miércoles, diciembre 26

Mensaje de Navidad de Benedicto XVI


«Nos ha amanecido un día sagrado:
venid, naciones, adorad al Señor, porque
hoy una gran luz ha bajado a la tierra»
(Misa del día de Navidad, Aclamación al Evangelio).

Queridos hermanos y hermanas: «Nos ha amanecido un día sagrado». Un día de gran esperanza: hoy el Salvador de la humanidad ha nacido. El nacimiento de un niño trae normalmente una luz de esperanza a quienes lo aguardan ansiosos. Cuando Jesús nació en la gruta de Belén, una «gran luz» apareció sobre la tierra; una gran esperanza entró en el corazón de cuantos lo esperaban: «lux magna», canta la liturgia de este día de Navidad. Ciertamente no fue «grande» según el mundo, porque, en un primer momento, sólo la vieron María, José y algunos pastores, luego los Magos, el anciano Simeón, la profetisa Ana: aquellos que Dios había escogido. Sin embargo, en lo recóndito y en el silencio de aquella noche santa se encendió para cada hombre una luz espléndida e imperecedera; ha venido al mundo la gran esperanza portadora de felicidad: «el Verbo se hizo carne y nosotros hemos visto su gloria» (Jn 1,14)

«Dios es luz -afirma san Juan- y en él no hay tinieblas» (1 Jn 1,5). En el Libro del Génesis leemos que cuando tuvo origen el universo, «la tierra era un caos informe; sobre la faz del Abismo, la tiniebla». «Y dijo Dios: "que exista la luz". Y la luz existió» (Gn 1,2-3). La Palabra creadora de Dios -Dabar en hebreo, Verbum en latín, Logos en griego- es Luz, fuente de la vida. Por medio del Logos se hizo todo y sin Él no se hizo nada de lo que se ha hecho (cf. Jn 1,3). Por eso todas las criaturas son fundamentalmente buenas y llevan en sí la huella de Dios, una chispa de su luz. Sin embargo, cuando Jesús nació de la Virgen María, la Luz misma vino al mundo: «Dios de Dios, Luz de Luz», profesamos en el Credo. En Jesús, Dios asumió lo que no era, permaneciendo en lo que era: «la omnipotencia entró en un cuerpo infantil y no se sustrajo al gobierno del universo» (cf. S. Agustín, Serm 184, 1 sobre la Navidad). Aquel que es el creador del hombre se hizo hombre para traer al mundo la paz. Por eso, en la noche de Navidad, el coro de los Ángeles canta: «Gloria a Dios en el cielo / y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2,14).
«Hoy una gran luz ha bajado a la tierra». La Luz de Cristo es portadora de paz. En la Misa de la noche, la liturgia eucarística comenzó justamente con este canto: «Hoy, desde el cielo, ha descendido la paz sobre nosotros» (Antífona de entrada). Más aún, sólo la «gran» luz que aparece en Cristo puede dar a los hombres la «verdadera» paz. He aquí por qué cada generación está llamada a acogerla, a acoger al Dios que en Belén se ha hecho uno de nosotros.
La Navidad es esto: acontecimiento histórico y misterio de amor, que desde hace más de dos mil años interpela a los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar. Es el día santo en el que brilla la «gran luz» de Cristo portadora de paz. Ciertamente, para reconocerla, para acogerla, se necesita fe, se necesita humildad. La humildad de María, que ha creído en la palabra del Señor, y que fue la primera que, inclinada ante el pesebre, adoró el Fruto de su vientre; la humildad de José, hombre justo, que tuvo la valentía de la fe y prefirió obedecer a Dios antes que proteger su propia reputación; la humildad de los pastores, de los pobres y anónimos pastores, que acogieron el anuncio del mensajero celestial y se apresuraron a ir a la gruta, donde encontraron al niño recién nacido y, llenos de asombro, lo adoraron alabando a Dios (cf. Lc 2,15-20). Los pequeños, los pobres en espíritu: éstos son los protagonistas de la Navidad, tanto ayer como hoy; los protagonistas de siempre de la historia de Dios, los constructores incansables de su Reino de justicia, de amor y de paz.
