Es importante no olvidar
...que el burgués se ahorcó a la hora sexta.
...que el burgués se ahorcó a la hora sexta.
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Querida M:
Me preguntas por qué cultivo un odio semejante contra esta ciudad que me vio nacer, crecer y que ha alimentado mi inteligencia y mi cuerpo durante 26 años. ¿Soy un desagradecido? Probablemente. Nunca me he sentido atado a esta tierra. Sólo conozco de ella decepciones. Miento: sólo recuerdo de ella decepciones, que es bastante distinto.
Desde la más tierna infancia sufrí por mano de mis profesores y mis pueriles compañeros de banca el desprecio hacia el español. Yo no era español; sin embargo, eso daba igual: porque mis padres lo eran, yo compartía con ellos esa “miseria”. Y eso que yo asistí a una escuela de élite, donde la mayoría de los alumnos tenían ascendencia española, y cuya ideología religiosa (ideología en sentido peyorativo, ya sabes por qué) fue fundada por un santo español –de cuyo nombre no quiero acordarme. Pero el complejo histórico está tan arraigado en el nervio del mexicano que la realidad y la historia no importan: el español tiene que ser visto con rencor, aunque los ojos que lo vean provengan del mismo linaje. Las peores injusticias las recibí de algunos de mis profesores, quienes, por complejo, se lavaban las manos ante el conjuro casi total del salón de clase en contra mía.
Profesores normalistas, es decir, los que el Estado mexicano autorizaba con exclusividad para dar clases de educación primaria. Y mentían: engañosamente, seguían pregonando el error ciego sobre quién es el mexicano. Generación tras generación la añeja cadena de odio. Odio indiscriminado. No es aquí lugar para contarte cómo vi sufrir e –sí, hay que decirlo– hice sufrir a alumnos españoles que tuvieron la desgracia de estudiar por un tiempo aquí: llevado de la masa con la que quería identificarme tendí a mimetizarme con su violencia. Si quería ser adoptado por ellos, tenía que jugar su juego, con sus reglas –ya viejas, venidas de antiguas generaciones–. Perdí, por defensa, complejo o qué se yo qué, el acento español.
Pero mi historia tiene su contracara. Mis padres, al verse acosados por un odio generalizado, odiaron. Supongo que esto es lo que les ocurre a muchos inmigrantes venidos de tu península. No los justifico, pero soy capaz de entenderlos. Durante toda mi infancia y juventud escuché expresiones racistas, insultos amargos, desesperados, de mis padres contra México y los mexicanos. Y eso, lo quiera o no, marcó o sesgó mi visión de esta cultura. He tenido que pasar por varios periodos de purificación para desasirme de un sutil racismo incubado en la mirada por mis padres. No me siento español, no siento mexicano. Esa es mi tragedia; soy un apátrida.
Hoy en día, que ya no tengo ningún resabio lingüístico prohibido, sufro aún el odio, no frontal, pero sí de refilón, de una parte de los mexicanos: el chofer del autobús que intenta robarme dinero en el cambio, la señorita de la caja que no me atiende bien, el mecánico que intenta engañarme. Se ciernen sobre mí dos errores: ser blanco y rubio y tener un nivel sociocultural y económico alto. Porque, querida M, he de confesarte que la sed de destrucción no sólo es del mexicano contra el español, sino del mexicano contra sí mismo: el rico contra el pobre y viceversa. Hay un enfrentamiento virulento entre las clases sociales. Esa mirada de frontal denuesto del rico para con el pobre, y su contraparte: la mirada rencorosa, poco amable, resentida, del pobre contra el rico. Es un avatar más de la lucha indio-hispano, que no hemos sabido superar.
Continuamente trato de discernir qué es lo que me repugna de esta ciudad. No es el indio, no es el pobre, no es el mexicano en sí –de lo contrario, valiente cristiano sería–; es más bien esa dejadez, esa negligencia, ese egoísmo que veo por todas partes y de todos los colores de piel. Es una contracultura o subcultura que hace afluir lo peor de nosotros. ¿De dónde vino? No lo sé, pero se dispersa como pandemia desde hace un par de siglos.
