lunes, agosto 21

Teodramática

Uno de los principales intelectuales cristianos del siglo XX, Hans Urs Von Balthasar, afirmaba que la única forma de comprender la esencia del cristianismo es como un drama. De hecho, el teólogo de Basilea titula a una de sus más importantes obras teológicas Teodramática. El puesto de la Teodramática nos es bien conocido: forma parte de la famosa trilogía balthasariana, dedicada a cada uno de los trascendentales del ser, que se atribuyen de manera preeminente, más no exclusiva, a cada una de las personas de la Trinidad: la Belleza (Teo-Gloria) corresponde a la Kabod del Padre, que resplandece en la creación y, especialmente, en el Verbo eterno; el Bien (Teo-dramática) corresponde a la tríada encarnación-muerte-resurrección del Hijo, donde se revela y funda el compromiso (el amor) de Dios por el mundo; y, por último, la Verdad (Teo-lógica), como la actuación salvífica del Espíritu de amor común al Padre y al Hijo, que se revela como la permanencia de Dios en el corazón del hombre, como el renovador y continuador del compromiso de Dios por el mundo, especialmente en la Iglesia, en sus sacramentos y en sus santos, y como Gracia que permite confesar al Hijo. En suma: como el Espíritu que santifica al hombre indicándole el camino hacia la casa paterna. ¿En qué consiste la Teodramática? De manera sintética podemos decir que en la interacción de la libertad Infinita de Dios y la libertad finita del hombre; siendo la primera condición de posibilidad de la segunda.

¿Por qué considerar la existencia cristiana como un drama? ¿No esto, en cierta medida, una introducción de pesimismo existencial en la religión de la paz y la alegría? Antes que nada habría que decir que existe un diferencia entre lo trágico y la dramático. Aquello, implica la necesidad del fato, del destino: pese a los esfuerzos realizados por los grandes héroes trágicos, estos terminan en una situación irresoluble, sin salida. Lo dramático, por el contrario, sin eliminar los sucesos contradictorios, la angustia y, en general, el peso escatológico incluido en la libertad, tiene un momento de solución, de esperanza. La libertad, en la tragedia, es un espejismo, pues mientras más actos realiza el héroe para escapar de la moira, más irremediablemente se acerca a la situación final prescrita por los dioses. No es de sorprender que la concepción del tiempo de muchos autores griegos sea circular, a-ética.

En la consideración secular del hombre como un ser-en-el-mundo (Heidegger), la existencia se vuelve trágica: el hombre es, esencialmente, un ser-para-la-muerte. El fato, en este caso, es la finitud de la existencia personal. La posibilidad más radical de mi libertad es, en última instancia, la muerte. La angustia, como desesperación vital, es característico de este humanismo ateo (Sartre, Camus, Ciorán). El pesimismo existencial no es constitutivo del drama, como sí lo es de la tragedia.

Por otra parte, la visión dramática de la existencia es la propia del cristianismo católico. ¿Es necesario la consideración de la vida cristiana como drama? Balthasar dirá que sí, puesto que es la única forma de no falsear el acontecimiento de Cristo. El hombre en el cristianismo ya no es considerado meramente como un ser intramundano y, por tanto, sin trascendencia; sino como un ser-en-comunión. Esto únicamente es posible, porque una Libertad Infinita ha decidido donar el ser a una criatura finita para que esta disponga de él con agradecimiento. Esta comunión gratuita se vio interrumpida, según el relato bíblico, por la rebeldía del hombre contra Dios: el pecado. Pero en su infinita misericordia, Dios decidió restablecer esa comunión, en una plenitud mayor a la original –la filiación divina–, con el envío de su Hijo a la historia humana. Esta misión encomendada al Verbo, y que, según Balthasar, se identifica con Cristo mismo, consiste en la redención del hombre; es decir, en la libre determinación del Hijo primogénito, en comunión con el Padre, en el Espíritu Santo, de asumir vicariamente la traguicidad de la existencia humana: el sufrimiento y la muerte (el pecado). La consecuencia de este acto magnánimo (el último acto, en terminología balthasariana) es la destrucción de los límites trágicos (la soledad, el sufrimiento y la muerte), connaturales al hombre desde la rebelión original; permitiéndole, así, vivir una existencia en la fe, la esperanza y el amor, únicos elementos que dotan de contenido y trascendencia a la libertad. En esto consiste el compromiso de Dios por el mundo.

