viernes, junio 27

Nuevo integrante del blog.

Amigos todos: tengo el gusto de presentarles a José Manuel, el nuevo contribuyente de este bló literario.





¿Su carta de presentación? Este excelente cuento. ¡Hala! ¡Ahí tenéis!




El perseguidor de anhelos
por José Manuel Cuéllar.





Se volvió perseguidor de anhelos el día en que murió su segunda esposa.
Fue un funeral sin asistentes. Sólo él, el padre y cinco hombres contratados para remolcar el féretro se dieron cita la mañana de ese lunes en el Panteón María Serbín.
Era primavera, y el cielo rugía como si fuera a llover.
Y el viento abofeteaba las lápidas.
Y los árboles, como percheros a rebosar de abrigos verdes, se inclinaban hacia el piso.
Los hombres maniobraron un rato más con el ataúd: le anudaron cuerdas y lentamente lo hicieron descender por el hoyo, que olía aún a tierra removida.
–Recemos un Padrenuestro por la difunta –suspiró el padre, colocándose a los pies de la tumba, cabizbajo y calvo.
El viudo asintió.
No lloraba.
Permanecía impasible.
Asentía como un autómata guiado por quién sabe qué fuerzas…
Asintió.
Y el padre tartajeó entonces la plegaria valiéndose de un tonillo de conmiseración, que el oficio le había enseñado a afinar en ocasiones como aquélla.
Él permaneció impasible.
Maldijo para sus adentros la furia de Dios, maldijo los designios del porvenir y la ruindad de la vida. Detestó en ese instante el sabor herrumbroso de la muerte y del desamor, si es que desamor y muerte no eran la misma cosa. Derrotado, miró a sus alrededores. Los árboles como guardianes de almas, las cruces como estandartes ondeando en altamar, los cinco hombres que respetuosos se habían apartado de la escena, la nuca desnuda del padre… Miró sus alrededores, y apretó los puños y los nudillos se le blanquearon y un como frunce torció su entrecejo y un como escozor de rabia le picoteó la barriga. Y retuvo las lágrimas y juró vengarse y pensó cuanta cosa piensan los amantes defraudados y solos.
–… Y líbranos del mal. Amén.
Finalizó el padre.
Y el viudo lo despidió con un tajante silencio. Pagó a los hombres la ayuda.
No lloró.
Se mantuvo quieto como un maniquí ya roto.
El viento abofeteaba las lápidas, y los árboles se inclinaban hacia el piso.
El viudo se arrodilló ante el sepulcro, que todavía poseía el aroma de la tierra fresca. Se arrodilló y musitó un “adiós” apenas oíble. Pero los vendavales resquebrajaron su “adiós” y esparcieron los fragmentos por el María Serbín. Los fragmentos se estrellaron contra las cortezas de los árboles, contra otros sepulcros y contra otras historias. Contra memorias ajenas y lágrimas de otros tiempos.
Él se izó, giró sobre sus talones y anduvo sin volver la vista atrás por el senderito que lo conduciría fuera del panteón.
Era primavera, y el viento rugía como si fuera a llover de un momento a otro.
Y llovió, apenas hubo cruzado el umbral de su casa.
Las gotas repiqueteaban, o más bien siseaban, como agujas que alguien aventaba con fuerza contra una lámina de metal.
Ah, tantos anhelos derruidos.
Se había ido, la pobre.
Se había ido, ah, y no regresaría.
Se había ido y se había llevado consigo la mitad de él.
Clic, clic, clic. La lluvia no cesaba de tronar afuera. Clic, clic. Y embestía los cristales de la casa. Y unos relámpagos chisporroteaban allá, en las alturas.
Clic, clic, clic.
Había vuelto a enviudar.
Se le habían vuelto a descarapelar las ilusiones. Otra vez la vida le pelaba los dientes. Ah, otra vez el alma destrozada. Y las ganas locas de morir y las ganas locas de gritar su desconsuelo. O de tragárselo de un solo bocado. Daba igual.
Clic, clic, clic, clic.
Como agujas arrojadas a una pared de fierro.
El viudo apretó los puños y los nudillos se le blanquearon. Se embutió en una chamarra percudida, se calzó las botas y se encasquetó un sombrero. Ah, se puso guantes y se asomó por última vez al espejo del baño, sólo para ver configurado ante él un cuadro irreconocible. El suyo… El suyo ya sin ella… Clic… Se incrustó los anteojos en la cara… Clic. Clic… Y se entregó a la noche lluviosa.
Caminó por aceras encharcadas esa medianoche. Caminó y se empapó. Y siguió caminando hasta volverse un cazador de anhelos.
Se le vio, primero, por el campo. En los páramos estériles de por allá, por el sur. Dicen que el visitante misterioso llegó al pueblo una mañana gris. Dicen que sus pupilas diáfanas, como de espuma, se detuvieron un segundo a examinar el paisaje. Y que luego continuó alternando sus pasos por la senda principal. Hablaba un lenguaje extraño, de adjetivos poderosos y promesas que revoloteaban en los oídos varios días. Hablaba un lenguaje extraño, que sedujo a los jóvenes. Sedujo a los jóvenes, quienes lo siguieron cuando se retiró. Y él los abandonó luego ante el regazo de la perdición y la tragedia. Y los jóvenes se estremecieron y sucumbieron y se mecieron a la fortuna.
El cazador de anhelos colmó de desolación los campos de por allá, por el sur. Vació las alquerías y se fue a los lupanares. Cundió calumnias asesinas y propagó epidemias calamitosas. Corrompió a las putas. Las ultrajó, las desmembró. Y escapó a la costa sin quitarse la chamarra de sobre los hombros. Allí convenció al mar de que se alzara en contra de las redes. Arrancó secretos a las rocas y las embruteció de ira, para que sepultasen ciudades enteras. Abrió abismos y marchitó valles.
