lunes, abril 26

Viejos materiales para un posible diálogo sobre la renovación de la Iglesia

El complejo antirromano de von Balthasar podrá apreciarse más o menos, pero me parece una buena obra, un comienzo posible (entre muchos otros, aunque lamentablemente yo no conozco en realidad muchos) para dialogar sobre Iglesia, institución, estructura, reforma, et c.: los temas que recientemente se han debatido en Conspiratio.

El intento de Balthasar me parece adecuado por ser teológico (17: Para una verdadera eficacia, la meditación debe ahondar teológicamente en la realidad eclesial. Simples consideraciones culturales, filosóficas o sociológicas sobre el papado en general o finezas de psicología de profundidad sobre la persona del papa reinante no bastan para esclarecer la situación ni remediar entuertos.).

Como el libro no es de fácil e inmediato acceso (BAC, 1981), pondré un par de pasajes aquí. El libro está mucho más balanceado que lo que estos pasajes mostrarán, y quizá esta selección, como primera, no sea en realidad la más adecuada (es una selección: algo tendrá de tendenciosa, y yo no tengo la amplitud de mira del libro). Pero, puestos a añadir algo que pretende ser útil, por algo habrá que comenzar.

Otro lugar posible sería "True and False Reform" (un texto con resonancias del estudio de Congar con el mismo nombre), de Avery Dulles, en First Things, Agosto-Septiembre 2003, más accesible.

*

I
Los santos distinguían perfecamente entre ese "tener que representar el cada día más" y la flaqueza del representante, y distinguían menos entre lo demasiado humano en la dureza de la exigencia (la corteza) y el meollo a que se aplica la obediencia de la fe y del amor. Pero los no-santos prefieren distinguir entre la "estructura pecaminosa", contra la que está permitido y hasta mandado rebelarse, y un "contenido" que se lo beben directamente del Evangelio, sin mediación de ninguna estructura eclesial.
Y por eso han entablado el proceso de ideologización, con que se descarna a la Iglesia, encarnada como carne de Cristo, descuartizándola, para quedarse con el Logos, "hoy válido para mí", y arrojar la sarx como "estructura", superflua y eliminable. Pero no hay en el Nuevo Testamento pneuma que sople unilateralmente, despojando al Logos de la sarx, ni hable por un Verbo descarnado. En consecuencia, se impone un análisis, a base del Nuevo Testamento, de los procedimientos que suponen problemáticas las estructuras eclesiales y, en principio, radicalmente cambiables.
(15)

