Amigos todos: tengo el gusto de presentarles a José Manuel, el nuevo contribuyente de este bló literario.
¿Su carta de presentación? Este excelente cuento. ¡Hala! ¡Ahí tenéis!
El perseguidor de anhelos
por José Manuel Cuéllar.
Se volvió perseguidor de anhelos el día en que murió su segunda esposa.
Fue un funeral sin asistentes. Sólo él, el padre y cinco hombres contratados para remolcar el féretro se dieron cita la mañana de ese lunes en el Panteón María Serbín.
Era primavera, y el cielo rugía como si fuera a llover.
Y el viento abofeteaba las lápidas.
Y los árboles, como percheros a rebosar de abrigos verdes, se inclinaban hacia el piso.
Los hombres maniobraron un rato más con el ataúd: le anudaron cuerdas y lentamente lo hicieron descender por el hoyo, que olía aún a tierra removida.
–Recemos un Padrenuestro por la difunta –suspiró el padre, colocándose a los pies de la tumba, cabizbajo y calvo.
El viudo asintió.
No lloraba.
Permanecía impasible.
Asentía como un autómata guiado por quién sabe qué fuerzas…
Asintió.
Y el padre tartajeó entonces la plegaria valiéndose de un tonillo de conmiseración, que el oficio le había enseñado a afinar en ocasiones como aquélla.
Él permaneció impasible.
Maldijo para sus adentros la furia de Dios, maldijo los designios del porvenir y la ruindad de la vida. Detestó en ese instante el sabor herrumbroso de la muerte y del desamor, si es que desamor y muerte no eran la misma cosa. Derrotado, miró a sus alrededores. Los árboles como guardianes de almas, las cruces como estandartes ondeando en altamar, los cinco hombres que respetuosos se habían apartado de la escena, la nuca desnuda del padre… Miró sus alrededores, y apretó los puños y los nudillos se le blanquearon y un como frunce torció su entrecejo y un como escozor de rabia le picoteó la barriga. Y retuvo las lágrimas y juró vengarse y pensó cuanta cosa piensan los amantes defraudados y solos.
–… Y líbranos del mal. Amén.
Finalizó el padre.
Y el viudo lo despidió con un tajante silencio. Pagó a los hombres la ayuda.
No lloró.
Se mantuvo quieto como un maniquí ya roto.
El viento abofeteaba las lápidas, y los árboles se inclinaban hacia el piso.
El viudo se arrodilló ante el sepulcro, que todavía poseía el aroma de la tierra fresca. Se arrodilló y musitó un “adiós” apenas oíble. Pero los vendavales resquebrajaron su “adiós” y esparcieron los fragmentos por el María Serbín. Los fragmentos se estrellaron contra las cortezas de los árboles, contra otros sepulcros y contra otras historias. Contra memorias ajenas y lágrimas de otros tiempos.
Él se izó, giró sobre sus talones y anduvo sin volver la vista atrás por el senderito que lo conduciría fuera del panteón.
Era primavera, y el viento rugía como si fuera a llover de un momento a otro.
Y llovió, apenas hubo cruzado el umbral de su casa.
Las gotas repiqueteaban, o más bien siseaban, como agujas que alguien aventaba con fuerza contra una lámina de metal.
Ah, tantos anhelos derruidos.
Se había ido, la pobre.
Se había ido, ah, y no regresaría.
Se había ido y se había llevado consigo la mitad de él.
Clic, clic, clic. La lluvia no cesaba de tronar afuera. Clic, clic. Y embestía los cristales de la casa. Y unos relámpagos chisporroteaban allá, en las alturas.
Clic, clic, clic.
Había vuelto a enviudar.
Se le habían vuelto a descarapelar las ilusiones. Otra vez la vida le pelaba los dientes. Ah, otra vez el alma destrozada. Y las ganas locas de morir y las ganas locas de gritar su desconsuelo. O de tragárselo de un solo bocado. Daba igual.
Clic, clic, clic, clic.
Como agujas arrojadas a una pared de fierro.
El viudo apretó los puños y los nudillos se le blanquearon. Se embutió en una chamarra percudida, se calzó las botas y se encasquetó un sombrero. Ah, se puso guantes y se asomó por última vez al espejo del baño, sólo para ver configurado ante él un cuadro irreconocible. El suyo… El suyo ya sin ella… Clic… Se incrustó los anteojos en la cara… Clic. Clic… Y se entregó a la noche lluviosa.
Caminó por aceras encharcadas esa medianoche. Caminó y se empapó. Y siguió caminando hasta volverse un cazador de anhelos.
Se le vio, primero, por el campo. En los páramos estériles de por allá, por el sur. Dicen que el visitante misterioso llegó al pueblo una mañana gris. Dicen que sus pupilas diáfanas, como de espuma, se detuvieron un segundo a examinar el paisaje. Y que luego continuó alternando sus pasos por la senda principal. Hablaba un lenguaje extraño, de adjetivos poderosos y promesas que revoloteaban en los oídos varios días. Hablaba un lenguaje extraño, que sedujo a los jóvenes. Sedujo a los jóvenes, quienes lo siguieron cuando se retiró. Y él los abandonó luego ante el regazo de la perdición y la tragedia. Y los jóvenes se estremecieron y sucumbieron y se mecieron a la fortuna.
El cazador de anhelos colmó de desolación los campos de por allá, por el sur. Vació las alquerías y se fue a los lupanares. Cundió calumnias asesinas y propagó epidemias calamitosas. Corrompió a las putas. Las ultrajó, las desmembró. Y escapó a la costa sin quitarse la chamarra de sobre los hombros. Allí convenció al mar de que se alzara en contra de las redes. Arrancó secretos a las rocas y las embruteció de ira, para que sepultasen ciudades enteras. Abrió abismos y marchitó valles.
