El año fenecido ha dejado en mí un rescoldo de tristeza. Y no podía ser de otra manera: lo contrario sería mera frivolidad fingida. Sufrí un profundo desamor… Días fragosos, en definitiva. Pero este incipiente año es el año de la esperanza, y no una esperanza volcada de manera exclusiva hacia el futuro, sino una esperanza que nos regala hoy y ahora la seguridad de un Compromiso, cuya plenitud se revelará al hombre, con claridad diamantina, al final de los tiempos.
El año fenecido ha dejado también, como contraparte, una llama de felicidad. Recuperé amistades perdidas y las afiancé; profundicé en las de antaño; aprendí, de pequeños y grandes desencuentros, algo más sobre el hombre: algo más sobre mí; conocí personas de buen corazón que me han enseñado mucho sobre la amistad, la belleza, la erística, etc. De suerte que me he hecho pelín más prudente. Y no por un esfuerzo ascético (mein kampf) que me llenase de presunción. Antes bien, por la experiencia de algunas almas pródigas de auténtico cariño. Cuando uno es amado, reconoce la infinita fortuna que esto implica e intenta poner todos los medios para corresponder dignamente a este amor, conservarlo y acrecentarlo – sin ni siquiera proponérselo expresamente –. Lo primero, pues, es el amor (el Amor). Ahí surge la virtud – por lo menos la privada o particular –. Su génesis no es la utilidad ni la búsqueda de la felicidad, sino el compromiso inicial de la relación personal (única e irrepetible; una singularidad relativa, en términos blathasarianos) y el afán de permanencia –sostenido no tanto por un voluntarismo, cuanto por la gracia que todo amor dona al amado, fomentando, así, la fidelidad –.
Decía un amigo que la mejor definición del laico en medio del mundo es la dada por Jesús: “He aquí, yo os envío como ovejas en medio de lobos” (Mt. 10,16). Hace ya algún tiempo descubrí que esta era mi misión; pero en el 2007 este descubrimiento tomó una fuerza inaudita. Algunos años fueron necesarios para comprender su importancia (el acto de ser personal, según D.-) y asumir su dramaticidad (Col. 1, 24), aunque, tristemente, haya sido por vía apofática. La interiorización de este compromiso es una empresa de toda la vida. Espero que el 2008 marque un hito en este sentido.
No creo haber perdido mi “camino” por mi salida consciente del XY. Tampoco soy de la opinión que fue un tiempo fútil (lo que traería aparejado un intento patético y anacrónico de buscar el tiempo perdido: “À la recherche du temps perdu”). Donde hay gracia de Dios, jamás se pierde el tiempo. Más bien, pienso yo, fue un periodo que me ayudó a tomar consciencia de la necesidad de un laicado comprometido con el mundo – el mundo real, donde hay tristeza, azar, maldad, amor, desamor, etc. –, de la necesidad de una teología del laicado hecha por teólogos laicos, que asuma plenamente lo propuesto por el Vaticano II; del peligro del moralismo, que privilegia la acción sobre la gracia, y subyuga – por separarlas equivocadamente – la sobrenaturalaza a la naturaleza; y por último, del deber – nunca un lujo – de estudiar teología, entendida como la reflexión sobre la Palabra y la Tradición, cuya finalidad es encontrarse integralmente con el Dios vivo, y enseñarla con la inteligencia y con la existencia.
Ardua empresa me espera. Espero estar a la altura histórica de este kairos de mi vida.
ARM ( Lord Ch.)