En el silencio de la noche de Belén Jesús nació y fue acogido por manos solícitas. Y ahora, en esta nuestra Navidad en la que sigue resonando el alegre anuncio de su nacimiento redentor, ¿quién está listo para abrirle las puertas del corazón? Hombres y mujeres de hoy, Cristo viene a traernos la luz también a nosotros, también a nosotros viene a darnos la paz. Pero ¿quién vela en la noche de la duda y la incertidumbre con el corazón despierto y orante? ¿Quién espera la aurora del nuevo día teniendo encendida la llama de la fe? ¿Quién tiene tiempo para escuchar su palabra y dejarse envolver por su amor fascinante? Sí, su mensaje de paz es para todos; viene para ofrecerse a sí mismo a todos como esperanza segura de salvación.
Que la luz de Cristo, que viene a iluminar a todo ser humano, brille por fin y sea consuelo para cuantos viven en las tinieblas de la miseria, de la injusticia, de la guerra; para aquellos que ven negadas aún sus legítimas aspiraciones a una subsistencia más segura, a la salud, a la educación, a un trabajo estable, a una participación más plena en las responsabilidades civiles y políticas, libres de toda opresión y al resguardo de situaciones que ofenden la dignidad humana. Las víctimas de sangrientos conflictos armados, del terrorismo y de todo tipo de violencia, que causan sufrimientos inauditos a poblaciones enteras, son especialmente las categorías más vulnerables, los niños, las mujeres y los ancianos. A su vez, las tensiones étnicas, religiosas y políticas, la inestabilidad, la rivalidad, las contraposiciones, las injusticias y las discriminaciones que laceran el tejido interno de muchos países, exasperan las relaciones internacionales. Y en el mundo crece cada vez más el número de emigrantes, refugiados y deportados, también por causa de frecuentes calamidades naturales, como consecuencia a veces de preocupantes desequilibrios ambientales.
En este día de paz, pensemos sobre todo en donde resuena el fragor de las armas: en las martirizadas tierras del Dafur, de Somalia y del norte de la República Democrática del Congo, en las fronteras de Eritrea y Etiopía, en todo el Medio Oriente, en particular en Irak, Líbano y Tierra Santa, en Afganistán, en Pakistán y en Sri Lanka, en las regiones de los Balcanes, y en tantas otras situaciones de crisis, desgraciadamente olvidadas con frecuencia. Que el Niño Jesús traiga consuelo a quien vive en la prueba e infunda a los responsables de los gobiernos sabiduría y fuerza para buscar y encontrar soluciones humanas, justas y estables. A la sed de sentido y de valores que hoy se percibe en el mundo; a la búsqueda de bienestar y paz que marca la vida de toda la humanidad; a las expectativas de los pobres, responde Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, con su Natividad. Que las personas y las naciones no teman reconocerlo y acogerlo: con Él, «una espléndida luz» alumbra el horizonte de la humanidad; con Él comienza «un día sagrado» que no conoce ocaso. Que esta Navidad sea realmente para todos un día de alegría, de esperanza y de paz.

«Venid, naciones, adorad al Señor». Con María, José y los pastores, con los magos y la muchedumbre innumerable de humildes adoradores del Niño recién nacido, que han acogido el misterio de la Navidad a lo largo de los siglos, dejemos también nosotros, hermanos y hermanas de todos los continentes, que la luz de este día se difunda por todas partes, que entre en nuestros corazones, alumbre y dé calor a nuestros hogares, lleve serenidad y esperanza a nuestras ciudades, y conceda al mundo la paz. Éste es mi deseo para quienes me escucháis. Un deseo que se hace oración humilde y confiada al Niño Jesús, para que su luz disipe las tinieblas de vuestra vida y os llene del amor y de la paz. El Señor, que ha hecho resplandecer en Cristo su rostro de misericordia, os colme con su felicidad y os haga mensajeros de su bondad.
¡Feliz Navidad!

viernes, diciembre 21

Meditación de Adviento.