II
Todos estamos inexorablemente insertos en la estructura de la "carne" de Cristo, y nos es imposible tanto sacudir nuestras responsabilidades como tomar distancia respecto a la Iglesia católica pasada, pues no se trata de realidades ajenas, de algo que nos afecta de fuera. ¿Cómo desolidarizarnos de la "estructura" eclesial, como Mame. Régine Bohne, por ejemplo, cuando, anticipándose al día del juicio, osa escribir: "Aquel día … el sistema eclesiástico debe temerlo, sin duda, más que nosotros, el rebaño"? No negaremos nosotros un pasado fastidioso, en que el régimen papal no se entendió siempre en términos de servicio evangélico. Pero ¿qué crítico actual de la Iglesia está seguro de censurarla sólo por espíritu evangélico y por promover la unidad querida por Cristo?
No hay por qué repetir hasta la saciedad que la exousia significa, en el Nuevo Testamento, serivicio y poder, o mejor, poder otorgado con miras a un servicio. Cualquier ciudadano, desde el presidente hasta el último mequetrefe, comprende que, para asegurar un funcionamiento eficaz del servicio a la causa pública, se requiere, sí, la competencia práctica, pero no menos los poderes oficialmente transmitidos y reconocidos por la sociedad. ¿Y serán precisamente los católicos incapaces de comprender la distinción de San Pablo entre las armas carnales, que él rehúsa, y las armas espirituales, con las que se siente poderoso y presto a allanar todo bastión de orgullo erigido contra la verdad de Dios? (2 Cor 10, 4s). La exousia otorgada por Jesús a los Doce en el momento de su elección se traduce al latín por potestas (Vollmacht en alemán, plenos poderes en español), y es el medio inevitable para "regir", para prestar un servicio eficaz (Mt 19, 28; Lc 22, 30). ¿Algo ininteligible? Sí, cuando, como Mme. Bohne, se dictamina que Jesús quería "una Iglesia de hermanos libres, donde todo se desenvuelve autárquicamente, sin autoridad constituida…".
La Iglesia es visible, como visible fue el hombre Jesús, y su tensión estructural ofrece, naturalmente, un aspecto externo, sociológico y psicológico, que no podemos desestimar, porque jamás cabe separar adecuadamente a la Iglesia visible de la Iglesia invisible. No obstante, si Jesús fue y es, ante todo, no ulteriormente, Hijo de Dios, la Iglesia es también, ante todo, misterio, y es cuerpo y esposa de Cristo en cuanto misterio. Y siendo misterio es como llega a constituirse en Pueblo de Dios, en realidad sociopsicológica visible.
Por esta razón, las tensiones que vamos a analizar nos remiten siempre al misterio. No son una deficiencia de que adolece la Iglesia, y que podrían eliminarse cambiando las estructuras, porque son la expresión necesaria de la Iglesia. El misterio de Dios no se deja manipular, y si pueden introducirse cambios en los contornos visibles de la estructura eclesial, habrá que introducirlos exclusivamente en obediencia a la contextura del misterio para evidenciar mejor su forma, causa de escándalo desde los orígenes. Podríamos decir todavía más, a saber, que para evitar falsos escándalos posibles habría que hacer brillar, en todo su esplendor y ante todo el mundo, el verdadero escándalo de la Iglesia.
Nosotros no somos la Iglesia, en cuanto ésta es la plenitud de Cristo, que graciosamente se nos otorga. La Iglesia nos precede. En ella y por ella somos bautizados. Tan poco capaces somos de hablar y disponer "sobre" Dios como lo somos de hablar y disponer "sobre" la Iglesia. Nosotros recibimos la Palabra y los sacramentos sin cambiarlos, ni aumentarlos o disminuirlos. Nosotros recibimos, asimismo, la "constelación fundamental" de Cristo, de que hablaremos en la segunda parte de esta obra, y que nos precede, sin que podamos agrandarla, disminuirla ni manipularla. Una sola cosa se nos permite: integrar en el contexto del misterio las partes que hemos aislado de la totalidad, y que aisladas resultan abstractas, poco fidedignas y hasta grotescas.
(18-20).

