jueves, abril 22

Orígenes (última entrega)

Al día siguiente, como de costumbre, se despertó antes que el Sol. Recién abrió los ojos, sintió un malestar generalizado. No sólo era esa sensación de vacío y resquemor en el estómago, ese dolor de cuello por dormir en el frío suelo de piedra –cosas a las que ya estaba acostumbrado–; era también una astenia espiritual. Sí, odiaba el desierto, su invariabilidad, espejo de su vida. No quería levantarse: estaba agotado. Sus deberes religiosos se le presentaban como un yugo insoportable. Estos fantasmas lo abrumaron por algunos segundos. Suspendió su juicio, abandonó toda razón y se levantó. Beso el suelo y de hinojos recitó el Akathistos.

Salió al desierto. Sabía que tenía que examinar su corazón para descubrir por qué había sentido tal desazón. Quiso dilatar el examen hasta después del desayuno. Una vez llegado al oasis, el santo miró al cielo. El azul límpido no le dijo nada. Su mirada acarició la bóveda celeste, como insistiéndole: silencio. Vencido, dirigió su mirada al agua, donde contempló el reflejo de su cara. Se sorprendió: su faz era ya un simulacro: en ella ya no se adivinaba ni él mismo. “Vanidad de vanidades” –pensó. Sin dejar de verse en el cruel espejo, se restiró con las manos las mejillas, después la frente. Enseñó, amenazante, sus dientes al agua; algo de la infancia quedaba en ellos. La inculta barba le daba una gravedad terrible. Trató de educarla un poco con los dedos. Lo consiguió malamente.

Un fuerte viento comenzó a soplar, emitiendo un quejumbroso sonido al chocar contra las dunas y arremolinarse. La cara del santo comenzó a vibrar, los rasgos se le deformaban terriblemente hasta hacerse monstruosos: esa imagen en el agua describía con mayor precisión que su auténtico rostro los terribles sentimientos que en él se anidaban. Cerró los ojos. De nuevo: el alma pasó revista a todos los dolores. El asceta intentó elevarse, fijar la atención espiritual más allá del cuerpo. No quería pensar con palabras; quería llegar al verbo interno, mudo de sonidos y carente de imágenes, pero rico en respuestas. Respiró hondamente, mientras cruzaba los brazos sobre el pecho. Estuvo así largo rato. El Sol le aguijoneaba el cuello y el viento le golpeaba intermitentemente la espalda y el pecho con puños de arena. Parecía una conjura del desierto contra su meditación.

Abrió los ojos repentinamente: había tocado al verbo. Ahora tenía que traducirlo en palabras. En todo el tiempo que había estado en el desierto, jamás había tenido tanta claridad. Sintió como todo el peso espiritual que había venido cargando hacía más de un año por fin se aligeraba.

Se dirigió a la cueva, el ceño fruncido, las manos apretadas, como intentando asir las ideas. Tomó uno de los panes ázimos que había cocinado para la misa y se sirvió vino en una pequeña escudilla de madera, agregándole un poco de agua. Comió el pan remojado en la mezcla con la mirada fija en un punto, meditando cosas que no está dado a los hombres expresar en lengua alguna. Terminó de desayunar. Recogió un poco la cueva y la barrió. Tomó decididamente su De Principiis; ahora ya no tenía miedo. Las traducciones podían esperar, pero la fuerza del Espíritu tenía que ser comunicada. Con un trapo ceñido a la cabeza que le cubría también el cuello y su toga bien apretada a la huesuda cintura, caminó largo rato hacia una enorme piedra, cuya sombra tenía la privanza del santo. Tomó la vitela que había intitulado En el fin o en la consumación, la horadó por tres veces en el margen izquierdo y la cosió con un trozo de cuerda de palmera real a los demás folios que ya había escrito. Tocó su frente con dos dedos e invocó a la Sabiduría.

Anotó con rasgos fuertes y sobrios:

La condena eterna se opone al amor infinito que Dios ha mostrado en la Encarnación, Muerte y Resurrección de su Verbo.

Resulta inaudito creer que una acción temporal cometida por un hombre cuya libertad se encuentra enferma, le acarree un castigo eterno. Es una desproporción absoluta. En cambio, podemos tener esperanza en que una Libertad infinita se apiade de todas las libertades finitas y, por misericordia, les otorgue la bienaventuranza eterna. Esto, sin duda, también es una desproporción; mas ¿la humanación del Dios eterno no justifica tal esperanza y desmiente la eternidad del odio y la tristeza? A mi modo de ver, sí.

En la consumación de los tiempos todas las cosas serán restauradas. Una vez que cada hombre haya sufrido un castigo justo por sus pecados, recuperará su libertad original. De esta forma, cuando se caree con su Creador, sin palabra alguna y sólo con una vergüenza infinita, decidirá indefectiblemente seguirlo. La necesidad de este seguimiento no anulará su libre arbitrio, pues más que en elegir, la esencia de la libertad consiste en asentir lo Sublime.

Hay que tener una esperanza que esté a la altura de la Encarnación: Todos los hombres serán salvos. ¿No es esta la auténtica comunión?

