Aquella noche de guerra.
Cuerpo aprisionado entre sabanas que se aprietan cada vez más por los azarosos movimientos nocturnos. Picor insoportable en la piel. Manos dormidas intentando apagar el prurito con rasguños inconscientes que sólo logran enardecerlo. El sudor cuece las heridas. La suciedad de la uñas las infecta. Duermevela insoportable. El tiempo olvida cualquier tipo de lógica: avanza, se detiene, se retrasa, se olvida. Una estampa infernal: calor, sueño interrumpido intermitentemente por el sonido acre del vuelo de los enemigos, ampulas efervescentes, cansancio mental y físico: desolación. Y mañana me espera una ardua jornada.
Retorno, agotado y sin voluntad, al sueño. Ellos–inimicis nostris– se aprovechan de la situación. Juegan, me rozan –saben que no los veo–, danzan alrededor de mí. Comienzan de nuevo el ritual pagano de la efusión de mi sangre. ¡Juro que no los he provocado en forma alguna para que reaccionen con este cruento y pervertido ataque! ¡La maldad en estos demonios debe ser instintiva!
No aguanto un segundo más. Prendo rápidamente la luz de la lámpara para descargar toda mi ira en contra del enemigo. Mis ojos entrecerrados se queman hasta adaptarse a la iluminación del cuarto. El patético quejido de los muelles del colchón es eco de mi dolor. Destrozarlos con el mayor sufrimiento posible es el único consuelo que me queda. Quisiera matarlos 100 veces. Ver cómo la vida que me han robado –mi sangre– sale por todo su cuerpo al reventarlos. ¿Sadismo? No me importa. El caso lo amerita (En la guerra las muertes se justifican, y los cadáveres se entierran en la fosa común de la inconsciencia colectiva). Me paralizo; siento el silencioso latido de mi sangre en las sienes y en los labios, toco mi cara, bañada en impura mezcla de sudor y grasa, y aguzo al máximo el oído para localizar a los malditos. De pronto, en el filo de cabecera de la cama, descubro al primero. Observo su arma afiladísima, su vientre turgente por sus depravados ataques, su hermosa y ágil estructura criminal. Parece que me mira, como retándome. Conjuro toda mi fuerza para no errar, a pesar de la debilidad mental, y doy mi mejor golpe. Escapa ágilmente. Intento ver a dónde huye el cobarde. Se ha colocado sigilosamente en la otra pared. Su camuflaje es casi perfecto –casi–. Pido ayuda a Dios (“Per signum crucis, de inimicis nostris, liberanos Deus noster…”). El segundo golpe. Esta vez la ira y la adrenalina me dan una precisión felina. ¡¡Plaaaf!! La sangre derramada en la pared calma mi sed de venganza. Me regodeo en mi asesinato. Espero que haya sufrido.
He acabado con uno; pero el número de heridas –aún frescas, encarnadas– en mi cuerpo, anuncian por los menos tres más.
¡Cuánto no daría porque mi enemigo sintiera el miedo! ¡Ojalá que tuviera conciencia del dolor! ¡Lástima!: sólo son unos pequeños y vampíricos mosquitos zancudo.