jueves, mayo 8

Bóreas (primera entrega).

Lucian Freud. "Autorretrato"



Serían como las cinco de la tarde, hora crepuscular y melancólica en esta ciudad. No terminaba de hilar una idea, cuando ya estaba preocupado en otra distinta. Pensé en la propia discontinuidad de mis pensamientos, azarosos, escurridizos. "El pensamiento lo da el azar y el azar lo quita", decía Pascal. De repente me asaltó un fétido olor, mezcla de vahos agrios y dulces, que me hizo salir del remanso interior, donde hablo conmigo mismo y con Dios, al trágico exterior, donde casi siempre estoy solo. Trascendía todo el ambiente a naranjas podridas, aceite requemado de freír carnes cedizas, sudores humanos, periódicos viejos, revistas, perros callejeros… Las últimas caricias del sol recrudecían los olores viejos del suelo, lleno de pringues inmundas. Me acordé de los infiernos de Bosch.


Caí en la cuenta de que me encontraba en una esquina infestada de puestos callejeros. Cuadro espantoso: gente devorando bazofias chamuscadas, hombres-mono promocionando sus chucherías con gritos destemplados y agudos, oleaje de aromas de muerte. Contemplé el primitivo intercambio de monedas –recibidas en las mismas manos que preparan la “comida”– por el alimento de nula sanidad.


“Qué asco me da esta ciudad–pensé–. Para muestra basta un botón, dice la trillada frase popular: pues he aquí el botón. ¡Vaya mierda! ¿Cómo será capaz de vivir esta gente en la inmundicia? ¡Qué odio tan profundo e inconsciente deben tener estas personas hacia sí mismas para comer aquí! De acuerdo: no tienen muchos recursos económicos. Mas eso no los justifica, pues sólo la pobreza extrema orilla a tal corrupción de la limpieza. Y estos señores lejos están de ser pordioseros. Más bien es negligencia, conformismo, ignorancia… ¡Claro que podrían ser más limpios, el problema es que no quieren!”


Uno de los vendedores cruzó miradas conmigo. Captó mi involuntario mohín de repugnancia, provocado por los alientos pútridos exhalados por su ecosistema, y me devolvió la mirada con un movimiento de cabeza en tono agresivo, como diciendo: “¿Qué traes, pinche güero? ¿No te gusta esto? Pues jódete”.


Quité inmediatamente mis ojos de los suyos para evitar cualquier encontronazo, porque aparte de antihigiénicos, estos hombres son agresivos: cualquier cosa les parece motivo de pelea. Salí lo más rápido que pude de la hedionda zona, conteniendo el aire, y doblé a la izquierda para dirigirme a una librería. En la calle que acababa de tomar, me topé con nuevos puestos trashumantes, donde se vendían libros antiguos, discos apócrifos, artículos folklóricos, y con vagabundos que clamaban, pregonando y enseñando sus miserias, alguna caridad. La tristeza ya había logrado prendérseme al corazón con fuertes agujas. Entré por fin a la librería y me dirigí a la sección de novedades. Nada me interesó. Continué mi inspección en la zona de literatura. Demasiados libros. Pensé: “O hay mucha gente aguda, o ya cualquiera publica sus pendejadas”. Decidí, entonces, ir directamente a la zona que estaba organizada por editoriales. “La editorial X –me dije– tiene mucho prestigio, supongo que ha de tener publicadas novelas recientes de buena calidad”. Hojeé unos cuantos libros; algunos me generaron indiferencia; otros, repugnancia.

“No entiendo –pensé– por qué ver estos libros me azora. ¿Será envidia? ¿Impotencia? A ver, tengo que tematizar mi tristeza. ¿Qué es lo que tanto me repugna? ¿La temática de los libros? Sí, la literatura posmoderna es cruda, irreverente, pornógrafa, y difícilmente se encuentra en ella algo que sugiera la trascendencia, la religiosidad… ¿Es realmente eso? No. Sería un fariseo: yo mismo soy crudo, irreverente, pornógrafo y a veces –con profunda pena he de admitirlo–, tampoco mi existencia es indicio de trascendencia y religiosidad. Y no me odio. La razón más bien debe ser el sentirme lejos sensiblemente de una tradición que me hubiera tocado vivir, entender y probablemente amar, pero que, por mi formación ultramontana, no alcanzo a comprender, y por eso la desprecio. Soy anacrónico, supongo… ¿Es válida la distinción entre ortodoxia y heterodoxia?...”


–Le puedo ayudar en algo– dijo uno de los libreros, que contemplaba mi actitud pensativa frente a los libros.