La gente aprendió a temerle.
Pero él no paraba.
Vagaba indeciso por las carreteras desiertas, se abría paso a empellones por entre las multitudes. Y hacía que las palomas alzaran vuelo en las plazas, por las que –según cuentan– le gustaba mendigar.
Provocaba guerras donde titubeaban los generales.
Provocaba, y mataba a la menor provocación.
Él hacía confundir las tardes con las madrugadas y el candor de los niños con la maldad.
Estaba donde estaban los esposos cautivos. Donde la guerra devastaba naciones… Donde los ecos de alegría se deformaban en lamentos.
Perseguía sollozos y caricias salvajes. Desgarró corazones.
Era un perseguidor de anhelos.
Iba tras ellos, y los encontraba siempre. En la devoción de los artistas, en la castidad de los religiosos, atrapados en la Ópera de París y en las bóvedas de las catedrales. En el andar de los hombres. Al interior de un bolso de mujer y en las sonrisas flojas de los desfiles. En las escuelas, en la nieve. En el rojo carmesí de un amanecer otoñal. En el ir y venir, en los dimes y diretes. En el porte angustiado de los oficinistas, también. Y en aquellas parejas de ancianos en las bancas de los parques.
Ah, con qué fervor perseguía anhelos.
Ayudó a una dama a quitarse la vida. A un cura a redimirse. A un atolondrado a asesinar por amor… Arrebató confesiones a musas y a carceleros. Juró por jurar y rompió promesas.
Rompió, sobre todo, promesas.
Pues era un perseguidor de anhelos.
Traidor, astuto y frívolo como todos los perseguidores de anhelos.
Sólo que él, un buen día, renunció.
Jamás olvidará ese buen día… El calendario desgranaba agosto y una como corriente cálida se había apoderado del aire. Había mucha luz, muchos ánimos y muchas buenas intenciones. La gente hasta se daba los buenos días por la calle y se guiñaba pícaramente los ojos. Los ciegos recibían limosnas y los poetas paseaban de la mano de sus novias… Ah, agosto estaba por acabarse y nuestro perseguidor de anhelos recién había escuchado de una casa para seniles donde todos parecían vivir alegres. De modo que se dispuso a acudir a ese sitio y tasajear de una buena vez toda aquella agria felicidad.
Ah, partió rumbo a la casa de ancianos.
Era agosto, e incluso al atardecer había mucha luz. Los ánimos todavía no decaían y las buenas intenciones se prolongaban más de lo debido.
Ah, llegó a la casa de ancianos antes del anochecer.
Llegó con el firme propósito de devastar.
Pero algo se interpuso entre él y su espíritu beligerante.
Algo que se llamaba Eugenia.
La divisó desde lejos. Iba uniformada de blanco. La cofia blanca, la blusa blanca, la falda blanca, las medias blancas. Incluso su piel gozaba de una apariencia nívea. Únicamente desentonaba el negro cerúleo de sus cabellos. Sus deslumbrantes cabellos…
–Buenas tardes –saludó al perseguidor al notarlo de pie ante la verja–. ¿Viene a visitar a alguien?
Eugenia podaba rosas en el jardín. Rosas rosas. Con los pétalos abombados y el tallo tachonado de espinas. Eugenia lo saludó con una en la mano, y esgrimió una sonrisa encantadora, ligeramente más blanca que su tez.
El perseguidor entonces se olvidó de los anhelos. Y de los ancianos. Ahí, parado ante la verja, se olvidó de todo. Sólo estaban él y Eugenia y la rosa.
–¿Viene a visitar a alguien?
Él no contestó.
Empujó la verja, que se tambaleó y cedió a su peso. Se abrió poco a poco. Poco a poco entró el perseguidor al jardín. Y poco a poco se deslizó hasta ubicarse a unos treinta centímetros de la blanca enfermera. Ella sujetaba una rosa, y se había pasmado. A lo mejor temía. O a lo mejor aguardaba.
Él le imprimió un beso súbito.
La estrechó súbita, despiadadamente.
Ella soltó la rosa.
Él le succionó la dulzura de los labios.
Se había olvidado de los viejecitos felices.
Se había olvidado, en general, de los anhelos.
Y con ello se había olvidado de su propia promesa.
Había roto su promesa.
Se había robado su propio anhelo, el de perseguir anhelos.
Estaba confundido.
Ah, besó a Eugenia.
Humedeció su boca. Su boca como un nido de pasiones desenfrenadas. Su boca como una rosa rosa.
Y saboreaba su saliva, como si fuera agua dulce y él un colibrí sin pudor.
Ah, ella profirió un gemidito.
Ah, y él lo ahogó con otro beso…
Los casó, un mes después, el padre cabizbajo y calvo del velorio. Recorrieron la nave principal de una iglesia, se trajearon, se engominaron y realizaron cuanto ritual realizan los que van a desposarse.
Y se casaron, finalmente. Los casó el cura calvo.
Luego de los festejos, de los arroces y de un par de noches apasionadas, el antiguo perseguidor de anhelos visitó el Panteón María Serbín. Le dijo a Eugenia que volvería en un rato y se fue al panteón.
La hiedra había invadido la cruz de su segunda esposa.
La hiedra y el moho.
De modo que ya no había inscripción. Ni nada. Sólo el mismo viento azotador de antes.
¿Y si Eugenia fallecía?
Ah, afligido el hombre se preguntó en qué se convertiría cuando enviudara por tercera vez.