III
Conocer la historia de la Iglesia es reconocer que el poder evangélico y espiritual, auténticamente jurisdiccional, ha sido confundido frecuentemente con el poder temporal, con el poder civil y mundano. No negamos el hecho; lo lamentamos y lo rechazamos para el porvenir, porque semejante alianza fue muchas veces, aunque no todas, poco cristiana y culpable. Pero sospechar a priori que toda disposición de los dirigentes de la Iglesia delata o es abiertamente ambición de poder y condenarla como abuso de la exousia confiada a la Iglesia, no es meos escandaloso ni menos contrario al Evangelio. Las personas que acusan constantemente a la Iglesia de haber usurpado el poder civil, proclaman que el deber principal, no ya de unos cristianos comprometidos, sino de la Iglesia, consiste hoy en cambiar las estructuras de nuestra sociedad con la violencia revolucionaria.
Los países más proclives a considerar toda obediencia como falta de madurez y personalidad o como cobardía y a entender la contribución a la vida de la Iglesia universal en términos "democráticos", son los que han conocido de cerca el fascismo y el nacionalsocialismo con su principio de obediencia formalista. Para el conocedor del Evangelio, en cambio, es evidente que el plano de la comunidad procedente de Jesús no está diseñado en coordenadas de monarquía y oligarquía ni de aristocracia y democracia.
Los pueblos con fuerte tradición de Iglesia nacional y los que tienden a estra forma de organización eclesiástica, interpretarán espontáneamente la integración buscada por el Vaticano II en el sentido de un episcopado nacional a cierta distancia de Roma, e, insistiendo en la réception galicana, pasarán por el filtro de la crítica las consignas de Roma, descartarán lo que les disuena y se quedarán con lo que más ventajoso les parezca para su patria.
En los países de minoría católica se ensalza de buen grado la "magnanimidad", porque no se quieren fricciones en la marcha del movimiento ecumenista… Con amplitud de miras, se desmontan los "prejuicios medievales", rechazados por las Iglesias de la Reforma, y se llega, en pie enjuto y sin obstáculos, a un catolicismo… aplanado, claro está, y distanciado conscientemente de la desfasada central romana.
Los países occidentales trabajados por la propaganda comunista esperan su salvación del "cambio de estructuras", "estructuras esencialmente inicuas"; afirman a placer que el capitalismo remonta al Medievo papal y que la "jerarquía" es una sobreestructura ajena a la mente de Cristo y, según algunos, inventada por Pablo. Se glorifica a los santos como "inconformistas decididos", "profetas potenciales del non licet" a lo largo de la historia; se disparan contra la curia romana y los obispos afectos a ella los ayes de Jesús contra los fariseos hipócritas y se rechazan por intolerables las obligaciones que imponen a los fieles decisiones dogmáticas o disciplinares anticuadas y totalmente caducas…: "En cuanto al sistema de la Iglesia romana, confesamos que se ha ergido de raíz contra los mandamientos de Dios y de Jesucristo y no ha depuesto todavía su actitud. ¿Tiene el sistema de la Iglesia romana com-pasión de Cristo?" [Régine Bohne]
En los países sometidos todavía no ha mucho a una teología sobrenaturalista-racionalista de importación, donde las formas contingentes de la Iglesia se dieron por prescripciones celestes, pero han perdido su aureola sobrenatural bajo la presión del pragmatismo moderno y de la cibernética, se habla de "transformar todo" en la Iglesia y, sobre todo, de adaptar el ministerio eclesiástico en el sentido funcionalista moderno, refractario a jerarquías de resabios feudalistas y sacralistas. No hay, por ejemplo, razón alguna que impida transformar el ministerio de Pedro en un presidencialismo racional y no vitalicio.
Y, naturalmente, tiene que desaparecer también toda una faceta de la obediencia a la Iglesia que, aunque basada en el Evangelio y en San Pablo, adolece de "feudalismo" y de "Estado teocrático" sacralista ya superados. El sacerdote, máxime el papa, no puede a un tiempo representar la institución jerárquica, cuyas decisiones se calcan todavía en modelos absolutistas, y promover y satisfacer los deseos individuales y comunitarios de ejercer el derecho a la co-determinación y proteger al individuo frente a los intereses de la institución.
Si así fuera, el programa del concilio con miras a integrar el primado y la colegialidad, la obediencia y la libertad personales, sería contradictorio. Apelar a una consulta del sensus fidelium para oponerse a una dirección marcada por un acto de autoridad, es pretender descubrir la verdad mediante la mayoría de votos. En este caso sí que habría contradicción, y todo el llamado "edificio jerárquico feudalista y sacralista" resultaría realmente caduco, "anacrónico" y "disfuncional". El puesto de la autoridad jerárquica suprema lo ocuparía "la autoridad de los peritos", y no habría obediencia razonable al superior sino en la medida de su competencia. Quien debe obedecer juzgará con ese criterio las órdenes del superior y medirá en grados y matices su sumisión: la parroquia, respecto del párroco, y el conjunto de fieles, respecto del papa.
La consecuencia específica de semejante situación es proyectar el misterio de la fe en el plano de la inteligibilidad racional y teológica, donde habría que concordar las presuntas opiniiones encontradas del "magisterio" de la Iglesia con el magisterio del cuerpo de los teólogos. Y cuando, en la alternativa, Roma no se decidiera a favor de la coyuntura social creada por la "historia moderna de la libertad", incurriría inevitablemente en "ceguera empeñada contra toda novedad", en "rigidez huraña de la dirección de la Iglesia", en "inmovilismo", en "autoritarismo" incongruente con las "justas exigencias de democratización". De hecho, dicen, no queda otro remedio que constatar, con gran amargura, que "la centralización papal y la consiguiente centralización episcopal aumentan en vez de menguar" y que, más que nunca, "parece la institución de la Iglesia, con sus estructuras y leyes, incapaz de dar satisfacción a las modernas exigencias del sentimiento moderno de libertad".
(28-31)

