lunes, agosto 18

La voz no es de mi general (primera entrega)

He aquí un cuento en dos largas entregas que dejo a su consideración.



El siguiente diálogo acontece entre un arcángel –custodio de las Puertas del Cielo– y el alma de un inmundo pecador, recién muerto aquí, en la Tierra.

Arcángel.– ¿Quién se acerca?
Pecador.– Soy yo, y estoy aquí, frente a usté. ¿No me ve?
Arcángel.– No, la verdad es que no. Si pudiera tener miedo, lo tendría. ¿Quién eres? ¡Habla, espectro! ¿Qué quieres aquí?
Pecador.– Pos soy Néstor Sepúlveda, de eso estoy seguro. Aunque, como a usté, me gustaría saber qué carajos hago aquí. Y por qué no me ve. Ay, pérese… Ni yo mismo me veo… Es como si fuera sólo voz.
Arcángel.– Alma. Eres sólo alma.
Pecador.– Ay, ¿me morí?
Arcángel.– Sí, Néstor. Y tu voz no es de viejo, ¿quién te mató?
Pecador.– Segurito fueron esos cabrones… Ay, me debí haber ido a la selva…
Arcángel.– ¿De dónde vienes?
Pecador.– Pos de San Andrés, ¿de dónde más?
Arcángel.– ¿Y quiénes son ésos que te mataron?
Pecador.– Los tamarindos. Así los llamamos por sus camisas color caca.
Arcángel.– ¿Y por qué te mataron?
Pecador.– Por órdenes de mi general, yo creo.
Arcángel.– Explícate, Néstor.
Pecador.– La historia es larga, fíjese usté. No quisiera robarle su tiempo.
Arcángel.– Resúmela.
Pecador.– Bueno… Pos déjeme empiezo platicándole de San Andrés. No sé si lo conocerá. Es un pueblucho rascuache, de tres calles y como cuatro haciendas. La tierra es árida y como que siempre anda queriendo llover y no llueve. Ya le digo yo, es un pueblo rascuache. Pero mi pueblo, al fin. Y lo quiero reteharto. Ahí viví feliz. Recuerdo que mi papá y yo nos levantábamos tempranísimo y nos íbamos de casa; hasta espantábamos al gallo de lo temprano que era. Pero la cosa tenía que ser así, si no luego el sol cala duro y uno no puede deshojar la milpa. Ay, qué le voy a contar. Como a la una ya se nos habían aterido los huesos, y nos regresábamos a la casa a comer con mamá. Ay, mi San Andrés. Cuánto lo extraño. Su mercado de los jueves, su iglesita bien mona, sus escuinclas prietas. Y las tortillas. En todos los lugares por los que he andado no me he topado con mejores tortillas que las de San Andrés. Pero me estoy desviando, ¿verdad? Usté dispense. Comprenda que me emociono de más cuando hablo de mi pueblo, ese pueblo rascuache, entre el Monte de los Cipreses y las Cierras Coloradas. Ya le digo yo, un suelo desértico aquél.
Arcángel.– Pero aun así cultivaban milpas.
Pecador.– Ah, bueno, eso sí. Unas milpas raquíticas, como a punto de morirse. Pero sí, las cultivábamos todo el año. Mi padre y yo y todos los muchachos en edad de trabajar del pueblo.
Arcángel.– ¿Tenía esposa?
Pecador.– A eso iba, no coma ansias. Le decía que uno, como a la una, se iba a comer a la casa. Con mi mamá. Pero pos un año mi mamá no aguantó muy bien la tramontana y se nos enfermó. Tosía y tosía, la pobre. Hasta que no tosió más… Pinche tramontana. A cuántos no se llevó ese año… El caso es que la vecinita de junto, Carmela, se acomidió a cocinarnos todos los días, luego del trabajo. Ella y yo ahí nos andábamos en edad. Y de tanto verla, de tanto oírla, de tanto platicarle babosadas, me enamoré. O a lo mejor me enamoraron sus chilaquiles. Siempre la molesté con eso: con que me había casado por sus chilaquiles. El punto es que nos unimos en matrimonio y pos, usté sabe, no tardan en venir los chamacos. Al primero le pusimos Jorgito, la segunda fue niña y le pusimos Carmelita. Y yo seguí en la milpa. Cuando, después de muchos meses, me preguntaba el general que por qué la mala puntería, yo le respondía pícaro que porque no tenía manos. “Mis manos las dejé en la milpa, mi general. Allá en San Andrés”. El general como que se hacía el pendejo para no reír y se iba, arrebatándome el fusil de las manos. “Eres un peligro con esto, Néstor. Mejor cuéntame el parque”. Mi general no era ni bueno ni malo, era un hombre cabrón, y punto. Pero me estoy adelantando a las cosas. Perdóneme, así suelo ser. ¿En qué estaba?
Arcángel.– En que se casó, y tuvo hijos, y siguió en la milpa.
Pecador.– Ah, sí. Seguí dejando mis manos en la milpa cada mañana. Y hubiese seguido de no ser porque una tarde entró al pueblo un ejército de hombres.
Arcángel.– Eso es terrible, ¿y qué querían?
Pecador.– ¿Qué querían? Ni ellos mismos sabían qué querían. Saquearon los gallineros, y el cabecilla, que se apodaba El Flaco y que luego se hizo muy cuate mío, nos anunció a nosotros (los varones) que se habían levantado en armas en contra del gobierno. Que la pinche revolución había empezado. “Ha empezado la diversión”, dijo exactamente El Flaco. Y que o nos uníamos al batallón o arrasaban San Andrés.