miércoles, junio 25

ELIYO





Se me ocurrió una tarde. No sé si fue yo quien concibió la idea, él simplemente me propuse el proyecto sin saber cómo ni por qué. Un pensamiento ilumina y su luz cubre el horizonte de todas las acciones posteriores, no es necesariamente un plan ni un proyecto, es la idea del artista desinteresado que esculpe sin pensar en otra cosa.
¿Cómo fue que me lo propuso? Cavilaba en silencio, como siempre, sin comprender nada, sin querer comprender nada, consciente de que no comprendía nada. Le susurró: “hazlo”. ¿Hacer qué? No importaba. El caso era obedecer.
Antes de tomar una decisión importante hay que caminar; caminar es ejercicio suficiente que no revoluciona el cuerpo hasta el punto de bloquear las ideas, sino que cataliza, oxigena, despierta el ingenio y la imaginación. Él caminé sin saber por dónde, cuando me dio cuenta estaba río abajo, había atravesado media ciudad sin llegar a una conclusión. Me detuvo a ver en un charco el reflejo del cielo azulísimo. Entonces vi un renacuajo que apenas despertaba a la vida. No parecía estar maravillado del milagro que se operaba en él. Simplemente se movía, buscaba, encontraba, quién sabe si sería después un sapo, una rana… ¿a quién debía importarle si a él mismo no le importaba? Él se lo quedé viendo un buen rato. Es curioso cómo aquellos que preguntan rara vez reciben respuesta de aquellos a quienes preguntan; es curioso cómo hay seres que sin saber las preguntas tienen las respuestas.
Al día siguiente me presentó en el zoológico y pedí hablar con el director. Tuvo que esperar cinco horas y media. Era tal mi resolución que habría esperado ochenta horas de ser necesario. Por fin lo recibió. No hubo presentaciones ni diálogos inútiles. Le comuniqué su decisión sin rodeos. Él se quedó viéndome como quien ve visiones. Esbozó una sonrisa, pensó que estaba de broma. Pero se dio cuenta, por la expresión de su rostro, de que no bromeaba. Le dije: “Piénselo usted. Dele muchas vueltas”. Se despidieron.
Una semana después me llamó el director: “Estoy de acuerdo. Pero habrá que resolver algunas dificultades…”. Yo lo amenazó con irse a un zoológico holandés si no aceptaba mi propuesta inmediatamente, sin condiciones de por medio. Llegaron a un acuerdo; él se encargaría de la política. Yo no quería meterme en filosofías ni en cientificismos, no quería meterse en nada. “Pasado mañana”, le dije. Estuvo de acuerdo.
Pasé la noche en vela. Trataba de convencerse de que estaba seguro de lo que hacía. Pero no conseguía librarme de los tormentos. Le dijo: “Es mi única opción. No puede descartarla antes de tiempo”. Estuve de acuerdo. Al amanecer se despedí de sus circunstancias. Aquello que me hacía ser él mismo se desvaneció por completo. Llegó la noche y comencé a sentirme feliz.
El día tan esperado hicimos los preparativos. “¿Desnudo?”, me preguntó el director. Yo lo pensó unos instantes: “no me importa”, respondí. Para quitarse de problemas me pusieron un taparrabos. “No vaya a ser que nos llamen la atención”, dijo el director. Él apenas lo escuchaba.
Dormí en la jaula. Esa noche se comportó todavía como un humano. Reflexioné. Se convenció por última vez de que eso era lo que deseaba.
A la mañana siguiente los visitantes del zoológico se encontraron con una sorpresa. En la sección de los mamíferos estaba colgado este letrero:
Nombre científico: homo sapiens sapiens
Nombres vulgares: ser humano, hombre.
Hábitat: cualquiera.
Alimentación: omnívoro.
Distribución geográfica: los cinco continentes
Peligro de extinción: para el resto de los animales
Origen: desconocido

Serían las diez de la mañana cuando me abrieron la puerta. No se detuvo a pensar y salí tranquilamente. Se tendió en el pasto.
