Hace unos pocos días estuve en la playa. Luché, como aquel que sabe que su empresa está perdida irremediablemente, con el mar. Esta actividad quijotesca de soberbios vuelos, más que generarme impotencia, remansó mi espíritu. Entendí por vez primera el sentido profundo de aquellas palabras que Don Antonio Machado plasma líricamente en sus Proverbios y cantares: “Todo hombre tiene dos batallas que pelear: en sueños lucha con Dios; y despierto, con el mar”. Yo hice ambas cosas y no siento afrenta. Jacob también lo hizo. Job, a su manera.
Es denodado enfrentarse con ansías destructivas a aquello que es indestructible. Es caballeresca la actitud de aquel que lucha sin esperanza de victoria. Pero la capacidad purificadora de este atrevimiento es incomparable. El hombre descubre su pequeñez en la impotencia; su brevedad, en la inmensidad. Aprende la humildad en la inefable majestad.
La conjunción de un atardecer común, de una playa desolada -Manzanillo-, de una cabeza despabilada, la mía, y de un mar apacible, permiten una reflexión concienzuda del periplo. ¿El resultado? melancolía.
Curiosamente el mar ha sido visto como símbolo del mal, de la muerte. Así lo consideró la cultura hebrea: como el lugar de los monstruos y de las obscuras simas. El poeta de Castilla, por el contrario, ve en la mar una metáfora de Dios. Para Melville, en su afamada novela Mobydick, la cosa es paradójica: tanto el mar como la ballena parecen por momentos representar a Dios; otras veces, al Demonio (al mal del mundo, al pecado). Es por esto que al capitán Achab se le puede tildar ora de blasfemo ora de mártir heróico. Por lo que a mi respecta, estoy de acuerdo con la apreciación de Don Antonio. Bueno, más o menos. Yo más bien diría que el mar es un símbolo de Dios: en su hermosura adamantina, en el mugido inenarrable de sus olas, en su aparente eternidad, en su servir de tabernáculo al viejo sol, desvela un punto de fuga hacia el Absoluto.
Hace unos pocos días peleé con el mar. Todavía hoy espero arrancarle a Dios, aunque sea en el sueño, una respuesta: la respuesta de quién soy, cuál es mi nombre; no el de pila sino aquel que, como diría León Felipe, proviene del vaho de mi sangre, de mis humores y del barro viejo de mis huesos, ese mismo barro de la creación.