Bóreas (segunda entrega)
Lucas Cranach, el viejo. Melancolía.
Salí a la calle; tuve que fruncir el ceño porque el sol mortecino que aún reverberaba en los coches estacionados fuera de la librería hería mis ojos. Pensé: “Tener los ojos azules me obliga a entrecerrarlos todo el tiempo; esta maña de raza me acelerará la aparición de arrugas en la cara. Y si a ella le sumo mi carácter apasionado, que me posesiona en forma de mil líneas de expresión… Acéptalo: tendrás sendas arrugas a los 35… ¡Bah! ¡Vanidad de vanidades!… Eso ni yo me la creo. Con lo vanidosillo que soy…”
Pero el pensamiento, alado y vagaroso, pronto voló de ese montículo de especulaciones para posarse en otro más alto: “¿Por qué estoy triste continuamente?... La tristeza, supongo, se genera por juzgar a toda la realidad y sus relaciones desde unos ideales forjados quién sabe dónde y quién sabe por qué: el amor ideal, la novia ideal, la casa ideal, el empleo ideal, el futuro ideal. Es una continua competencia con uno mismo por conseguir las “Ideas”, y siempre se termina frustrado. Es una vida volcada a lo futuro, a lo inalcanzable… Montado en ilusiones que nunca se encarnan y no se encarnarán, pues no existen, todo aburre… Es preferible la aurea mediocritas horaciana, y ser feliz, que pretender la llegada de una aurea aetate, y vivir eternamente enajenado por el retraso de su reino… ¡Cómo perdemos de vista las dulzuras del presente, y entre ellas a Dios mismo, cuando sólo nos dedicamos a batallar con los fantasmas de la melancolía o de la expectación, comparables a prostitutas trasnochadas que pretenden con todas las mañas posibles atraer por completo la atención de sus clientes!”. Bien sabía Horacio de los peligros de este par de mujeres venales, cuando recomendaba: “Carpe diem!”, ¡aprovecha el día!
Silencio interior. Ruido exterior de ventisca. Tranquilidad. Seguí caminando. La tarde caía lerda, con nubarrones que proclamaban lluvia. La naturaleza comenzaba a inquietarse: anhelante y receptiva por la inminente caída de su amante, el agua, exhalaba sin pudor sus lujuriantes perfumes, como mujer que provoca a su hombre con las fragancias que su ropa comparte al ambiente—ella bien lo sabe— en el momento de irse desnudando.
Me puse los audífonos. Comencé a escuchar “Capricho árabe”, hermosa y melancólica composición de Francisco Tárrega para guitarra, en interpretación de Andrés Segovia. “Estos momentos de paz –me dije–se tienen que respaldar con memoria sensible…” “¿Qué particularidad tendrá la guitarra clásica que la hace tan amiga de los sentimientos, sobre todo de la nostalgia? Rasgar las cuerdas con las propias uñas crea una especial intimidad del intérprete con el instrumento, pues hay una entrega mutua, no mediada por nada; se toca la piel con la “piel”, por decirlo de alguna manera. Y eso permite un sonido embebido de humanidad… (Por lo menos esta explicación es plausible para mí en este momento, y con eso basta; otro día meditaré la razón con más tiempo). Es curioso que la guitarra no haya sido tan socorrida por los grandes compositores; ¿se habrá considerado un instrumento “menos noble” que el violín, por ejemplo…? Mas el laúd sí que tenía privanza en el renacimiento…” “Por cierto, qué bien tocan los hispanos la guitarra. Gracias a las peculiaridades técnicas de ésta, pueden trocar en música las inveteradas sensualidades (el vino tinto, el baile, el teatro) de su linaje…”
Comenzó a llover. Había tomado la precaución de no alejarme mucho de mi coche. ¡Qué olores, Dios mío, de vida, de fertilidad! ¡Todavía hoy los puedo evocar! No me quería ir. Subí al coche y me quede mirando la lluvia hipnotizado. “La contemplación embelesada de la lluvia debe ser un resabio de los instintos primitivos del hombre–murmuré a mis adentros–...”