Una multitud de curiosos se reunió alrededor de mi jaula. Los que habían visto el letrero estaban seguros de que se trataba de una broma, no esperaban verlo salir. Durante unos minutos reinó el silencio. Luego vinieron las reacciones: unos reían; otros hacían aspavientos, visiblemente contrariados; algunos aplaudieron; hubo quien esbozó una sonrisa de esnob y asintió, como aprobando la originalidad de la idea; los niños preguntaban y preguntaban; sus padres no tenían respuestas; comenzaron a hablarme; le gritaban; alguno me arrojó comida y provocó carcajadas en algunos y cólera en otros.
No tardaron en llegar los reporteros. Querían hacerle entrevistas. La noticia se expandió rápidamente. “Poco original”, opinaba la mayoría, porque lo habían hecho antes unos payasos en Inglaterra. Pero otros subrayaban que mi caso no era temporal, que él había firmado un papel en el que aceptaba un cautiverio vitalicio, que yo lo había sugerido sin que nadie lo obligara. Se habló de todo tipo de patologías. Derechos Humanos intervino, hubo una disputa que llegó hasta los más altos tribunales. Finalmente el mundo lo aceptó. Y gente de todos los rincones del planeta vino a verme.
Cada quien lo utilizó a su favor; los ecologistas me alabaron, aseguraron que él era un idealista que trataba de denunciar la esclavitud a la que eran sometidos tantos animales: era un héroe y los partidos verdes querían hacerme salir y postularlo para presidente; los filósofos se valieron de mi caso para escribir toda serie de disquisiciones antropológicas; los religiosos hablaron de la dignidad humana; las feministas se opusieron a que un hombre representara al género humano y una mujer se ofreció a representar a la otra mitad en un zoológico de Tokio; los artistas me usaron en portadas de discos, toda suerte de pinturas y esculturas… narraciones; nadie entendía que no había cosa alguna que entender, que la idea consistía en que no hubiera idea.
Todo esto lo supe después, porque en este momento no se enteró de nada. Me había propuesto desembarazarlo de mi conciencia. No tenía otro objetivo. Un manicomio habría resultado problemático, porque allí todos tratan de convencer a uno de que se alinee a los parámetros de la normalidad, sin concebir la idea de que los locos son simplemente sujetos originales, con modos de diferentes y a menudo superiores de ver las cosas; la cárcel tampoco habría dado resultado, por obvias razones. Necesitaba de un lugar en el que lo alimentaran y en el que no tuviera que preocuparme de cosa alguna más que de desembarazarse de la conciencia, y de seguir viviendo después en estado de inconsciencia.
Era ésa para mí la revelación del mundo animal: la inconsciencia. No le importaba que los empleados del zoológico se vieran obligados a cambiar el letrero, convencidos de que un homo non sapiens no podía representar al género humano. Yo, por lo menos, no dio ninguna señal de ser inteligente; cualquiera me habría confundido con un animal más. Había pedido que no me afeitaran y que lo limpiaran solo un poco, lo suficiente para no agarrar un mal bicho; y que mi comida fuera sana, cocida o no, no importaba, la salsa tampoco, menos aún la sal. Me importaba sobrevivir.
Los ejercicios comenzaron en cuanto abrí la puerta aquel día. Me tendí en el pasto. Le dije: “No pienses más”. Me dijo: “No piensas más que no quiere pensar más”. Y así me debatió entre los pensamientos que no querían serlo y al cabo de unas horas comencé a sudar por el esfuerzo y porque quería imitar a sus compañeros de cautiverio que hacían su vida sin el tormento de la conciencia.
No recuerdo qué sucedió después. Los periódicos dicen que se volvió loco. A mí no me consta. Creo que, lejos de desembarazarme de la conciencia, logró multiplicarla en su interior. Ahora tengo con quien conversar.

