Lo que sigue es una paráfrasis, literal en varios momentos, de parte del artículo “Remarks on the Psychological Motives of Doestoevsky’s Characters” de Adam Friedrich Betruger en Classic Literary Review XIX (1972), 34-72. Betruger examina el perfil psicológico de los personajes de Dostoievski: lleva a cabo una unificación de Raskolnikov, Iván Karamazov y Nicolai Stavroguin como el “espíritu de la decepción” (hay antes un excursus sobre el desencanto del mundo), desde el que concluye que los tres personajes forman en realidad el “esquema básico” de los personajes en Dostoievski, algo así como el sentido “neutral” del personaje (tesis evidentemente discutible).
Después de esto sigue un ensayo sobre la autoconciencia en el personaje básico: esto es lo que he traducido como “fenomenología de las funciones del yo”. El artículo termina con un breve análisis de la idea de redención en las novelas de Dostoievski, estudiada internamente desde la transición del personaje básico a Aliosha Karamazov (con el príncipe Mishkin como un “estadio intermedio”) y externamente desde la guía de Sonya Marmeladova y Darya Shatov.
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Es claro que el núcleo central (el lékton del personaje) consiste en la búsqueda del sentido unificante de la vida. Este sentido equivale a la comprensión del yo. El personaje, por decirlo así, ha perdido la comprensión de sí mismo. Su interioridad no existe como un ‘yo’, es decir, al menos no como un yo que consiste en una reunificación, sino precisamente como una multitud caótica de voces que pugnan bien por encontrar el sentido en el pasado, o bien en el futuro, o incluso por intentar ignorarlo o hasta negarlo abiertamente.
La discusión interior se da según el siguiente esquema:
(Yo último: Ego absconditus)
Yo trascendental: Ego vivens
A. Yo empírico: Ego facio motu
B. Optimismo estúpido: Ego gaudiens
C. Yo dialógico: Ego doctiloquens
D. Yo diabólico: Ego abominans
1. Yo fanático: Ego se afirmans
2. Yo cínico: Ego despiciens
El yo trascendental es el personaje mismo: el hombre que vive no hacia fuera sino hacia dentro. El mundo es devenir y él realmente lo habita, pero su existencia es más que habitar el mundo. Por eso su característica más natural y propia es cierto “desprendimiento” del mundo, desprendimiento que se efectúa a través de su conciencia. En ese sentido su conciencia es el verdadero ámbito vital del personaje. Como autoconciencia el personaje vive abierto a algo ‘más’ que el mundo físico.
La necesidad de habitar el mundo físico, sin embargo, hace que el yo tenga que ‘proyectarse’ desde el ámbito de la conciencia a la realidad: tiene que ‘emplearse’ en existir. De ahí surge el yo empírico, que en realidad es poco más que una función operativa-fáctica del yo trascendental. Como éste no vive primariamente respecto del mundo, el yo empírico es casi siempre un ‘extranjero’: una marioneta ‘forzada’ a habitar un mundo que entiende poco en su nivel efectivo (aunque apoyado por las hipótesis finalistas del yo trascendental). Así el yo empírico puede aunar fácilmente, en multitud de ocasiones, una gran confianza en sí mismo con una gigantesca timidez e incluso incompetencia. En otros términos: el yo empírico es el yo trascendental forzado a la vida activa, vale decir, a su propio ridículo.
El yo trascendental apunta a su realización última, entendida como bondad trascendental, es decir, el sentido más alto de una vida ‘positiva’. Por supuesto no cuenta a priori con una determinación específica ni una concreción de cuál sea vitalmente tal positividad.
Como voz presente a sí misma, desde la ausencia misma de determinación, el yo es dialógico: es la posibilidad de la autoconciencia de dialogar consigo misma, pretendidamente al margen de sus propios prejuicios. Sería, en fin, esa capacidad de diálogo o de razonamiento en general, desde la que el yo trascendental comprende y dialoga con posturas divergentes.
Como deseo de concreción positiva sin contar con una determinación específica, el yo trascendental funge como positividad u optimismo estúpido. Es la voz ésta de la bondad, el abogado de los buenos deseos que no retrocede ante ninguna tormenta. El yo trascendental la desprecia en último término por su indeterminación; aunque no es posible dejar de aceptar que es él mismo quien la dota de fuerza.