El viento comenzó a soplar otra vez. Primero, como un leve murmullo; después, como si el escándalo de la humanidad su hubiese hecho eco de él para condenar al asceta. Tres años en el desierto y jamás había escuchado algo semejante. La sordidez del ruido anunciaba la proximidad de una tormenta de arena épica. De pronto, el horizonte desapareció. A la distancia observó una inmensa nube parda que devoraba todo lo que encontraba en su camino. Sus ojos no daban crédito de un poder destructivo tal. Resultaba absurdo intentar volver a la cueva. Como una lepra sobre la piel del desierto, la oscuridad se avino a una velocidad endemoniada sobre el santo, quien sólo pudo apretar contra el pecho su libro y cerrar lo más fuerte que pudo los ojos. La furia se desató por completo. Se vio arrebatado de la tierra. Hercúleas manos le arrancaron la ropa y el libro – que voló por los aires hasta desaparecer y lo devolvieron violentamente al suelo. En medio de la hecatombe, perdió el conocimiento.

Tras un tiempo, recuperó la conciencia. Aturdido y sin saber dónde se encontraba, hizo el esfuerzo de levantarse. Camino tres pasos y comenzó a trompicarse hasta caer de bruces. Su enjuto cuerpo estaba completamente rebozado en arena. El expolio cometido por el viento le había causado sendas heridas, de las cuales manaba una sangre densa, terrosa. Algunas gotas caían en el suelo, formando diminutas esferas rojas que se quedaban por un momento en la superficie para después ser absorbidas por los granos de arena. El inoportuno calor se metía en la lacerada carne, provocándole un prurito insoportable en todo el cuerpo. Parecía el final del justo. Giró el cuerpo boca arriba y, concentrando la poquísima fuerza que le restaba en el abdomen, pudo sentarse de mala manera, apoyándose con la palma de las manos. El desierto parecía haberse sosegado; sin embargo, su silencio tenía algo de aciago.

No bien pudo enfocar la vista, contempló frente a sí una hórrida imagen: una desgastada anciana de desagradable y espantoso aspecto, que arrojaba por la boca lenguas de fuego y humo, se acercaba a donde él yacía. Llevaba los cabellos tiesos y alborotados. Iba semidesnuda, enseñando orgullosa sus pechos secos y colgantes. Sostenía en la mano izquierda un libro cerrado del cual se veían salir varias serpientes, apretando muchas otras con la diestra, que iba esparciendo por el suelo. El santo se quedó perplejo. El delirio lo había hecho su presa

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Orígenes fue salvado milagrosamente por su discípulo Cipriano, quien había decidido visitar a su maestro para traerle harina de trigo y vino, aprovechando un viaje a Jerusalén. Al no encontrarlo y ver su cueva hecha una ruina, se dio a la tarea de buscarlo. Lo encontró balbuciendo cosas extrañas y en un estado tan penoso que decidió llevárselo con él a la ciudad para que algún médico lo atendiera.

Una vez recuperado, Orígenes terminó su Hexapla y su De Principiis (que Cipriano había rescatado azarosamente de entre la arena) en Cesarea de Palestina. Su estancia en el desierto había acabado. Había aprendido todo lo que la soledad le quiso enseñar.

Estas son las líneas que cierran de su De principiis:

Cualquier ley sin su llave de lectura es una mera vigencia sin contenido que termina supliendo a Dios y convirtiéndose en la vida misma. La vida hecha escritura y la escritura hecha vida

El justo es aquel que interpone el deber entre él y su Creador. Obnubilado por su propio mérito, es incapaz de esperar por el destino común de la humanidad: la salvación de todos los hombres. El justo es aquel que se cree salvo por cumplir el precepto, y juzga a los demás despiadadamente. Y como toda esperanza la ha puesto en su voluntad, ésta se convierte en su Dios. La aridez es la condena de su alma; el hartazgo, su señal exterior. Se odia por fracasar y odia secretamente al Señor por su fracaso.

¡Ay de vosotros, justos, porque habéis retirado la llave del conocimiento; no habéis querido entrar por la puerta de la ley, pero tampoco habéis permitido que se cerrara!

Apiádate de ellos, Señor.

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Las obras de Orígenes fueron consideradas heréticas por el Segundo Concilio de Constantinopla en el año 553, convocado por el Sacrosanto emperador Justiniano I.


5 comentarios:

david-. dijo...

Fffffformidable...

Phi.Lord Chandos dijo...

Qué bueno que te haya gustado, Dawid.

Me estuve "peleando" mucho con la historia para encontrarle un buen final.

david-. dijo...

Está realmente muy bueno. Me gusta mucho tu modo de describir, el modo en que el pathos del hombre y del mundo se hacen uno.
A mí sólo me gustaría que quitaras esa línea de puntos.

Phi.Lord Chandos dijo...

Las líneas punteadas se las copié a Bernanos, que las utiliza con singular alegría en Bajo el Sol de Satán.

En fin, las quitaré, pues.

A Juan no le gustó el párrafo final. ¿Tú qué opinas?

david-. dijo...

Me parece que con-firma el paso de lo lírico a lo histórico: a mí me gustó porque me pareció que le daba relieve "histórico": podíamos acompañar al personaje sólo como hiciste, en la ficción, pero el final histórico apuntala lo ?obvio: Orígenes nos es inaccesible, casi, salvo por las "ondas" que provocó.

En fin: a mí me gustó, pues.