lunes, junio 23

Bóreas (cuarta entrega)


Las relaciones humanas semejan un péndulo que va del amor al odio, de la paz a la reyerta, con una precisión inexorable, geométrica; la única variación es la velocidad del movimiento y el largo de la cuerda. Y al final, el punto de quietud es la indiferencia…


“¡Qué débiles resultan ser los supuestos lazos “infrangibles” de la amistad!–pensé en aquella ocasión–. La persona más fiel, embriagada por el licor de las bajas pasiones, puede prenderle fuego al mundo entero, sin pensar ni un instante en las consecuencias… Parece ser la sempiterna condena del ser humano: pese a tener un razonamiento finito, fragmentario, y vivir sumergido en el azar, la contingencia y la inestabilidad de los sentimientos, juzga al mundo y a sí mismo con la soberbia pretensión de fijar su hado. Intenta anticipar todas las objeciones que el tiempo le puede presentar, mas el tiempo se rige por la fortuna…

Razón llevaba el Apóstol: Por lo que a mí toca, muy poco se me da el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano; pues ni aún yo me atrevo a juzgar de mí mismo…

Imagino el esfuerzo renovado de Evagrio por recrudecer su odio hacia mí, siendo que los motivos de nuestra enemistad se desdibujan y pierden fuerza día a día, hasta parecer algo baladí… Seguramente el orgullo lo lleva a representarse una y otra vez nuestro altercado para darle nuevos giros, pintarlo con todos los colores de la imaginación… en fin, idealizar con toda crudeza mis errores… La única forma de seguir sosteniendo su postura es convencerse todos los días de mi maldad. ¡El orgullo de mantener las decisiones!... Se olvida todo, naufraga las historia, y sólo queda el hecho atómico de un decisión “seria”… ¡Vaya estupidez! Lo único serio es el tiempo… y la muerte…”


La noche se cernía sobre la ciudad. Las últimas nubes de lluvia se desvanecían y las estrellas se presentaban con su luz titilante. Logré burlar el tráfico tomando un atajo de callejuelas. Un fuerte viento agitaba a los cipreses –los cuales flanqueaban por ambos lados la estrecha avenida–, haciendo que sus puntas se rozaran nerviosamente unas con otras. Parecían estar en pleno chismorreo. Continué cavilando: “Aceptar que la vida está compuesta en su totalidad por relaciones efímeras, coyunturas temporales y eventos; que presente y futuro están férreamente determinados por el pasado; y en definitiva: que la libertad es un espejismo metafísico, ¿es el único subterfugio para vivir como hombre?... El amor, el odio, la esperanza, la fe… la salvación, ¿resultan ser las distintas máscaras para dulcificar el rostro de un destino ciego?...