IV
Pero ¿serán siempre las cosas tan simples? ¿Quién es el culpable? ¿Roma sola o algunos de nosotros, o todos los católicos? Y ¿quién perdona a Roma? ¿Nosotros los teólogos, los fans de la veracidad, los carismáticos; nosotros que optamos, una vez por todas, soportar el insoportable establishment eclesiástico y su hipocresía? ¿No será, más bien, Dios quien habrá de perdonarnos a todos?
[…]
En nuestro siglo ha brotado en los movimientos juveniles el nuevo pathos de la veracidad y sinceridad cristianas. El fruto se ha sazonado con la convicción de poseer la verdad gracias al criterio de la experiencia de la fe, arriba indicada, y de estar capacitado para juzgarla. El cristiano "vivo y auténtico" se convierte así en la regla de la verdad, presuntamente bíblica por supuesto, y juzga definitivamente raquítica y miserable la "institución", como hemos visto en la primera parte de la obra a propósito de Marcel Légaut.
[…]
El amor no limita la verdad y su acción; la forma y la determina, le da su medida envolvente y sugiere la medida en que conviene ocultar y descubrir, acusar y perdonar, incluir y excluir. Y sólo dentro de este cerco podemos firmar la siguiente declaración: "En verdad que la cólera necesita ser rehabilitada hoy en la Iglesia" [Küng]. Porque puede ser la cólera de Jesús, y mejor todavía, la cólera de Pablo, contra las intromisiones y fanatismos de los del entorno de Santiago. Pero no olvidemos cuánto hizo Pablo por la comunidad de Santiago en Jerusalén en el orden material y en el orden espiritual. Por amor a la paz y a la unidad de la Iglesia, por evitar un cisma, Pablo sigue el consejo de Santiago y se somete a la usanza judía para dar prueba de su fidelidad a la ley (Act 21, 24) dando, quizás, el máximo ejemplo de sacrificium intellectus en toda la historia de la Iglesia. En esta ocasión, además, fue apresado por los judíos y entregado a los romanos. Un moderno diría que le traicionaron los cristianos. Sin examinar esta reacción de Pablo y tomarla como modelo, nadie tiene derecho a ser furiosos contestario en la Iglesia.
(327-9)

jueves, abril 22

Orígenes (última entrega)

Al día siguiente, como de costumbre, se despertó antes que el Sol. Recién abrió los ojos, sintió un malestar generalizado. No sólo era esa sensación de vacío y resquemor en el estómago, ese dolor de cuello por dormir en el frío suelo de piedra –cosas a las que ya estaba acostumbrado–; era también una astenia espiritual. Sí, odiaba el desierto, su invariabilidad, espejo de su vida. No quería levantarse: estaba agotado. Sus deberes religiosos se le presentaban como un yugo insoportable. Estos fantasmas lo abrumaron por algunos segundos. Suspendió su juicio, abandonó toda razón y se levantó. Beso el suelo y de hinojos recitó el Akathistos.

Salió al desierto. Sabía que tenía que examinar su corazón para descubrir por qué había sentido tal desazón. Quiso dilatar el examen hasta después del desayuno. Una vez llegado al oasis, el santo miró al cielo. El azul límpido no le dijo nada. Su mirada acarició la bóveda celeste, como insistiéndole: silencio. Vencido, dirigió su mirada al agua, donde contempló el reflejo de su cara. Se sorprendió: su faz era ya un simulacro: en ella ya no se adivinaba ni él mismo. “Vanidad de vanidades” –pensó. Sin dejar de verse en el cruel espejo, se restiró con las manos las mejillas, después la frente. Enseñó, amenazante, sus dientes al agua; algo de la infancia quedaba en ellos. La inculta barba le daba una gravedad terrible. Trató de educarla un poco con los dedos. Lo consiguió malamente.

