viernes, diciembre 21

Meditación de Adviento.


Adviento significa venida. ¿Quién está a punto de venir? Y si el Adviento se refiere a nosotros, si nosotros esperamos a alguien, ¿a quién esperamos? Para el cristiano – el único que realmente espera a alguien que viene –, el Adviento es como una puerta grandiosa por la que él pasa para entrar en un santuario. Pero esta puerta está custodiada por dos guardianes que la vigilan y que nos preguntan, en caso de que seamos cristianos, por qué y con qué espíritu queremos entrar aquí (…).

La primera figura, sumamente estilizada, macilenta, un ángel vestido con pieles de camello, que no quiere ser más que una voz que grita en el desierto del mundo y del tiempo: “Preparad los caminos del Señor”. En la otra figura, cubierta con un velo y ensimismada, sólo su cuerpo habla visiblemente del que ella espera, y repite con suave voz: “He aquí la esclava del Señor”. Las dos saben a quién esperan, son de momento las únicas que conocen su hora con toda exactitud y saben que es inminente: esperan nada menos que a Dios. No a un líder o a un héroe, no a un tiempo mejor, una vaga utopía, no a Godot, sino realmente a Dios. A Emmanuel. Dios con nosotros Y esto con la certeza de que es él directamente el que está a la puerta, de que entre la preparación del camino por Juan el Bautista y por la Virgen María y la venida del esperado no puede haber ya nada que la retrase, porque este acontecimiento está ya en marcha y nadie podrá detener la avalancha.


Qué diferencia entre estas dos figuras que protegen la puerta que lleva al santuario de la Navidad. Pero las dos son indispensables, son modélicas (…).


El primero simplemente espera a Dios. Entre él y la llegada de Dios ya no hay sitio para ningún profeta. Dios viene para ordenar, para juzgar y salvar. Para provocar una decisión básica, radical (…).

También la segunda espera a Dios. Ella sabe lo que ha dicho el ángel: “Lo Santo que va a nacer se llamará hijo de Dios, Hijo del Altísimo…, y su reino no tendrá fin” (Lc.1, 31 y ss). Y sabe lo que el Espíritu Santo de Dios, él y ningún otro, ha hecho en ella. No espera, como el Bautista, a un ser inimaginable, que aparecerá con el fuego, el hacha y el bieldo; espera un niño pequeño. Pero, ¿no es un niño humano, que es Dios, todavía mucho más inimaginable para la Madre temblorosa? ¿No vendrá este Hijo realmente para traer “fuego a la tierra”, no tendrá que ser bautizado con un bautismo terrible y no atravesará luego una espada también el corazón de la Madre?

Los dos esperan al que viene con un deseo que llena todo su ser y, al mismo tiempo, con una profunda emoción, que no les permite comprender cómo pueden estar ala altura del hecho trascendental que por ellos entre en el mundo (…).

Estamos en el Adviento, la época en que debemos estremecernos, porque viene lo definitivo, tan inevitablemente como una mujer encinta tiene que dar a luz, de un modo tan seguro como la voz en el desierto presupone que hay alguien que clama. Por tanto: veamos y oigamos, estemos atentos, es decir, convirtámonos a la voz. Convertíos y haced penitencia, dice otra vez el Bautista. ¿Qué significa esto? Buscar el punto en torno al cual gira nuestro yo más íntimo, donde se pasa del yo al tú y a Dios, del estéril ser-para-sí al fecundo vivir-para-otro en el seguimiento de Dios, del Emmanuel: Dios con nosotros y para nosotros. Entonces nosotros también podremos traer al mundo, con la Virgen encinta, un hijo en carne y hueso, fecundo para el mundo y la historia universal, y no uno cualquiera, sino el mismo que María dio a Luz: “Porque el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre (Mt 12,50).

Este será entonces el verdadero milagro de la Navidad. Ésta no consiste sólo en que, hace más de dos mil años, nació un niño que era algo especial. “Si Cristo nace mil veces en Belén y no en ti, estás perdido eternamente”, se dice en el “Peregrino querubínico”. Y repite: ¡Ay! Si tu corazón pudiera ser sólo un pesebre, Dios se haría de nuevo niño en esta tierra (…).

Toda nuestra vida es Adviento: es producir fruto con paciencia, sin la curiosidad de querer ver con nuestros propios ojos el éxito de nuestra vida de fe; porque el niño que nosotros damos a luz, como el de la mujer del Apocalipsis, es arrebatado a Dios. Adviento en la tierra y Navidad en el cielo, en Dios, que acoge el fruto de nuestras fatigas y lo reparte y utiliza en la tierra, porque Él quiere, en beneficio de su reino venidero.

Con las fiestas cristianas ocurre algo curioso. Para nosotros los cristianos, todas se celebran al mismo tiempo, se detienen, mientras que el año litúrgico avanza. Siempre es Adviento hasta el final de nuestra vida y del mundo, siempre es también Navidad en la soledad del cielo., siempre es Viernes Santo y siempre es Pascua de Resurrección y Ascención y Pentecostés, cuando el Espíritu Santo desciende sobre la Iglesia, como al principio descendió sobre la Virgen de Nazaret. Todo está en todo. Perseveremos, por tanto, pacientemente en la obscuridad, en la plenitud bienaventurada de nuestro Adviento.

Hans Urs Von Balthasar.

2 comentarios:

Darío Zetune dijo...

Vales mil, nunnca cambies

E.P.S. dijo...

Muy bello texto, especialmente el último párrafo... ¡los cristianos lo tenemos que vivir todo el tiempo! Qué hermosa idea transcrita en palabras... ¡Gracias por compartirlas! (Esto complemente mi comentario del post posterior)

Y, por cierto, me encantó la comparación de ambos personajes en Espera del Adveninimiento. Muy interesante autor...