Las decisiones son tan fortuitas como el caer de estas últimas gotas de lluvia en el parabrisas, y tienen su misma duración: nada… A penas tomo conciencia de la gravedad de los consejos, de las opiniones. Tantas veces he dicho liviandades. A penas ahora sopeso lo azaroso de mis decisiones más ponderadas, de mis deseos profundos, de mis peores errores y culpabilidades… Bagatelas, sin duda… ¿Cómo se podría condenar un ser tan débil? ¿Cómo hacer depender la eficacia de la Redención y de la Misericordia divina de una libertad tan corrompida? Me pregunto, salva reverentia timoreque blasphemiae – como diría D... –: ¿Qué acción del hombre merece la condena eterna? Es una desproporción… Una locura…”

Terminó el disco de Bruckner. Aproveché el semáforo en rojo para cambiarlo por uno distinto. Elegí uno que acaba de comprar unos días antes: “Mélodies” de Oliver Messiaen. Siempre me ha parecido muy complicada su música, aunque algunas de sus composiciones las he disfrutado sobremanera, como su ópera – o poema sinfónico­– San Francisco de Asís. Otras me parecen simplemente inentendibles para mi sensibilidad, basta pensar en su “Cuarteto para el final de los tiempos”... Comencé a escuchar el mentado disco. Una soprano dramática y un piano. Pensé: “Esta música invita a locura… No correría el riesgo de verme por mucho tiempo en un espejo mientras escucho este disco… Parece ser un símbolo de la locura que posesionó a su esposa… ¿Estas melodías habrán sido compuestas antes o después de este dramático suceso? No lo sé… En realidad no me gustan demasiado; supongo que llevará su tiempo el descifrarlas, el aguzar la sensibilidad para enamorarse de sus enigmas… No conozco obra de arte contemporánea que no exija un detenido estudio para su comprensión… A veces se nos olvida el profundo hito estético que supuso la primera y la segunda guerra mundial en todos los grandes artistas del XX… La sensibilidad artística se vio conmovida en sus fundamentos. ¿Será imposible volver a la belleza limpia, juguetona e inocua de las composiciones de Mozart? ¿Sería una traición a la Memoria histórica?... Por cierto: ¡qué bella noche! El frescor, el cielo desnudo, las estrellas rutilantes…


Con qué facilidad se pierde el hilo de las ideas. Y la pereza de devanarlo para sacar algo en claro es insuperable. Todos los razonamientos tienen una conclusión lógica, la cual casi nunca conquistamos…”

Sin aparente motivo, me acordé de Luisa: “¡Qué habrá sido de su vida! Ha de estar con el imbécil de Roberto. Jamás pensé que podría superar su ausencia –ni ella la mía–. Sin embargo, la niebla que envuelve, sin apenas notarse, el grueso de la vida, anestesia con eficacia hasta las memorias insoportables. ¡Lástima que también obnubile los afectos y las promesas más sublimes! ¿Con quién estará?... Siempre pensé cómo sería mi vida después de ella, aún cuando estaba felizmente con ella. Creo que ese fue el problema: el futurismo. Toda previsión es insana para el amor… Lo más doloroso, sin duda, fue haberle compartido mis gustos: aquellos libros, discos, óperas… hoy conversos en demonios de la memoria… No puedo escuchar Debussy sin sentir cómo se me encoge el corazón; no puedo leer ni un solo poema de Gabriela Mistral sin sentir ese fuego de la melancolía en la boca del estómago, esas punzadas de la autocompasión. Para acabar pronto: apenas me encuentro inactivo en un lugar, las memorias se alistan en compacto ejército para asaltarme entre saetazos de lágrimas, como diría Alfonso Reyes. (Y suspirando con el alma): Luisa fue la mujer de mi vida… fue…”