Un fuerte viento comenzó a soplar, emitiendo un quejumbroso sonido al chocar contra las dunas y arremolinarse. La cara del santo comenzó a vibrar, los rasgos se le deformaban terriblemente hasta hacerse monstruosos: esa imagen en el agua describía con mayor precisión que su auténtico rostro los terribles sentimientos que en él se anidaban. Cerró los ojos. De nuevo: el alma pasó revista a todos los dolores. El asceta intentó elevarse, fijar la atención espiritual más allá del cuerpo. No quería pensar con palabras; quería llegar al verbo interno, mudo de sonidos y carente de imágenes, pero rico en respuestas. Respiró hondamente, mientras cruzaba los brazos sobre el pecho. Estuvo así largo rato. El Sol le aguijoneaba el cuello y el viento le golpeaba intermitentemente la espalda y el pecho con puños de arena. Parecía una conjura del desierto contra su meditación.

Abrió los ojos repentinamente: había tocado al verbo. Ahora tenía que traducirlo en palabras. En todo el tiempo que había estado en el desierto, jamás había tenido tanta claridad. Sintió como todo el peso espiritual que había venido cargando hacía más de un año por fin se aligeraba.

Se dirigió a la cueva, el ceño fruncido, las manos apretadas, como intentando asir las ideas. Tomó uno de los panes ázimos que había cocinado para la misa y se sirvió vino en una pequeña escudilla de madera, agregándole un poco de agua. Comió el pan remojado en la mezcla con la mirada fija en un punto, meditando cosas que no está dado a los hombres expresar en lengua alguna. Terminó de desayunar. Recogió un poco la cueva y la barrió. Tomó decididamente su De Principiis; ahora ya no tenía miedo. Las traducciones podían esperar, pero la fuerza del Espíritu tenía que ser comunicada. Con un trapo ceñido a la cabeza que le cubría también el cuello y su toga bien apretada a la huesuda cintura, caminó largo rato hacia una enorme piedra, cuya sombra tenía la privanza del santo. Tomó la vitela que había intitulado En el fin o en la consumación, la horadó por tres veces en el margen izquierdo y la cosió con un trozo de cuerda de palmera real a los demás folios que ya había escrito. Tocó su frente con dos dedos e invocó a la Sabiduría.

Anotó con rasgos fuertes y sobrios:

La condena eterna se opone al amor infinito que Dios ha mostrado en la Encarnación, Muerte y Resurrección de su Verbo.

Resulta inaudito creer que una acción temporal cometida por un hombre cuya libertad se encuentra enferma, le acarree un castigo eterno. Es una desproporción absoluta. En cambio, podemos tener esperanza en que una Libertad infinita se apiade de todas las libertades finitas y, por misericordia, les otorgue la bienaventuranza eterna. Esto, sin duda, también es una desproporción; mas ¿la humanación del Dios eterno no justifica tal esperanza y desmiente la eternidad del odio y la tristeza? A mi modo de ver, sí.

En la consumación de los tiempos todas las cosas serán restauradas. Una vez que cada hombre haya sufrido un castigo justo por sus pecados, recuperará su libertad original. De esta forma, cuando se caree con su Creador, sin palabra alguna y sólo con una vergüenza infinita, decidirá indefectiblemente seguirlo. La necesidad de este seguimiento no anulará su libre arbitrio, pues más que en elegir, la esencia de la libertad consiste en asentir lo Sublime.

Hay que tener una esperanza que esté a la altura de la Encarnación: Todos los hombres serán salvos. ¿No es esta la auténtica comunión?

