajo
lo dignifica.
Quien
vota, en efecto, se dignifica, pero su participación democrática se ve
recompensada irrisoriamente por el voto, que tampoco le permite vivir bien.
Tanto el trabajo como el voto son realidades éticas que pueden ser buenas o
malas dependiendo del objeto, el fin y las circunstancias; no son únicamente
realidades ontológicas. Sí, concedo, por tener un acto de ser, tienen los
atributos del Ser. Pero Satanás, que también tiene los atributos del Ser, es
sin embargo, el Padre del Mentira.