Arranqué el coche. Recordé que aún no había contratado un seguro contra siniestros; llevaba dos meses jurándome que ya lo haría sin falta, pero nada, la negligencia seguía (y sigue) ganando todas las batallas. Al tomar la avenida principal, imaginé mi muerte. (Suelo imaginarme con frecuencia, sobre todo cuando voy en el coche solo, accidentes aparatosos donde fenezco. Me los represento con lujo de detalles: el ruido del golpe, el ángulo, la sensación de cómo se me escapa la vida sin poder hacer nada por asirla, mi rostro deformado por la inercia…) Pensé: “Cuando era pequeño juraba que si me acordaba todos los días de la muerte, no moriría: la muerte solamente se apoderaba —según mi pueril parecer— de las personas que no pensaban en ella. Ahora, por el contrario, sé que el Destino es fortuito: no distingue entre hombres conscientes e inconscientes. ¿Y la Providencia? Ah, claro, la mano divina no podría ser tan cruel: todo era parte de un plan intrincado, sí, pero también sabio. Un orden en el aparente caos. Un orden que supera nuestra inocente mirada temporal… He sentido tantas y tantas veces la sordidez del mundo… Una sordidez difícilmente compatible con una Mano Provisora… ¿En qué consiste, entonces, la Providencia…?”
Tomé un disco compacto al azar y lo puse en el estéreo. Era la Misa n° 2 de Anton Bruckner. Una delicia; ahora sí que podía concebir una Providencia, pese a todo… “La razón dada al hombre es una de las providencias del buen Dios—me dije—. El arte del compositor austriaco lo evidencia, pues la belleza de su música es un auténtico milagro en el que hay una cooperación entre la Divinidad y el hombre… En sus composiciones se alcanza a sentir una tierna caricia de la Mano Paterna...
Pasado un tiempo, me aburrí. Decidí salir a caminar; demasiada lectura me embota. Necesitaba un paraje bello que resarciera el daño estético causado por las miserias callejeras que había contemplado. Pensé en Chimalicoc, lugar de casas solariegas, abundantes árboles y calles empedradas; una de las zonas de mayor solera del sur de la ciudad.
Salí a la calle; tuve que fruncir el ceño porque el sol mortecino que aún reverberaba en los coches estacionados fuera de la librería hería mis ojos. Pensé: “Tener los ojos azules me obliga a entrecerrarlos todo el tiempo; esta maña de raza me acelerará la aparición de arrugas en la cara. Y si a ella le sumo mi carácter apasionado, que me posesiona en forma de mil líneas de expresión… Acéptalo: tendrás sendas arrugas a los 35… ¡Bah! ¡Vanidad de vanidades!… Eso ni yo me la creo. Con lo vanidosillo que soy…”
Pero el pensamiento, alado y vagaroso, pronto voló de ese montículo de especulaciones para posarse en otro más alto: “¿Por qué estoy triste continuamente?... La tristeza, supongo, se genera por juzgar a toda la realidad y sus relaciones desde unos ideales forjados quién sabe dónde y quién sabe por qué: el amor ideal, la novia ideal, la casa ideal, el empleo ideal, el futuro ideal. Es una continua competencia con uno mismo por conseguir las “Ideas”, y siempre se termina frustrado. Es una vida volcada a lo futuro, a lo inalcanzable… Montado en ilusiones que nunca se encarnan y no se encarnarán, pues no existen, todo aburre… Es preferible la aurea mediocritas horaciana, y ser feliz, que pretender la llegada de una aurea aetate, y vivir eternamente enajenado por el retraso de su reino… ¡Cómo perdemos de vista las dulzuras del presente, y entre ellas a Dios mismo, cuando sólo nos dedicamos a batallar con los fantasmas de la melancolía o de la expectación, comparables a prostitutas trasnochadas que pretenden con todas las mañas posibles atraer por completo la atención de sus clientes!”. Bien sabía Horacio de los peligros de este par de mujeres venales, cuando recomendaba: “Carpe diem!”, ¡aprovecha el día!
