ELIYO
Se me ocurrió una tarde. No sé si fue yo quien concibió la idea, él simplemente me propuse el proyecto sin saber cómo ni por qué. Un pensamiento ilumina y su luz cubre el horizonte de todas las acciones posteriores, no es necesariamente un plan ni un proyecto, es la idea del artista desinteresado que esculpe sin pensar en otra cosa.
¿Cómo fue que me lo propuso? Cavilaba en silencio, como siempre, sin comprender nada, sin querer comprender nada, consciente de que no comprendía nada. Le susurró: “hazlo”. ¿Hacer qué? No importaba. El caso era obedecer.
Antes de tomar una decisión importante hay que caminar; caminar es ejercicio suficiente que no revoluciona el cuerpo hasta el punto de bloquear las ideas, sino que cataliza, oxigena, despierta el ingenio y la imaginación. Él caminé sin saber por dónde, cuando me dio cuenta estaba río abajo, había atravesado media ciudad sin llegar a una conclusión. Me detuvo a ver en un charco el reflejo del cielo azulísimo. Entonces vi un renacuajo que apenas despertaba a la vida. No parecía estar maravillado del milagro que se operaba en él. Simplemente se movía, buscaba, encontraba, quién sabe si sería después un sapo, una rana… ¿a quién debía importarle si a él mismo no le importaba? Él se lo quedé viendo un buen rato. Es curioso cómo aquellos que preguntan rara vez reciben respuesta de aquellos a quienes preguntan; es curioso cómo hay seres que sin saber las preguntas tienen las respuestas.
Al día siguiente me presentó en el zoológico y pedí hablar con el director. Tuvo que esperar cinco horas y media. Era tal mi resolución que habría esperado ochenta horas de ser necesario. Por fin lo recibió. No hubo presentaciones ni diálogos inútiles. Le comuniqué su decisión sin rodeos. Él se quedó viéndome como quien ve visiones. Esbozó una sonrisa, pensó que estaba de broma. Pero se dio cuenta, por la expresión de su rostro, de que no bromeaba. Le dije: “Piénselo usted. Dele muchas vueltas”. Se despidieron.
Una semana después me llamó el director: “Estoy de acuerdo. Pero habrá que resolver algunas dificultades…”. Yo lo amenazó con irse a un zoológico holandés si no aceptaba mi propuesta inmediatamente, sin condiciones de por medio. Llegaron a un acuerdo; él se encargaría de la política. Yo no quería meterme en filosofías ni en cientificismos, no quería meterse en nada. “Pasado mañana”, le dije. Estuvo de acuerdo.
Pasé la noche en vela. Trataba de convencerse de que estaba seguro de lo que hacía. Pero no conseguía librarme de los tormentos. Le dijo: “Es mi única opción. No puede descartarla antes de tiempo”. Estuve de acuerdo. Al amanecer se despedí de sus circunstancias. Aquello que me hacía ser él mismo se desvaneció por completo. Llegó la noche y comencé a sentirme feliz.
El día tan esperado hicimos los preparativos. “¿Desnudo?”, me preguntó el director. Yo lo pensó unos instantes: “no me importa”, respondí. Para quitarse de problemas me pusieron un taparrabos. “No vaya a ser que nos llamen la atención”, dijo el director. Él apenas lo escuchaba.
Dormí en la jaula. Esa noche se comportó todavía como un humano. Reflexioné. Se convenció por última vez de que eso era lo que deseaba.
A la mañana siguiente los visitantes del zoológico se encontraron con una sorpresa. En la sección de los mamíferos estaba colgado este letrero:
Nombre científico: homo sapiens sapiens
Nombres vulgares: ser humano, hombre.
Hábitat: cualquiera.
Alimentación: omnívoro.
Distribución geográfica: los cinco continentes
Peligro de extinción: para el resto de los animales
Origen: desconocido
Serían las diez de la mañana cuando me abrieron la puerta. No se detuvo a pensar y salí tranquilamente. Se tendió en el pasto.