Llegando al siguiente semáforo, quité “Las Melodías” de Messiaen; preferí –por capricho, supongo– escuchar su sinfonía “Turangalila”. Volteé distraídamente a la calle. Captó mi total atención una viejecita, la misma viejecita que veo todos los días en el mismo lugar vendiendo chicles. Mujeruca de breve altura. Los arcos de sus piernas anuncian vistosamente una enfermedad degenerativa en fase avanzada. Cabello corto, blanco e hirsuto. Ojos hundidos y pequeños, como de roedor. Septuagenaria. Cuerpo membrudo. La cara, abundante de carnes, tiene un aire de bondad senil. Sus hatos son los típicos de la mujer pobre y con familia de esta ciudad: vestido de un color gris disuelto por el viento, delantal con motivos florales, calzas largas azul marino y sandalias de cuero viejo. Su contemplación me generó un malestar profundo. Me sentí ridículo. Pensé un instante en los sufrimientos que habría padecido esa pobre vieja. Me sonrojé, si no del cuerpo, sí del alma. Toqué el claxon para pedirle que viniera, y la mujer, haciendo un esfuerzo titánico, se acercó al coche claudicando. Baje el vidrio y le compré un par de paquetes de chicles. Ella me vio con una mirada de ternura maternal y me agradeció la compra… El semáforo se puso en verde… Un bóreas recorrió mi rostro...

martes, junio 17

Las Mac son católicas; las PC's, protestantes.

El hecho es que el mundo está dividido entre los usuarios de la computadora Macintosh y los usuarios de las computadoras compatibles MS-DOS. Soy de la firme opinión de que el Macintosh es católico y el DOS protestante. De hecho, el Macintosh es contrareformista y ha sido influenciado por el Studiorum jesuíta. Es alegre, amistoso, conciliador, le dice al fiel cómo debe proceder gradualmente al alcance, si no el Reino de los Cielos, del momento en el cual se imprime su documento. Es catequístico: la esencia de la revelación se logra a través de fórmulas simples e iconos suntuosos. Todos tienen derecho a la salvación.

El DOS es protestante, y aún calvinista. Permite la interpretación libre de las escrituras, exige decisiones personales difíciles, impone una sutil hermenéutica al usuario, y ofrece la idea que no todos pueden alcanzar la salvación. Para hacer que el sistema funcione debe interpretar el programa usted mismo: lejos de la comunidad barroca de revelados. El usuario se encuentra encerrado dentro de la soledad de su propio tormento interno.

Usted puede objetar que, con el paso a Windows, el universo del DOS ha venido a asemejarse a la tolerancia del contrareformismo del Macintosh. Es verdad: Windows representa un cisma de estilo Anglicano, grandes ceremonias en la catedral, pero siempre existe la posibilidad de una vuelta al DOS para cambiar las cosas de acuerdo a extrañas decisiones…..

¿Y código máquina, que subyace debajo de ambos sistemas –o entornos, si usted lo prefiere–?

Ah, eso tiene que ver con el Antiguo Testamento, y es talmúdico y cabalístico.

Umberto Eco

jueves, junio 12

Bóreas (tercera entrega).

Lucas Cranach, el viejo. Melancolía II.



El tráfico de la ciudad era insufrible. Los sentimientos de tranquilidad y las reflexiones alambicadas sobre la Providencia pronto se trocaron en bilis negra y rabiosa; la doxología de Bruckner terminó por disolverse entre el ruido de los coches y mi furia. “No me extrañaría morir de una embolia en un hervidero de coches como éste. ¡Qué mierda! Llevo hora y cuarto inmerso en este pandemonio…”. Clavé la vista en el retrovisor y miré mi gesto de aflicción, como de mártir cristiano, pero sin el aire piadoso. “¡De nuevo las malditas arrugas…!”

El cielo caliginoso prorrumpía en tronadores vagidos y lágrimas abundantes; y yo, secundándolo, en maldiciones cósmicas.

Desarmado e impotente frente a mi situación, resolví arrostrar algunos problemas que han venido estrujándome mecánicamente el entrecejo por días, tal vez semanas (algunas noches, cuando me pregunto por qué no puedo conciliar el sueño, descubro mi ceño duro, constreñido, y lo toco, lo masajeo, pero no soy capaz de relajarlo a voluntad).