Por supuesto el yo trascendental a la búsqueda del yo absconditus es la fuerza motora última de todas las funciones determinativas del yo, aunque las rechace a todas como versiones incompletas (las determinaciones del yo son específicamente funcionales: ninguna es el yo absconditus porque la revelación de éste necesita de una iluminación superior: una existencia no puede ser su propia iluminación, a menos que sea autotransparente a priori).
En ese sentido, aunque determinaciones incompletas, todas las funciones del yo aparecen como voces de la autoconciencia y aportan matices fenomenológicos distintos.
Sobre todo déjese de lado la idea de que estas voces son experiencias fenoménico-sensibles patológicas. La autoconciencia es una profundización fenomenológica del yo, o bien una iluminación mística [o bien, aunque trascendentalmente, la Identidad Originaria], pero nunca una patología. Las patologías aparecen como voces distintas que automática disgregan al yo, pero en la autoconciencia el yo trascendental está presente siempre unificándolas. Las funciones del yo no pueden disgregar al yo porque de ninguna manera son superiores a él. Profundizar desde distintos ángulos no significa separar.
Por lo demás, como es evidente, las concreciones funcionales distintas pueden variar fenomenológicamente de una persona a otra. Aquí nos limitamos a exponer el caso del personaje básico o neutro.
Con esto se tiene suficiente para pasar a las funciones negativas. Se ha designado como núcleo de la función negativa al yo diabólico. El nombre no pretende hacer ninguna clase de referencia a un poder sobrenatural. El yo diabólico es tan ‘natural’ como el resto de las funciones psíquico-fenomenológicas de la conciencia.
El yo diabólico consiste, por contrapartida al ego absconditus (aunque, por supuesto, sin poder estar a su nivel y ésta es su tragedia), en corroer. Uno busca el sentido pleno de la vida y el otro la deconstrucción de toda posibilidad de sentido. El hombre es Sentido que otorga sentido (o ego absconditus que se determina especificando según las funciones operativas del yo trascendental). El yo diabólico es el rechazo a todo sentido, la búsqueda última de eliminarlo: el intento de negación de la vida humana sobre sí misma.
Por supuesto, es fácil darse cuenta de la situación profundamente desgarradora que supone que el Sentido (la persona) pretenda arremeter contra toda posibilidad de sentido.
La literatura, el cine, la historia, la sociología, en una palabra: la experiencia conjunta de la humanidad nos han señalado con bastante claridad los posibles desenlaces a los que la persona se enfrenta desde la función del yo diabólico.
(1) Si el yo trascendental intenta asumir vitalmente la función del yo diabólico, su fin es la desesperación (Stavroguin) o la locura (Kirillov).
(2) Si desiste de asumir esa función, sólo puede buscar la deconstrucción plena, de suyo, sin pretender ninguna afirmación posterior. Así aparecen, de manera negativa, el cínico y el fanático. Piénsese en el hombre del subsuelo, en Piotr Verjovenskii, en Erkel, &c.
Una palabra sobre el fanático. La función fanática del yo es la que suele denominarse, casi en retrospectiva desde la filosofía existencialista y desde Nietzsche especialmente, superhombre. Podría objetarse que el superhombre es una función ‘positiva’: posterior a la deconstrucción, sí, pero con la pretensión de afirmar después un sentido radicalmente novedoso, inédito desde las categorías pre-deconstructivas; ‘afirmativo’ en todo caso. Si esto es así, es claro que el superhombre no puede ser una función dependiente del yo diabólico que, esencialmente negativo, no permitiría ninguna función de positividad.
En mi opinión, si la deconstrucción se atreve verdaderamente a ser tal, no puede quedar ningún fundamento (¡precisamente!) para proponer realmente nada. Su propuesta es un puro autosituarse vacío. Los superhombres no tienen seguidores, ni pueden tenerlos propiamente, porque no hay nada qué seguir: ni a un ideal ni a un hombre.
Por último: no cabe, al menos desde este punto de vista, hablar de un yo calculador, un yo político, un yo resentido, un yo adolescente, &c. Estas son en realidad ‘actitudes regionales’, referidas a un sólo ámbito o aspecto de la vida del yo. Son por eso funciones del yo empírico o del yo trascendental (modalidades suyas). Viciadas, si se quiere, por funciones diabólicas, o iluminadas por el absconditus, pero funciones regionales. Aquí se trata más bien de voces auténticamente globales de la autoconciencia. Por eso, ni aún un yo profesionista o un o un yo familiar caben: eso va envuelto ya en las funciones aquí descritas.
El yo religioso sería el cuadro completo. Yo religioso o existencia religiosa (tanto positiva como negativa) es en este sentido una tautología.