El “nacionalismo” ha suplido a la madre negada. Se ha convertido en una égida, algo a lo que agarrarse, algo con lo que cubrir tanta miseria. ¿Qué es en México eso que se llama patriotismo? ¿En qué consiste? En un “valor” vacio y desfigurado en el que cabe cualquier cosa. Una flatus vocis, dirían los medievales. Mera ideología. ¿No es verdad que en los estadios existe un odio, ya no digamos de ricos contra pobres, de negros contra blancos, de españoles contra indios, sino de mexicanos contra mexicanos de la misma clase social, a muerte? Lamentablemente, sí. Basta con ver cuando se enfrentan algunos equipos de la capital para darse cuenta cabal de esto. ¿Qué es el patriotismo?
Me preguntas en tu carta sobre el estatuto que guarda el indígena en México. Es un tema largo y espinoso. Aquí sólo te apunto lo siguiente. Por paradójico que te resulte, uno de los insultos que encona más a la gente es “indio”. Llamar “indio” (calificativo que normalmente va precedido por la grosería “pinche”, que exalta el desprecio) a una persona conlleva siempre un rebajamiento de su clase y cultura. Si eres indio, eres inculto, feo, ridículo, altanero y un largo etcétera del mismo tenor. Es un nudo gordiano insuperable en nuestra historia. No hay forma de cortarlo de tajo. Mientras tanto: el indio sufre, muere, anhela la tierra perdida, cultiva un odio secreto y realmente motivado. No sabe nada de independencias ni revoluciones. Sigue siendo esclavo, ahora, del mexicano, de ése que tan poco orgullo muestra por su raza, que camina todos los días junto a él, que es él…
Si se desprecia por igual al indio que al ibérico, ¿qué es, pues, el mexicano? Nada, pues ha renegado de todo lo que es. Por eso te he hablado en otras cartas de la nada mexicana. Lo peor es que empiezo a formar ya parte de ella. Adelante me hago cargo de explicarte cómo caí en la cuenta de esto.
No desprecio in genere a México; desprecio lo que imprudentemente se ha hecho con él: mistificarlo, polarizarlo, a la orden de las ideologías. Conservadores o liberales. Ideologías trastocadas, a su vez, por su contraria. Esto hace que los auténticos valores promocionados por los intelectuales de una y otra ala, hayan quedado soterrados. El único triunfador: la ignorancia, que corroe los últimos soportes de esta desgraciada tierra. Huelga decir que, como en todos lados, hay gente muy buena y capaz que ha entendido y asumido existencialmente la realidad polar del mexicano. Son pocos y están terriblemente solos.
Tengo que hacer una anotación: mi decepción de México tiene como mina principal de alimentación al Distrito Federal, o sea, su capital. No conozco con suficiente hondura ningún otro estado para dar una opinión crítica o positiva de él, aunque por las noticias que diariamente leo y escucho puedo hacerme a la idea de que la mayoría de las ciudades que conforman nuestro territorio son semejantes. Es fuerza decir, por otra parte, que también existen lugares muy tranquilos y bellos, donde la mano del salvaje leviatán no ha hecho de las suyas. ¿Es una opción resignarme a vivir en algunas de estos lugares? En esa palabra está la respuesta: la resignación de abandonar el único centro cultural de México no es para mí una opción. Porque fuera de la capital, sí, puede uno vivir más tranquilo, pero haciendo el sacrificio cultural. Los estados no cosmopolitas donde se puede estar con relativa paz no se destacan por su nivel académico. El necesario sacrificio: seguridad por cultura o cultura por seguridad.
Desorden, caos y violencia. Estas tres palabras definen la realidad cotidiana de esta capital. He llegado a sentir auténtico furor, impotencia, odio, ante los millares de injusticias que se comenten diariamente, con una flagrancia tranquila y aceptada. ¡Tranquila y aceptada! Sí, la gente ya no se sorprende de las locuras que ve a su alrededor, las cuales ya te he descrito con todos sus pormenores. Eso es terrible. La nada mexicana ha logrado adormilar la conciencia prístina de orden, ese deseo natural de armonía mínima entre el hombre y su medio para vivir con honestidad. El mito del Estado ha logrado hacernos creer que somos individuos unidos por mera utilidad, para evitar la guerra de todos contra todos. El resultado: desconfianza y su versión cansada: la impersonalidad.
