Descripción folklórica de la ruta a casa de mi madre.
Extiendo mi brazo hacia el frente con la mano en una posición cualquiera para, imitando el saludo que de lejos se hace a un conocido no muy cercano, detener –“hacerle la parada”, en lenguaje coloquial – al microbús. Como por arte de magia el inmenso cacharro, mugiendo, rechinando, se detiene. El conductor me mira de soslayo; sus ojos denotan indiferencia. Experimento, desde mi arribo, un ambiente enrarecido. Un pequeñín –de no más de 10 años – recibe el dinero que cubre la tarifa con aire confiado, como un ser experimentado en estos avatares. Un primer ataque con la vista: vicio; en el suelo, la plasmación de la ignorancia colectiva: basura a mogollón.
Ya en el interior, observo un pequeño zapato... otro más... ambos colgados, con sus propias agujetas, del tubo trasversal metálico al que se aferran los pasajeros sin fortuna de asiento, y que se sostiene, por sus extremos, de otros dos; éstos, formando ángulos rectos respecto del primero, se prolongan hasta enterrarse en el piso, y se agitan ruidosamente con el traqueteo del camino.
Ya en el interior, observo un pequeño zapato... otro más... ambos colgados, con sus propias agujetas, del tubo trasversal metálico al que se aferran los pasajeros sin fortuna de asiento, y que se sostiene, por sus extremos, de otros dos; éstos, formando ángulos rectos respecto del primero, se prolongan hasta enterrarse en el piso, y se agitan ruidosamente con el traqueteo del camino.
Tristemente –también se podrían utilizar otros adverbios, como: sorprendentemente, trágicamente, lógicamente...–, el asiento donde reposo está remendado con unas placas de hule, mismo material que recubre el piso. Mi asiento es el último, el más lejano al conductor; esto me permite una perspectiva “privilegiada” del abigarrado “ecosistema”.
El camino es tortuoso; el día, agostador, y el olor tremendamente nauseabundo que exuda de todas partes, insoportable. Una combinación folklórica de extremos: yo leyendo a Proust; el conductor, una burda historieta semanal.
Sigamos con los contrastes: al frente, en la parte sobrante del tablero del microbús, a la derecha del “conductor-lector”, un altar digno de una parroquia pueblerina: al centro, un crucifijo de tamaño desproporcionado respecto del lugar donde se encuentra; a un lado y al otro del Cristo crucificado, unos pequeños floreros preñados de flores plásticas de colores inexistentes; colgada del espejo retrovisor, una imagen, adornada folklóricamente con luces y veladoras, de la Madre guadalupana; y toda esta “singular” visión, coronada por un rosario de cuentas baratas y una cantidad pagánica de imágenes pías, más bien feas. Inmediatamente abajo de este “monumento”, un mensaje legible desde todos los ángulos del camión: “Cuidado con el putisas”, sí, con “s”.
Los pasajeros son de variada condición. Lo que más destaca dentro de la concurrida cabina es un par de ancianas medio sordas intentando comunicarse. Lo curioso es que su edad inveterada les permite sustituir frases y enunciados por gestos y actitudes que, no es que sean percibidas por los ojos, ya que son disminuidas de la vista, sino que son intuidas por la razón; de lo contrario, se estarían engañando o estarían actuando. Con estas dos veteranas damas viene un joven -probablemente su nieto-, luciendo su extravagante pelo largo y su playera de un grupo de rock que ya no está de moda.
Ahora, mi vista se ve arrebatada por el pequeñín recaudador que, bajo el monumento clerical descrito con anterioridad, y al lado del “simpático” letrero mal escrito, en un hueco que hace las veces de un asientillo, juega de una manera infantil con sus manos, que tuerce y retuerce lo que le permite su pueril flexibilidad. Su padre, el conductor, le pide de una manera inentendible para el oído, pero clara para la vista por los ademanes y la situación, que organice el dinero que recibe de los pasajeros, lo cuente y lo acomode en conjuntos de monedas homogéneas. Probablemente sepa contar por la exigencia de la vida, pero seguro que no sabe leer. En esos ojitos de mirar café se percibe una madurez impropia de su edad; una “madurez”-retorcida, perversa- que se aparta de la infancia evangélica. Pero la edad, a Dios gracias, le sigue determinando en la mayor parte de las fuerzas de su espíritu, haciendo que, entre pose y pose de “adulto”, se asome la realidad de su fisonomía: la ternura de su niñez.
Sin duda, el pequeño rapaz sabe mas groserías que verbos; la ruda vida que ha experimentado ha sido una mala maestra de lingüística, pero, lo oigo, una gran maestra en el arte de vituperar.
Ahora, mis ojos divagantes se posan en una pareja de enamorados. Ella, de condición humilde - su suéter, pantalones y zapatos me lo dicen-, con los ojos perdidos en los de él. Él, mirando distraídamente sus zapatos, con una facha que pretende estar a la moda, pero que no oculta la mala calidad de su ropa. (La moda, recordémoslo, no sólo implica un sacrificio pecuniario para sus “esclavos” burgueses, sino que también implica un sacrificio de calidad y durabilidad para sus esclavos paúperos, ya que ellos, con tal de tenerla contenta, compran ropa a la usanza que ella exige, sólo que de imitación. El precio que se paga por esta imitación bastarda, no se preocupa por la calidad de hechura y, por tanto, es ropa fashion, pero de una bondad que brilla por su ausencia).