Arcángel.–¡Ah, esos hombres! ¿Qué hicieron ustedes?
Pecador.– Pos ni modo. Nos fuimos con El Flaco y su batallón. Nunca había visto tantas lágrimas en San Andrés. Las mujeres chillaban, los escuincles chillaban, los esposos chillaban, hasta la milpa parecía llorar porque ya no iba a haber quién chingados la atendiese. Bueno, con decirle que hasta las viudas, que no tenían vela en el entierro, también chillaron. Fue un chilladero. Yo me despedí de Carmela, de Carmelita y de Jorgito reprimiendo las lágrimas. “Bueno, familia, vuelvo pronto. Háganle caso a su madre y tú, chamaco, no la martirices. Vuelvo pronto. Recen por eso de la revolución. Y por mí, de pasada. Adiós, hijo. Adiós, vieja”.
Arcángel.– Debió haber sido un momento difícil.
Pecador.– ¿Pos no le digo que fue un chilladero? Los hombres nos marchamos a la guerra. Nos marchamos de ese pueblo rascuache. Pero la verdad es que yo dejé mi corazón allí. Se lo dejé a Carmela. Mis manos y mi corazón serán por siempre de San Andrés.
Arcángel.– ¿A dónde los llevó el tal Flaco?
Pecador.– Vaya usté a saber a dónde nos llevó el condenado. La mayoría jamás había puesto un pie fuera de San Andrés, yo incluido. Por lo que no reconocíamos ni pizca del paisaje. Anduvimos mucho, eso sí. Acampábamos por las noches, donde nos cayera la oscuridad. Encendíamos un fuego que alcanzara para todos (éramos unos cien) y El Flaco se ponía a cantar. Bien desentonado, pero se ponía a cantar y no paraba, el canijo, más que para echarse un trago de pulque. Nos hicimos cuates, El Flaco y yo. Y me nombró encargado de las municiones y de los rifles. Luego de un mes, o un poquito más, nos encontramos a otro batallón, y después a otro, que también iba a unirse con las tropas del general. El que luego se hizo mi general.
Arcángel.– ¿No tenía nombre?
Pecador.– No. Y si lo tuvo alguna vez ya nadie se acordaba, ni él mismo. Para todos era “mi general”. Y cuidadito te olvidaras del “mi”. Llegamos con él al anochecer. Varios batallones habían arribado antes que nosotros, y varios batallones faltaban todavía. Era, ay nanita, un ejército retegrande. El general se había instalado en una casa al centro de todos sus hombres. Ahí diario cenaba pollo rostizado y arroz. Llegamos al anochecer, y El Flaco me dijo: “Vente, Néstor, acompáñame. Voy a avisarle a nuestro general que ya llegamos, y sirve que te conoce”. El general era un hombrecito. Chaparrito como mi Jorgito, medio panzón, pero eso sí, con un bigote y una expresión de miedo. Y una mirada de quítate-que-te-suelto-un-plomazo. Se metía la pechuga de pollo a la boca cuando lo interrumpimos. Tras las presentaciones y los avisos debidos, el general nos invitó a mí y a El Flaco a quedarnos esa noche en la casa. “Los zopilotes andan inquietos allá en las nubes. Se la pasarán mejor aquí, sobre un colchón, como Dios manda. ¿No quieren una alita?”. Al amanecer, yo fui el primero en levantarse; todavía no se me quitaba la costumbre de madrugar. Resultó que el general también era madrugador. “No, no es eso. Lo que pasa es que nunca duermo”, me aseguró sin que se arrugase su cara de perro sarnoso. Éramos los dos únicos hombres despiertos. “Toma, Néstor”, me tendió un fusil cargado. “Mátate un zopilote para el desayuno”… Tiré como diez veces, y ninguno de mis balazos acertó. Sólo sirvieron para alborotar a medio mundo. “¿Por qué la mala puntería?”, me preguntó. “Es que mis manos las dejé en la milpa, mi general. Allá en San Andrés”. El general puso los ojos en blanco. “Eres un peligro con esto, Néstor. Mejor cuéntame el parque”. Desde ese día dormí siempre en la casa, en el mismo cuarto que las balas y los cañones. Casi no podía dormir por el olor a pólvora, que no sé si usté lo ha olido, pero es un olor agrio, como de muchos sudores. Ay, ahí dejé la nariz… ¿Lo estoy aburriendo con mi historia?

4 comentarios:

joseph dijo...

Pues esta primera entrega de mi tocayo me gustó mucho, me recuerda al extremely-premium-Alex y a Jonfen.

david-. dijo...

¿Quién es el extremely premium Alex?

Bien la historia: ¡que siga!

Juan Manuel Escamilla dijo...

Everything is illuminated, kid. And the grandpa's bitch. And the 69's inventor.

Fair tale.

E.P.S. dijo...

Me parece excelente la manera de contar la historia: el vocabulario, las expresiones... pareciera que tuviste que vivirlo así para poder contarla.

¡Que continúe!