Adviento significa venida. ¿Quién está a punto de venir? Y si el Adviento se refiere a nosotros, si nosotros esperamos a alguien, ¿a quién esperamos? Para el cristiano – el único que realmente espera a alguien que viene –, el Adviento es como una puerta grandiosa por la que él pasa para entrar en un santuario. Pero esta puerta está custodiada por dos guardianes que la vigilan y que nos preguntan, en caso de que seamos cristianos, por qué y con qué espíritu queremos entrar aquí (…).

La primera figura, sumamente estilizada, macilenta, un ángel vestido con pieles de camello, que no quiere ser más que una voz que grita en el desierto del mundo y del tiempo: “Preparad los caminos del Señor”. En la otra figura, cubierta con un velo y ensimismada, sólo su cuerpo habla visiblemente del que ella espera, y repite con suave voz: “He aquí la esclava del Señor”. Las dos saben a quién esperan, son de momento las únicas que conocen su hora con toda exactitud y saben que es inminente: esperan nada menos que a Dios. No a un líder o a un héroe, no a un tiempo mejor, una vaga utopía, no a Godot, sino realmente a Dios. A Emmanuel. Dios con nosotros Y esto con la certeza de que es él directamente el que está a la puerta, de que entre la preparación del camino por Juan el Bautista y por la Virgen María y la venida del esperado no puede haber ya nada que la retrase, porque este acontecimiento está ya en marcha y nadie podrá detener la avalancha.


Qué diferencia entre estas dos figuras que protegen la puerta que lleva al santuario de la Navidad. Pero las dos son indispensables, son modélicas (…).


El primero simplemente espera a Dios. Entre él y la llegada de Dios ya no hay sitio para ningún profeta. Dios viene para ordenar, para juzgar y salvar. Para provocar una decisión básica, radical (…).

También la segunda espera a Dios. Ella sabe lo que ha dicho el ángel: “Lo Santo que va a nacer se llamará hijo de Dios, Hijo del Altísimo…, y su reino no tendrá fin” (Lc.1, 31 y ss). Y sabe lo que el Espíritu Santo de Dios, él y ningún otro, ha hecho en ella. No espera, como el Bautista, a un ser inimaginable, que aparecerá con el fuego, el hacha y el bieldo; espera un niño pequeño. Pero, ¿no es un niño humano, que es Dios, todavía mucho más inimaginable para la Madre temblorosa? ¿No vendrá este Hijo realmente para traer “fuego a la tierra”, no tendrá que ser bautizado con un bautismo terrible y no atravesará luego una espada también el corazón de la Madre?

Los dos esperan al que viene con un deseo que llena todo su ser y, al mismo tiempo, con una profunda emoción, que no les permite comprender cómo pueden estar ala altura del hecho trascendental que por ellos entre en el mundo (…).

Estamos en el Adviento, la época en que debemos estremecernos, porque viene lo definitivo, tan inevitablemente como una mujer encinta tiene que dar a luz, de un modo tan seguro como la voz en el desierto presupone que hay alguien que clama. Por tanto: veamos y oigamos, estemos atentos, es decir, convirtámonos a la voz. Convertíos y haced penitencia, dice otra vez el Bautista. ¿Qué significa esto? Buscar el punto en torno al cual gira nuestro yo más íntimo, donde se pasa del yo al tú y a Dios, del estéril ser-para-sí al fecundo vivir-para-otro en el seguimiento de Dios, del Emmanuel: Dios con nosotros y para nosotros. Entonces nosotros también podremos traer al mundo, con la Virgen encinta, un hijo en carne y hueso, fecundo para el mundo y la historia universal, y no uno cualquiera, sino el mismo que María dio a Luz: “Porque el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre (Mt 12,50).

Este será entonces el verdadero milagro de la Navidad. Ésta no consiste sólo en que, hace más de dos mil años, nació un niño que era algo especial. “Si Cristo nace mil veces en Belén y no en ti, estás perdido eternamente”, se dice en el “Peregrino querubínico”. Y repite: ¡Ay! Si tu corazón pudiera ser sólo un pesebre, Dios se haría de nuevo niño en esta tierra (…).