¿Cuál es el contenido dramático del compromiso de Dios por el mundo? La exigencia hecha al hombre, fundada en este compromiso primario y misericordioso de Dios por su criatura, de un seguimiento pleno, que implica la renuncia a la propia vida (en el sentido claro y firme de Lucas 17,33). Esta renuncia tiene que realizarse de manera piadosa, en el sentido fuerte del término, o sea, como un agradecimiento continuo y amoroso a Dios, producto del reconocimiento de la gratuidad de Su amorosa elección.

La exigencia de este seguimiento se concreta en dos mandatos de Cristo plasmados en el Evangelio: el mandato, por un lado, del amor al prójimo de la misma manera que Cristo amó a los hombres; esto es, hasta la relativización del propio “yo” para una entrega completa por el otro; y el mandato, por otro lado, de la imitación de Aquel que es "manso y humilde de corazón" (Mateo 11, 29). Esta última exigencia se repite de manera aún más dramática cuando se le ordena al hombre algo, que sin la presuposición del auxilio divino, sería absurdo: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mateo. 5,48).

Toda exigencia divina viene precedida por el Amor que Dios prodiga al hombre. De hecho, es su condición indispensable. Este también es uno de los elementos constitutivos del drama o, mejor dicho, del Teodrama: el hombre ha sido gratuitamente traído a la existencia con un cor inquietum (San Agustín) que tiene continua nostalgia y pasión por la plenitud, pero el medio dado al hombre para satisfacer ese deseo, su libertad, es por sí misma impotente para lograrlo. No así en el caso del hombre redimido, ya que este, a pesar de tener la misma libertad, por decirlo así, endeble, al estar en comunión con Dios, basta que dirija su libertad a la aceptación del amor de Divino para llenar de plenitud el deseo natural (¿sobrenatural?) inscrito en su corazón. También es cierto que decidirse al seguimiento fielmente implica, hasta para el hombre redimido y auxiliado por la gracia, una lucha y renuncia continua a su soberbia, cosa que es, en realidad, bastante difícil; tanto, que siempre existe la posibilidad de renunciar a la correspondencia del Amor Divino y condenarse. Esto último, resalta el hecho de que a pesar del auxilio divino, el hombre puede condenarse, siendo esto una tragedia mucho más profunda que la de paganos y ateos.

En efecto, la dependencia del hombre respecto de Dios es uno de los elementos constitutivos del Teodrama, que se sigue de la realidad esencial del hombre como ser-en comunión. Ahora bien, que el hombre haya sido traído a la existencia por el Don Divino, no sólo implica que el hombre esta en una relación de amor con Dios, sino también que su existencia es esencialmente comunión o, términos polianos, co-existencia. Es decir, el hombre existe sólo como don de si mismo, como vida en comunión con los demás hombres. Por tanto, el compromiso en el Teodrama también implica el compromiso con los demás hombres; el amor al prójimo como deseo verdadero de su salvación. Ahora bien, la comunión siempre implica seres libres y, por tanto, la posibilidad de rechazar el amor. Este rechazo puede darse por parte del hombre a Dios, y también de un hombre respecto de otro hombre. Dios, como es lógico, no rechaza jamás a su criatura, porque su compromiso por ella es pleno e irremisible desde su creación. En resumen: se pide, por un lado, el amor pleno del hombre a Dios en el seguimiento pleno; y, como extensión de este seguimiento (sólo así se puede y debe entender el mandato del amor al prójimo. Cualquier otra cosa es un utilitarismo velado), por otro lado, se propone el amor al prójimo, donde se contempla a Cristo. Pero el hombre puede, de hecho es lo común, rechazar el amor de Dios, o sea, su comunión; esta es la definición más propia de pecado, creo yo. Y también puede ser que, en contra de mis deseo más profundos de que todos los hombres se salven, lo hombres rechacen mi amor y no decidan convertirse. La existencia cristiana es dramática.

Para no extenderme más, dejo hasta aquí estas líneas, con la intención de continuarlas otro día, pero no sin antes dejar una reflexión: ¿No es, acaso, la postura balthasariana la única forma de entender aquella misteriosa afirmación de San Pablo, que dice: “Horrendum est incidere in manus Dei viventis,” (Terrible es caer en las manos del Dios vivo).


1 comentario:

E.P.S. dijo...

¿Ahora todos son críticos de arte?
jajaja

Yo te comento, pues, que Balthasar tiene una manera muy particular de manejar las palabras, de tal grado que al mirar el nudo del problema: lo dramático de la muerte y el pecado, descubre una solución homeopática: Semejante cura semejante. Era preciso que Dios Vivo participara en el drama para librarnos del mismo.

El hombre que rechaza a Cristo, termina en su propia tragedia.