–No, muchas gracias–contesté amablemente–.Sólo estoy echando un ojo.


Continué merodeando por los estantes. Sentía un vacio vago, de profundidad desconocida. Estaba triste, como lo estoy ahora. Decidí ir a la zona de discos. Escogí tres o cuatro, y al final, decidí no comprar ninguno. “¿Ahora qué hago? –pensé–. Si no quiero empezar a vislumbrar la hondura del abismo, tengo que distraerme en algo. Leeré. Probablemente sólo leo para distraerme, para evadirme”.


Me dirigí a la cafetería. Me senté. Pedí un espresso doble. Me lo trajeron al poco tiempo. Saqué el libro que andaba leyendo por aquellos días, La Celestina, de Rojas. Lo abrí en el separador –un trozo de papel–. Probé el café. Amargo y ácido, como había previsto. Parece que la cretina idea de que los cafés expresos tienen que tener, para ser buenos, estos dos calificativos está muy extendida. Comencé a leer. Agudeza tras agudeza. “Este libro es un manual de sabiduría mundana –pensé–. Revela los secretos de la psiqué femenina sin rebozo alguno. Presenta en toda su crudeza la amistad por mera conveniencia, los sinsabores de la soledad, el enajenamiento que genera el amor, los placeres de la carne, los extremos de la envidia... Lo dicho: un auténtico manual de sabiduría secular. Y este cabrón lo escribió a los 25 años. Qué atrevimiento”. Hice algunas anotaciones en mi agenda sobre lo que había pensado. Seguí leyendo.


Al poco rato dejé el libro sobre la mesa y me puse a cavilar sobre la soledad. Unas semanas atrás había visto la película “Fresas salvajes”, de Bergman. Un pensamiento muy vivo estaba impreso en mi cabeza desde aquel día en que la vi: las actitudes egoístas, soberbias, llevan aparejadas su propia condena: la soledad. No hace falta que exista un pena divina que las castigue. En el pecado está la penitencia. El personaje principal de la película, un viejo médico misántropo, insensible y ególatra, pregunta en uno de sus sueños, al caer en la conciencia de los graves errores que había cometido durante toda su vida: “¿Y el Castigo?”. Su guía le responde: “¿El castigo? Supongo que lo de siempre: la soledad”. Continúa el viejo: “¿Acaso no hay Misericordia?”. Y su guía –su conciencia– le replica: “A mí no me pregunte; yo no sé nada de eso”. Fulminante. Me pareció atinadísimo, pues me aclaraba algunas reflexiones vagas que había hecho en torno a un cuento de Hesse, Tedium vitae. El personaje de este cuento, de carácter parecido al viejo médico de Bergman, termina sus días solo. Al perder el amor de una mujer, el cual le había generado una visión alegre y renovada del mundo, se torna obscuro, ensimismado. El mismo mundo que sus ojos enamorados habían contemplado con asombro ahora le aburre, le horroriza, pues se ha convertido en una rutina, una mera repetición de lo mismo. No se cree capaz de volverse a enamorar, y tal creencia, autoimpuesta por falsa compasión, se convierte en su destino. Seguí meditando...

15 comentarios:

Juan Manuel Escamilla dijo...

Colega, empezamos mal, carajo: el título es mío, chingá. Ya me lo plagió Paty, y ahora tú también. Ese título, insisto, es mío. Yo ya lo había usado. Tienes que cambiarlo.

Por lo demás, coleguí, enhorabuena.

No lo llames cuento. No lo es. Aunque lo sea, por la torpe necesidad que tenemos de clasificar las cosas.

Más autobiografía que ficción, creo. Perfecto. Me gustan los textos detrás de los que palpita un corazón.

Para él tengo mi mejor elogio: humano -que, en algunas concepciones teológicas es sinónimo de divino.

Juan Manuel Escamilla dijo...

Me parece que la mera pregunta por la trascendencia nos coloca ya en un plano trascendente.
Sugerencia: deja ya el autoexamen ese que nos aprendimos en el O b j e t o D e l i c u e s c e n t e.

Relée aquel texto sobre el integrismo, especial atención a la oración de Foucould que refiere Balthasar contra el encerramiento del yo.

Darío Zetune dijo...

Yo creo que va siendo hora de que leas a Virginia Woolf. Este texto me recordó algunos pasajes de Mrs. Dalloway y a los monólogos de Molly en el Ulysses de Joyces.

Me dejas meditando. Ya sabes, siempre he pensado que estoy solo, que siempre tenemos un resquicio de soledad que nadie ni nada llena.