La gente aprendió a temerle.
Pero él no paraba.
Vagaba indeciso por las carreteras desiertas, se abría paso a empellones por entre las multitudes. Y hacía que las palomas alzaran vuelo en las plazas, por las que –según cuentan– le gustaba mendigar.
Provocaba guerras donde titubeaban los generales.
Provocaba, y mataba a la menor provocación.
Él hacía confundir las tardes con las madrugadas y el candor de los niños con la maldad.
Estaba donde estaban los esposos cautivos. Donde la guerra devastaba naciones… Donde los ecos de alegría se deformaban en lamentos.
Perseguía sollozos y caricias salvajes. Desgarró corazones.
Era un perseguidor de anhelos.
Iba tras ellos, y los encontraba siempre. En la devoción de los artistas, en la castidad de los religiosos, atrapados en la Ópera de París y en las bóvedas de las catedrales. En el andar de los hombres. Al interior de un bolso de mujer y en las sonrisas flojas de los desfiles. En las escuelas, en la nieve. En el rojo carmesí de un amanecer otoñal. En el ir y venir, en los dimes y diretes. En el porte angustiado de los oficinistas, también. Y en aquellas parejas de ancianos en las bancas de los parques.
Ah, con qué fervor perseguía anhelos.
Ayudó a una dama a quitarse la vida. A un cura a redimirse. A un atolondrado a asesinar por amor… Arrebató confesiones a musas y a carceleros. Juró por jurar y rompió promesas.
Rompió, sobre todo, promesas.
Pues era un perseguidor de anhelos.
Traidor, astuto y frívolo como todos los perseguidores de anhelos.
Sólo que él, un buen día, renunció.
Jamás olvidará ese buen día… El calendario desgranaba agosto y una como corriente cálida se había apoderado del aire. Había mucha luz, muchos ánimos y muchas buenas intenciones. La gente hasta se daba los buenos días por la calle y se guiñaba pícaramente los ojos. Los ciegos recibían limosnas y los poetas paseaban de la mano de sus novias… Ah, agosto estaba por acabarse y nuestro perseguidor de anhelos recién había escuchado de una casa para seniles donde todos parecían vivir alegres. De modo que se dispuso a acudir a ese sitio y tasajear de una buena vez toda aquella agria felicidad.
Ah, partió rumbo a la casa de ancianos.
Era agosto, e incluso al atardecer había mucha luz. Los ánimos todavía no decaían y las buenas intenciones se prolongaban más de lo debido.
Ah, llegó a la casa de ancianos antes del anochecer.
Llegó con el firme propósito de devastar.
Pero algo se interpuso entre él y su espíritu beligerante.
Algo que se llamaba Eugenia.
La divisó desde lejos. Iba uniformada de blanco. La cofia blanca, la blusa blanca, la falda blanca, las medias blancas. Incluso su piel gozaba de una apariencia nívea. Únicamente desentonaba el negro cerúleo de sus cabellos. Sus deslumbrantes cabellos…
–Buenas tardes –saludó al perseguidor al notarlo de pie ante la verja–. ¿Viene a visitar a alguien?
Eugenia podaba rosas en el jardín. Rosas rosas. Con los pétalos abombados y el tallo tachonado de espinas. Eugenia lo saludó con una en la mano, y esgrimió una sonrisa encantadora, ligeramente más blanca que su tez.
El perseguidor entonces se olvidó de los anhelos. Y de los ancianos. Ahí, parado ante la verja, se olvidó de todo. Sólo estaban él y Eugenia y la rosa.
–¿Viene a visitar a alguien?
Él no contestó.
Empujó la verja, que se tambaleó y cedió a su peso. Se abrió poco a poco. Poco a poco entró el perseguidor al jardín. Y poco a poco se deslizó hasta ubicarse a unos treinta centímetros de la blanca enfermera. Ella sujetaba una rosa, y se había pasmado. A lo mejor temía. O a lo mejor aguardaba.
Él le imprimió un beso súbito.
La estrechó súbita, despiadadamente.
Ella soltó la rosa.
Él le succionó la dulzura de los labios.
Se había olvidado de los viejecitos felices.
Se había olvidado, en general, de los anhelos.
Y con ello se había olvidado de su propia promesa.
Había roto su promesa.
Se había robado su propio anhelo, el de perseguir anhelos.
Estaba confundido.
Ah, besó a Eugenia.
Humedeció su boca. Su boca como un nido de pasiones desenfrenadas. Su boca como una rosa rosa.
Y saboreaba su saliva, como si fuera agua dulce y él un colibrí sin pudor.
Ah, ella profirió un gemidito.
Ah, y él lo ahogó con otro beso…
Los casó, un mes después, el padre cabizbajo y calvo del velorio. Recorrieron la nave principal de una iglesia, se trajearon, se engominaron y realizaron cuanto ritual realizan los que van a desposarse.
Y se casaron, finalmente. Los casó el cura calvo.
Luego de los festejos, de los arroces y de un par de noches apasionadas, el antiguo perseguidor de anhelos visitó el Panteón María Serbín. Le dijo a Eugenia que volvería en un rato y se fue al panteón.
La hiedra había invadido la cruz de su segunda esposa.
La hiedra y el moho.
De modo que ya no había inscripción. Ni nada. Sólo el mismo viento azotador de antes.
¿Y si Eugenia fallecía?
Ah, afligido el hombre se preguntó en qué se convertiría cuando enviudara por tercera vez.