Una multitud de curiosos se reunió alrededor de mi jaula. Los que habían visto el letrero estaban seguros de que se trataba de una broma, no esperaban verlo salir. Durante unos minutos reinó el silencio. Luego vinieron las reacciones: unos reían; otros hacían aspavientos, visiblemente contrariados; algunos aplaudieron; hubo quien esbozó una sonrisa de esnob y asintió, como aprobando la originalidad de la idea; los niños preguntaban y preguntaban; sus padres no tenían respuestas; comenzaron a hablarme; le gritaban; alguno me arrojó comida y provocó carcajadas en algunos y cólera en otros.
No tardaron en llegar los reporteros. Querían hacerle entrevistas. La noticia se expandió rápidamente. “Poco original”, opinaba la mayoría, porque lo habían hecho antes unos payasos en Inglaterra. Pero otros subrayaban que mi caso no era temporal, que él había firmado un papel en el que aceptaba un cautiverio vitalicio, que yo lo había sugerido sin que nadie lo obligara. Se habló de todo tipo de patologías. Derechos Humanos intervino, hubo una disputa que llegó hasta los más altos tribunales. Finalmente el mundo lo aceptó. Y gente de todos los rincones del planeta vino a verme.
Cada quien lo utilizó a su favor; los ecologistas me alabaron, aseguraron que él era un idealista que trataba de denunciar la esclavitud a la que eran sometidos tantos animales: era un héroe y los partidos verdes querían hacerme salir y postularlo para presidente; los filósofos se valieron de mi caso para escribir toda serie de disquisiciones antropológicas; los religiosos hablaron de la dignidad humana; las feministas se opusieron a que un hombre representara al género humano y una mujer se ofreció a representar a la otra mitad en un zoológico de Tokio; los artistas me usaron en portadas de discos, toda suerte de pinturas y esculturas… narraciones; nadie entendía que no había cosa alguna que entender, que la idea consistía en que no hubiera idea.
Todo esto lo supe después, porque en este momento no se enteró de nada. Me había propuesto desembarazarlo de mi conciencia. No tenía otro objetivo. Un manicomio habría resultado problemático, porque allí todos tratan de convencer a uno de que se alinee a los parámetros de la normalidad, sin concebir la idea de que los locos son simplemente sujetos originales, con modos de diferentes y a menudo superiores de ver las cosas; la cárcel tampoco habría dado resultado, por obvias razones. Necesitaba de un lugar en el que lo alimentaran y en el que no tuviera que preocuparme de cosa alguna más que de desembarazarse de la conciencia, y de seguir viviendo después en estado de inconsciencia.
Era ésa para mí la revelación del mundo animal: la inconsciencia. No le importaba que los empleados del zoológico se vieran obligados a cambiar el letrero, convencidos de que un homo non sapiens no podía representar al género humano. Yo, por lo menos, no dio ninguna señal de ser inteligente; cualquiera me habría confundido con un animal más. Había pedido que no me afeitaran y que lo limpiaran solo un poco, lo suficiente para no agarrar un mal bicho; y que mi comida fuera sana, cocida o no, no importaba, la salsa tampoco, menos aún la sal. Me importaba sobrevivir.
Los ejercicios comenzaron en cuanto abrí la puerta aquel día. Me tendí en el pasto. Le dije: “No pienses más”. Me dijo: “No piensas más que no quiere pensar más”. Y así me debatió entre los pensamientos que no querían serlo y al cabo de unas horas comencé a sudar por el esfuerzo y porque quería imitar a sus compañeros de cautiverio que hacían su vida sin el tormento de la conciencia.
No recuerdo qué sucedió después. Los periódicos dicen que se volvió loco. A mí no me consta. Creo que, lejos de desembarazarme de la conciencia, logró multiplicarla en su interior. Ahora tengo con quien conversar.
1 comentario:
Me recomendaron este blog y me decidi a entrar me llamo la atencion, pero no tenia tiempo de leer, al fin me decidi y puedo decirles, gracias, me han dado un grato momento de paz, gracias por sus escritos. muy bueno este por cierto.
Publicar un comentario