Pensé: “Después de 18 años venir a parar en esta situación. No termino de comprender los porqués de su enojo. Al parecer, se anidaba hace tiempo en su conciencia un profundo odio hacia mí. ¿Qué le he hecho? Hombre, más allá de ciertas críticas sobre su condición social, críticas que invariablemente van perfumadas con las fragancias de la broma, y algunas observaciones irónicas sobre su posición intelectual…no recuerdo nada penoso. De verdad, no lo entiendo; soy incapaz de reconocer en esa voz, en esa carta, en esa indignación, y por último, en esa dramática decisión ­–desgajar de raíz nuestra relación–, al antiguo amigo de mi vida. Después de 18 años… ¿Acaso soy demasiado cruel?... Nunca lo había pensado… Sí lo soy… bueno… tampoco demasiado… (Y suspirando con el alma): sí; soy un descorazonado. ¿Y el placer voluptuoso de decirlo? ¡Homo homini lupus, carajo!... Vamos a ver: a decir verdad, él está muy lejos de ser un diletante de la iniquidad. No conozco ser más cáustico; su virulencia es de primera línea, definitivamente. Lo de siempre, supongo: Dios nos hace y nosotros nos juntamos. Era lógico: mientras las solfataras supuraban ácidos verbales en cualquier dirección que no fuera hacia ellas mismas, todo iba bien; pero llegó el día en que se carearon… Invectiva tras invectiva, terminamos destrozándonos... ¡Qué lejos estoy de los días de la niñez, cuando mi máxima ilusión era ser santo! La santidad, la santidad… qué lejos. Razón lleva Rodrigo cuando afirma que nos hicieron crueles en El Objeto Delicuescente, como él lo llama, por referencia a un cuento de Salvador Elizondo… Mas no debo engañarme ni dulcificar las responsabilidades: yo ya era un tunante hecho y derecho a los 11 años: decía mentiras para todo, pegaba a mis hermanas, fumaba… creo que hasta robaba y sabía algo del sexo…”

Me vi de nuevo arrastrado por la discontinuidad de las ideas. Divagué un rato más sobre mi infancia, sobre mi familia (todos taimados, igual que yo), y sin haber tomado determinación alguna sobre el primer asunto, cavilé sobre otro, más fresco que el primero:

“Suetonio… Ya estoy un poco cansado de Suetonio. Es un soberbete. Su “letrada” opinión tiene que prevalecer siempre: siempre. Y eso no es lo peor: su actitud de sabio humilde, que no desprecia ni una sola opinión, venga de quien venga –como dice él–, me resulta repulsiva. Basta con ver que sólo escucha con el gesto de la cara (gesto, lógicamente estudiado); los oídos lejos andan, atentos de soslayo para retornar a la hora de los halagos. Lo dicho por él, dicho está; las opiniones adversas o aquéllas que suman un ápice de agudeza no contenido en su comentario, sirven únicamente para formar parte de los infinitos ruidos del mundo. Las cosas así, todos los que lo rodean terminan por convertirse en bufones de su corte. Su privanza hacia las personas se decanta según la lógica del entretenimiento: quien tiene la agudeza para hacerlo reír es, según su parecer, listillo. Lo que significa en realidad: alguien entra en su gracia siempre y cuando juegue su juego, con sus reglas, sus amonestaciones, sus idas y venidas de humor, sus temas, sus ritmos. El que osa perturbar estos cánones cortesanos termina por ser víctima de su lengua pertinaz. Invariablemente, el diagnóstico de Suetonio es atinado e incisivo: fulanito está apestado de ignorancia y mal gusto...

Ésta es la explicación apasionada del modus operandi de Suetonio. Un análisis más detenido revelaría la filigrana – auténtico trabajo de experto orífice– para hacerse de fieles. La liturgia es siempre la misma: juicio externo (normalmente reprobatorio); primera aproximación (siempre con desdén, pero dando algunos caramelos de sabrosa adulación); aparente amistad (donde sigue la adulación, y secretamente comienza la imposición de la jerarquía maestro-discípulo. También se revelan las claves indispensables para ganar puntos en la confianza y se dan nuevos caramelos); por último, aburrimiento (indiferencia, frialdad en el trato y abandono), a menos que la persona esté dispuesta a seguir con el circo. Si uno es de frente amplia, descubre las condiciones de donde pende la pretendida amistad. Y entonces: o bien se entra conscientemente en su juego: entronarlo siempre que se pueda; o bien se renuncia a su amistad.

Suetonio es un fementido. Promete las perlas de la Virgen, y termina dando burdos abalorios. Incontables veces he confiado en sus ofrecimientos, pero llegado el plazo de cumplimiento, se retracta, jura y perjura que él jamás había ofrecido tal cosa… o simple y llanamente dice: no, ahora no me place… Ya sé de qué va…Y lo sé porque yo también soy un poco así: Dios nos hace…"

"¿No seré yo el problema?” Y acudió a mi memoria la imagen del rapavelas C... "Probablemente siempre tuvo la razón: soy demasiado crítico e intelectualista... ¡Ay, el Objeto, ay!..."