Y lo peor está por llegar. Cuando se ha logrado fracturar esta densa capa de no-ser, ha sido de la peor manera: neurosis descontroladas, odio acumulado cuya válvula de escape es el homicidio. Ayer, por ejemplo, un hombre absolutamente frustrado por el tráfico, se bajó y tiroteó a unos trabajadores de obras viales, pues dichas obras causan un caos indecible.
Te he dicho líneas arriba que la nada se ha posesionado– lenta pero continuamente– de mi corazón. Te cuento la dramática escena que me hizo caer en la cuenta de que el odio es solamente la última consecuencia de un proceso mucho más abominable: el olvido del otro.
Regresaba en el metro con mi novia, cuando, al abandonar la estación, en un túnel que daba a la salida, se me presentó a la vista una de las escenas más desgarradoras jamás vistas en mi vida: un niño de 7 u 8 años, pobrísimo, llorando con alaridos de otro mundo, mientras defecaba en el suelo algo que sólo indicaba enfermedad. Al lado de él, su madre, una indígena pobre, obnubilada por el dolor que le causaban las llagas supurantes que tenía en su tobillo, las cuales presentaba a cualquier transeúnte para recibir una caridad. El niño tenía el rostro congestionado, las mejillas arrasadas por las lágrimas. La madre, impersonal, miraba a otro lado. Sentí como si la muerte lamiera mi frente, como si abrazara la nada por sí misma. Sentí un miedo terrible, asco, furia, ternura, odio, remordimiento, impotencia, impotencia, impotencia. En el momento, lo único que se me ocurrió –oh, triste burgués consumado– fue tomar de la mano a Alejandra y apartarme de ahí lo antes posible… Estoy seguro que mi ángel de la guarda, ante lo que hice, volteo su cara con estupor –tomo la expresión de Bernanos–.
Es la peor bofetada que he recibido de la realidad. Esa realidad tan lejana, apartada por los miles de eventos baladíes, por las mil y un preocupaciones vacías: todo espectro, todo falsedad. ¡Ay, no sabes lo que sufrí en la noche! El paradigma de funcionalidad que nos impone el Estado, mi odio sin ton ni son a esta ciudad y mis tristes “asuntos” me habían apartado un tiempo verbal del drama de la existencia real. “¿Dónde estoy? ¿Qué hemos hecho?..., Deus absconditus”, pensé.
No quiero vivir en un lugar así; no quiero formar parte de un lugar así. ¿Qué hacer? ¿Abandonar? ¡¿Correr otra vez lejos de esa miseria que me involucra directamente?!
El olvido, de nuevo, se posará en mis mientes. El odio, autodestructivo, volverá a incendiar varias veces mis entrañas. Y mañana caminaré como si nada hubiese pasado, bajo el mismo sol que reluce para los justos y los pecadores. Estamos tan lejos de nosostros mismos, tan alejados de nuestra humanidad, mediatizados. La niebla unamuniana que todo lo "cura". Tristitia.
Y como este caso, los hay por decenas de millón: asesinatos a sangre fría donde las personas se quedan inmóviles por el miedo; asaltos violentos ante la mirada atónita e impersonal de cien espectadores; prostitución infantil a la vista de todo el público, y el público deja de existir voluntariamente; decapitaciones, linchamientos, infiernos… El universo debería enmudecer varios minutos.
Dejo aquí estás líneas, pues mi ánimo languidece y las lágrimas acuden copiosas a mis ojos. Espero que su sal logre purificarlos. Disculpa el desorden argumentativo, pero los párrafos son pasión pura.
Te deseo lo mejor, y en carta posterior me haré cargo de contarte sobre mi nuevo departamento (o piso, como le llaman ustedes) y de mi relación con Alejandra –cumplo el 15 de marzo tres años con ella–.
La paz sea contigo, M.
Eliseo.
Publicó: Phi.Lord Chandos 8 comentarios