El peinado de él tiene pretensiones de excentricidad y rebeldía, mas, en el fondo, solamente confiesa complejos sociales de pertenencia. Su mirada, más perdida que la de ella, parece no detenerse a contemplar y responder la interpelación que de continuo hacen los ojos de su amada. De pronto se besan de una manera desfachatada, más por sensibilidad y alienación de su casta social que por amor. Los ojos de él, en aquel acto, que en el caso de los verdaderos amantes se desvela, en la intimidad, como donación y reciprocidad, miran, pasando por encima de los hombros de ella, y desembocando en mil futilidades callejeras, con cierta altivez e indeferencia. ¿La ama? ¿No? yo no lo sé.
Continúo con mi expedición ocular y descubro, para mi sorpresa, un personaje multicolor que trae consigo, desde la fantasía, unas misteriosas chucherías que aún no alcanzo a definir. Un momento después, en tono destemplado y trillado -de menos lo repite 100 veces al día- el hombre del arco iris promociona paletas heladas de yogurt a los acalorados pasajeros. Las ancianas, que con bocas resecas intentan comunicarse con aquel fantástico personaje, a través de ademanes y auxiliadas por el “probable nieto”, son las primeras en adquirir esas “delicias heladas”, como refiere el vendedor al promover su ya consabida promoción de helados. Mucha más suerte no tendrá, sólo un par de clientes interesados más y el heladero, al igual que apareció desde los ríos humanos, vuelve a ellos con singular maestría.
De pronto, recupero el control de mis ojos, los devuelvo al redil de la conciencia, y me doy cuenta que he llegado a mi destino, la calle llamada Siracusa. Apachurro apresuradamente un botón, que emite un curioso ruido nasal, para indicarle al chofér mi pretensión de abandonar su trasto; él, embebido determinantemente por el sonido del timbre, detiene, entre ruido de balatas, su gigante de chatarra. Abre la puerta trasera. Bajo, melancólicamente, y me dirigo caminando a Mauritania # 71, donde me espera, con probable impaciencia -eso espero-, mi madre.
4 comentarios:
Me has sorprendido Líder. Desdeñaste tu cepa romántica para entregarte a un realismo social -a la usanza de Zolá.
Sorpresas aparte. Consigues, exitosamente, situar al lector en la narración mediante descripciones exhaustivas. No obstante, es un texto que exige al lector, i.e., la rebuscada puntuación -necesaria, las más de las veces- entrecorta las ideas. Las acotaciones, esas vagatelas fuera de la línea narrativa, producen un refrenamiento en la lectura.
En general, considero muy buenas las representaciones lingüísticas de cada uno de los objetos que caen en la desatenta mirada del narrador. Quizá el segundo párrafo, la descripción de los zapatos, parezca forzada: de donde pende el calzado, en vez de ser un poste, o un cable -como todos hemos visto-, parece ser una portería. Un tubo sostenido en ambos extremos por otro par que aterrizan, respectivamente, en el suelo; tiene que ser una portería. Me parece el único yerro descriptivo, la única imagen que me produce conflicto.
La narración de suyo es muy buena, aunque no poco ayudada por referir a una escena tan conocida por lector, y fácilmente reproducible. El mérito está en ponerla de modo tan estético, y, en hacer hacer ver al lector del modo en que Tú lo viste.
Muy bien, en términos generales. Me agrada tu abandono a Goethe, tu clavado en la inmundicia social.
Espero comentar con mayor detalle, el próximo lunes, después de volverme a subir a aquél camión.
Saludos.
Si tú ibas leyendo a Proust, bien. Por todo bien.
Si el coductor iba leyendo una historieta, mal. No tanto por el contenido, sino por su obligación de ver al frente y cuidar el camino. ¡Oh por Dios! ¡Qué peligro!
Más allá de eso, el texto es bueno pero me pareció un poco recargado. Demasiadas subordinadas que lejos de hacer el texto fluido lo complican en su comprensión. Por momentos muy chistoso. Y por otros verdaderamente filosófico. La dialéctica de la historia se muestra poco a poco a lo largo del escrito. Aunque me parece que esta interpretación es lejana a la 'intentio auctoris'.
En comunión.
Muy caro mío:
Me satisface encontrar, por fin, publicado este texto que llevabas puliendo tantísimo tiempo.
Ha traído a mi corazón recuerdos bien gratos de aquellos días. Cómo nos divertimos con la idea de escribir eso. Y hoy que veo parido al hijo de aquellos tiempos me conmuevo.
Confieso que mi mirada es subjetiva, cargada de sentimentalismo y pasionalidad, nunca la de un crítico bien distanciado y frío. Me gustó.
Una cosa no logras, me parece, de las que proponíamos entre risotadas para este texto: la dialéctica abrumadora que existe entre el mundo pictórico puntillista del coleguí Proust, la sublimación de la estética, y la aberración tremenda que es el completamente antiestético y cuantimás folklorico camión.
Enhorabuena, coleguí. Me ha llegado al corazón.
Tiene sus puntadas filosóficas, antropológicas y costumbristas. Su ironía podría ser más fina, quizá. Y la ruptura entre el hombre-estético comprometido a la vida auténtica (en este caso, tú, al menos como novel aprendiz) y la ordinariez gris atestada de vulgaridad putrefacta y maloliente podría ser mejor zanjada.
Un beso en la frente, junto al lucero,
JuanMa
Agradezco todos sus comentarios. Es una aunténtica fotuna tener críticos sinceros. Especialmente agradezco las observaciones de Diego, porque sin tener obligación de hacerlas las ha hecho, y bien. Gracias.
En los próximos días, espero pulir el texto con sus agudas observaciones.
Saludos,
Lord Chandos.
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