Silencio interior. Ruido exterior de ventisca. Tranquilidad. Seguí caminando. La tarde caía lerda, con nubarrones que proclamaban lluvia. La naturaleza comenzaba a inquietarse: anhelante y receptiva por la inminente caída de su amante, el agua, exhalaba sin pudor sus lujuriantes perfumes, como mujer que provoca a su hombre con las fragancias que su ropa comparte al ambiente—ella bien lo sabe— en el momento de irse desnudando.
Me puse los audífonos. Comencé a escuchar “Capricho árabe”, hermosa y melancólica composición de Francisco Tárrega para guitarra, en interpretación de Andrés Segovia. “Estos momentos de paz –me dije–se tienen que respaldar con memoria sensible…” “¿Qué particularidad tendrá la guitarra clásica que la hace tan amiga de los sentimientos, sobre todo de la nostalgia? Rasgar las cuerdas con las propias uñas crea una especial intimidad del intérprete con el instrumento, pues hay una entrega mutua, no mediada por nada; se toca la piel con la “piel”, por decirlo de alguna manera. Y eso permite un sonido embebido de humanidad… (Por lo menos esta explicación es plausible para mí en este momento, y con eso basta; otro día meditaré la razón con más tiempo). Es curioso que la guitarra no haya sido tan socorrida por los grandes compositores; ¿se habrá considerado un instrumento “menos noble” que el violín, por ejemplo…? Mas el laúd sí que tenía privanza en el renacimiento…” “Por cierto, qué bien tocan los hispanos la guitarra. Gracias a las peculiaridades técnicas de ésta, pueden trocar en música las inveteradas sensualidades (el vino tinto, el baile, el teatro) de su linaje…”
Comenzó a llover. Había tomado la precaución de no alejarme mucho de mi coche. ¡Qué olores, Dios mío, de vida, de fertilidad! ¡Todavía hoy los puedo evocar! No me quería ir. Subí al coche y me quede mirando la lluvia hipnotizado. “La contemplación embelesada de la lluvia debe ser un resabio de los instintos primitivos del hombre–murmuré a mis adentros–...”
Arranqué el coche. Recordé que aún no había contratado un seguro contra siniestros; llevaba dos meses jurándome que ya lo haría sin falta, pero nada, la negligencia seguía (y sigue) ganando todas las batallas. Al tomar la avenida principal, imaginé mi muerte. (Suelo imaginarme con frecuencia, sobre todo cuando voy en el coche solo, accidentes aparatosos donde fenezco. Me los represento con lujo de detalles: el ruido del golpe, el ángulo, la sensación de cómo se me escapa la vida sin poder hacer nada por asirla, mi rostro deformado por la inercia…) Pensé: “Cuando era pequeño juraba que si me acordaba todos los días de la muerte, no moriría: la muerte solamente se apoderaba —según mi pueril parecer— de las personas que no pensaban en ella. Ahora, por el contrario, sé que el Destino es fortuito: no distingue entre hombres conscientes e inconscientes. ¿Y la Providencia? Ah, claro, la mano divina no podría ser tan cruel: todo era parte de un plan intrincado, sí, pero también sabio. Un orden en el aparente caos. Un orden que supera nuestra inocente mirada temporal… He sentido tantas y tantas veces la sordidez del mundo… Una sordidez difícilmente compatible con una Mano Provisora… ¿En qué consiste, entonces, la Providencia…?”
Tomé un disco compacto al azar y lo puse en el estéreo. Era la Misa n° 2 de Anton Bruckner. Una delicia; ahora sí que podía concebir una Providencia, pese a todo… “La razón dada al hombre es una de las providencias del buen Dios—me dije—. El arte del compositor austriaco lo evidencia, pues la belleza de su música es un auténtico milagro en el que hay una cooperación entre la Divinidad y el hombre… En sus composiciones se alcanza a sentir una tierna caricia de la Mano Paterna...