El viento comenzó a soplar otra vez. Primero, como un leve murmullo; después, como si el escándalo de la humanidad su hubiese hecho eco de él para condenar al asceta. Tres años en el desierto y jamás había escuchado algo semejante. La sordidez del ruido anunciaba la proximidad de una tormenta de arena épica. De pronto, el horizonte desapareció. A la distancia observó una inmensa nube parda que devoraba todo lo que encontraba en su camino. Sus ojos no daban crédito de un poder destructivo tal. Resultaba absurdo intentar volver a la cueva. Como una lepra sobre la piel del desierto, la oscuridad se avino a una velocidad endemoniada sobre el santo, quien sólo pudo apretar contra el pecho su libro y cerrar lo más fuerte que pudo los ojos. La furia se desató por completo. Se vio arrebatado de la tierra. Hercúleas manos le arrancaron la ropa y el libro – que voló por los aires hasta desaparecer y lo devolvieron violentamente al suelo. En medio de la hecatombe, perdió el conocimiento.

Tras un tiempo, recuperó la conciencia. Aturdido y sin saber dónde se encontraba, hizo el esfuerzo de levantarse. Camino tres pasos y comenzó a trompicarse hasta caer de bruces. Su enjuto cuerpo estaba completamente rebozado en arena. El expolio cometido por el viento le había causado sendas heridas, de las cuales manaba una sangre densa, terrosa. Algunas gotas caían en el suelo, formando diminutas esferas rojas que se quedaban por un momento en la superficie para después ser absorbidas por los granos de arena. El inoportuno calor se metía en la lacerada carne, provocándole un prurito insoportable en todo el cuerpo. Parecía el final del justo. Giró el cuerpo boca arriba y, concentrando la poquísima fuerza que le restaba en el abdomen, pudo sentarse de mala manera, apoyándose con la palma de las manos. El desierto parecía haberse sosegado; sin embargo, su silencio tenía algo de aciago.

No bien pudo enfocar la vista, contempló frente a sí una hórrida imagen: una desgastada anciana de desagradable y espantoso aspecto, que arrojaba por la boca lenguas de fuego y humo, se acercaba a donde él yacía. Llevaba los cabellos tiesos y alborotados. Iba semidesnuda, enseñando orgullosa sus pechos secos y colgantes. Sostenía en la mano izquierda un libro cerrado del cual se veían salir varias serpientes, apretando muchas otras con la diestra, que iba esparciendo por el suelo. El santo se quedó perplejo. El delirio lo había hecho su presa

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Orígenes fue salvado milagrosamente por su discípulo Cipriano, quien había decidido visitar a su maestro para traerle harina de trigo y vino, aprovechando un viaje a Jerusalén. Al no encontrarlo y ver su cueva hecha una ruina, se dio a la tarea de buscarlo. Lo encontró balbuciendo cosas extrañas y en un estado tan penoso que decidió llevárselo con él a la ciudad para que algún médico lo atendiera.

Una vez recuperado, Orígenes terminó su Hexapla y su De Principiis (que Cipriano había rescatado azarosamente de entre la arena) en Cesarea de Palestina. Su estancia en el desierto había acabado. Había aprendido todo lo que la soledad le quiso enseñar.

Estas son las líneas que cierran de su De principiis:

Cualquier ley sin su llave de lectura es una mera vigencia sin contenido que termina supliendo a Dios y convirtiéndose en la vida misma. La vida hecha escritura y la escritura hecha vida

El justo es aquel que interpone el deber entre él y su Creador. Obnubilado por su propio mérito, es incapaz de esperar por el destino común de la humanidad: la salvación de todos los hombres. El justo es aquel que se cree salvo por cumplir el precepto, y juzga a los demás despiadadamente. Y como toda esperanza la ha puesto en su voluntad, ésta se convierte en su Dios. La aridez es la condena de su alma; el hartazgo, su señal exterior. Se odia por fracasar y odia secretamente al Señor por su fracaso.

¡Ay de vosotros, justos, porque habéis retirado la llave del conocimiento; no habéis querido entrar por la puerta de la ley, pero tampoco habéis permitido que se cerrara!

Apiádate de ellos, Señor.

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Las obras de Orígenes fueron consideradas heréticas por el Segundo Concilio de Constantinopla en el año 553, convocado por el Sacrosanto emperador Justiniano I.