Toda nuestra vida es Adviento: es producir fruto con paciencia, sin la curiosidad de querer ver con nuestros propios ojos el éxito de nuestra vida de fe; porque el niño que nosotros damos a luz, como el de la mujer del Apocalipsis, es arrebatado a Dios. Adviento en la tierra y Navidad en el cielo, en Dios, que acoge el fruto de nuestras fatigas y lo reparte y utiliza en la tierra, porque Él quiere, en beneficio de su reino venidero.

Con las fiestas cristianas ocurre algo curioso. Para nosotros los cristianos, todas se celebran al mismo tiempo, se detienen, mientras que el año litúrgico avanza. Siempre es Adviento hasta el final de nuestra vida y del mundo, siempre es también Navidad en la soledad del cielo., siempre es Viernes Santo y siempre es Pascua de Resurrección y Ascención y Pentecostés, cuando el Espíritu Santo desciende sobre la Iglesia, como al principio descendió sobre la Virgen de Nazaret. Todo está en todo. Perseveremos, por tanto, pacientemente en la obscuridad, en la plenitud bienaventurada de nuestro Adviento.

Hans Urs Von Balthasar.

jueves, diciembre 20

SUICIDIO Y PSIQUIATRÍA

O. H. W.: ¿Con qué clase de música preferirías suicidarte?
Ph. Ch.: ¿Yo? ¿Suicidarme? Nunca he pensado en suicidarme. En buena lid, si lo has considerado, deberías ir al psiquiatra.
O. H. W. : No. Creo que es al revés. Es urgente que vayas con un psiquiatra, si es cierto que nunca has pensado en suicidarte.

jueves, diciembre 6

Lo que me faltaba por ver.


He visto muchas cosas en el Periférico: boquetes del tamaño de una llanta de trailer, que sólo por el Destino o la Providencia he podido evitar; hombres en bicicleta – no en la lateral, no; en pleno carril central –, hombres muertos, hombres accidentados, revistas a mogollón esparcidas por todos los carriles; trozos peligrosísimos de la malla ciclónica mezclada con cemento que separa la vía sur de la norte; automóviles que sólo explican su marcha por una mediación actual y potente de Dios en la historia; perros muertos y perros vivos a punto de morir; llantas, tapones de choches, sangre… hombres simiescos, hombres rata, hombres mapache, mujeres felinas, mujeres marsupial… y un largo etcétera, al que todos podríamos aportar algo. Pero hoy México superó todas mis expectativas: me encontré un cerdo muerto. Grande el canijo. Muy grande, mejor dicho. Hablo de un cerdo; sí. Un cerdo como los que nos comemos. Uno de esos que la ley mosaica prohíbe engullir al Pueblo elegido. Un tocino, un jamón serrano, una chuleta, una lengua en taco, una trompa con perejil, un cuerito en vinagre, un chicharrón en salsa verde, una sopa de rabo, cerdas para limpiar zapatos… En definitiva: un cerdo hecho y derecho.

El desafortunado porcino se encontraba con las patas para arriba, tensas por la muerte repentina, en el carril de alta velocidad. Tan inverosímil me pareció, que por un momento pude haber jurado que me encontraba en un sueño, en una novela dadaísta o en un cuadro del Genio de Figueras. Volví a la realidad al tener que esquivarlo. Pude apreciar, en ese instante de cercanía, un tirabuzón, un hocico cónico, una sonrisa macabra (sardesca), una mirada de cansancio: cortedad de ojos rubios, unos perniles cebados y unas orejas puntiagudas fláccidas. El cuerpo intacto y exangüe. Me dio mucho miedo y lástima. Comprendí fugazmente – una vez más – la sordidez del mundo, la maldad del hombre y la negligencia de un orden cósmico impersonal. Visión, en definitiva, luctuosa.

No quisiera ahondar más en la descripción de ese desafortunado cebo con patas porque podría tener pesadillas en la noche –soñaría probablemente con un aquelarre. También para evitar que se me tache de necrófilo. Y por último, para no herir susceptibilidades (gastronómicas, estéticas, poéticas…) de los lectores (2 ó 3, creo).
¡México: muy mal una vez más!