Quizá eso es lo que se llama "interioridad", quizá la soledad sea ese vacío interior propio de nuestra existencia. Ahí se cuela el dolor: la dureza del vivir. Y quizá de ahí surge la sabiduría -que siempre es mundana, no hay de otra-. Recuerda esa noble tradición trágica que ya encontramos en Esquilo: el hombre, para ser sabio, debe sufrir.

Creo que se puede buscar la trascendencia sin angelismos: asumir la carne, aunque ello implique la abyección y la repugnancia que puede generar a las buenas conciencias.

Un enorme abrazo, bró.

Sergio.

Nota Bene: Yo estoy preparando un cuento que se llamará Horror vacui.

joseph dijo...

Yo creo que es hora de que vayas pensando en hacer planes para migrar a una ciudad decorosa (Londres, Glasgow, Bologna, Salzburgo, Turin o cualquier cantón suizo), donde haya buena comida, gente que se precia por vivir bien, cuartetos de cuerda respetables, orquestas conocidas, riachuelos, catedrales bellas, etc.

¡Carajo! ¿Que hacemos en México?

Darío Zetune dijo...

José: lo único que tu comento muestra es que no conoces México, chatín.

Un día te invito a la playa, a la sierra, a otras ciudad del interior, etc.

Finísimo comentario

joseph dijo...

Sergio: Yo creo que -de ordinario- tu traes un complejo muy grande contra todo lo que pueda venir de occidente (la democracia, la música, la comida, la economía, etc.)

No se de donde sacas que yo no conozco mi país si apenas me conoces, pero bueno, quizá sea verdad porque he estado en más ciudades europeas que en el conjunto de las ciudades mexicanas por las que he pasado.

En fin, cuando tenga mi casa en Calabria te invitaré.

Darío Zetune dijo...

ñeee, cual complejo? Nomás porque no me gusta la insípida comida inglesa (pero me gusta mucho la italiana, yomi, yomi).

Como que las generalizaciones son sello distintivo de ustè

Pero en efecto, no dejes de invitarme a tu bungalow en Calabria

Darío Zetune dijo...

Bueno, también he de decir que si me gustaría ir a Europa sería a Suecia, porque imaginate: con la inmigración árabe, me han contado que hay unas mezclas bien chéveres: unos morenotes altotes con ojos claros y barba, o bien con unos ojotes café con pestañotas, aaaaaay, qué hombress!!!

Tita dijo...

Si no fuera mexicana hubiese pensado que estabas en Calcuta...pero ya no pegaba cuando hablabas de la falta de religiosidad, espiritualidad..¿es necesario regodearse en la inmundicia para buscar un poco de claridad?

Phi.Lord Chandos dijo...

No lo sé. Yo no intento buscar claridad sobre la esencia de esta ciudad. Simplemente intento expresar las íntimas impresiones que me genera la miseria en México.

Ahora bien, los universos interiores son otra cosa. Al tematizar las miserias que contemplo en mí, gano mayor claridad en el conocimiento del "yo". Que eso lleve al odio de uno mismo -y a la consecuente depresión- o a la redención -y a la consecuente esperanza- dependerá, supongo, de cada persona.

Salud!

Juan Manuel Escamilla dijo...

Órale, cuánto comento, carajo. Te has hecho famoso con tus descripciones de los hediondísimos olores a taquería del alma por desgracia citadina... en tal ciudad.

Phi.Lord Chandos dijo...

Ese comentario, al venir de ti, amigo Garcín, parece ironía. Todos sabemos que el hombre más popular de los blós eres tú. Puedes poner: "hoy me levanté en la madrugada y pensé: ¿a caso siempre he estado dormido?" o alguna cosa de ese jaez, y tendrás, de cajón, 35 comentarios.

Pero eso lo platicaremos hoy, entre copas de un buen Carmelo Rodero o un Pesquera, y con algunos Padres que nos verán con aquiescencia desde el librero.

Salud!

Sergio Rubén dijo...

Bueno, y qué pachó? que siga el raiting de Hapaxes pero ya ponga otra cosa, no?

Abrax.

El Justo Medio dijo...

Yo creo que Juan se está volviendo como de cartón.
Sólo de sus comentarios.

E.P.S. dijo...

Ya lo habíamos leído juntos, pero me gustaría dejarte algún que otro comentario...

Me gusta bastante el estilo de tu texto: un cuento formado por reflexiones azarosas de la vida que pueden reflejar el carácter profundo del propio personaje, como tú bien me comentaste.

Admiro mucho tu capacidad para describir "México", porque eso es: sus olores, sus hedores, sus ruidos, etc.

Me parece una bella manera de narrar una vida ficticia "autorreferencial" ;)

Un beso de aletilla!

Tu Artemisia.